domingo, 6 de diciembre de 2009

GARRAPINILLOS BLUES

Dieron las siete y cuarto en el reloj de la torre. Termina de vestirte que vamos a llegar tarde como siempre, dijo J reprimiendo el mal humor que no podía empañar una tarde de fiesta. Baja con Jaime, Natalia ya debe estar esperando y yo estoy en un minuto. J no tenía ganas de discutir y aunque aquellas palabras ya las había escuchado en más de una ocasión, decidió hacer caso a su mujer y cogiendo de la mano a su hijo dio un suave portazo mientras esperaba el ascensor.

Al salir a la calle, Natalia emergió entre los coches del aparcamiento con el móvil en la mano. ¿Llevas mucho esperando?, una pregunta entre dos besos. No, acabo de llegar, como la cortesía aconseja. María me ha dicho que no tardará, ya deben estar esperando los demás en la Plaza Roma. Hace buena tarde, Rubén anda por Granada, esta mañana hemos jugado nuestro primer partido de la temporada, ¿has marcado algún gol?. Y cosas así para entretener la espera. Por fin aparece María, perfectamente conjuntada, con una bolsa llena de empanadillas marca de la casa, otra con regalos y una tercera que cuelga en equilibrio imposible de su antebrazo, llena de cajas con los chuches para los niños, y la de plásticos para reciclar. Venga, en marcha que no llegamos.

Natalia ocupa con una sonrisa el puesto de copiloto, J no sabe conducir y piensa que por si la intuición le falla a su mujer, qué mejor que una experta conductora, Fuentes-Zaragoza-Fuentes en lo que tardas en rezar un rosario, para ayudar en la navegación del grisáceo vehículo hacia el chalet de Garrapinillos, oculto a los letreros. Cuando llegan al punto de reunión los demás ya están allí. Sólo falta Maika, siempre hay alguna que llega más tarde, les gritan Darío, Estrella, Raquel y Dora mientras bajan las ventanillas para saludar con la mano. Las conductoras descienden de la doble fila e inician el ritual de besos. J y Jaime siguen en el asiento de atrás, vamos a saludar a la reina madre, poniendo cara de circunstancias ante el motorista que casi araña la aleta delantera y el viejito del seiscientos que les corta la salida. Por fin llega Maika y cada uno ocupa su lugar para emprender la marcha interrumpida. Seguidme que yo sé cómo llegar. Oscurece un poco y refresca ligeramente, nadie diría que estamos en octubre.

Al llegar a la autovía es tan sencillo como tomar la carretera del aeropuerto y esperar a que la intuición empiece a funcionar. Natalia, ten a mano el móvil para llamar al 112. Muy gracioso, J, muy gracioso. Camino Barbolés. Por aquí no era, ¿no?. Hay que pasar Fuentes Claras y en el desvío en el que no han rebajado la acera, ahí, no tiene pérdida según me ha explicado Gloria. Pues sí la tenía. El segundo coche de la mini caravana hacia la merienda intuye que algo va mal cuando el guía gira en una rotonda y deshace el camino hecho para aparcar en la parada del autobús. Yo, a la vuelta, me voy en el casetero. Como si te quieres ir andando, rico. Una llamada, dos explicaciones y tres minutos de confusión después retomaron la senda correcta y llegaron a la esquina en la que unas manitas se agitaban indicando por aquí, por aquí. El hijo de los dueños, Luquitas, empujó los portalones de acceso a la explanada empedrada y los dos coches aparcaron al lado de los otros dos que allí esperaban, dentro del recinto vallado del chalet.

Los que estaban y los que llegaban se fundieron en besos y apretones de manos, en caricias en las cabezas de los niños, en sonrisas después de tanto tiempo. Juan, el pequeño de la reunión, pasaba de brazo en brazo, cógelo, hombre, que no muerde. No, que todo se olvida y seguro que se me cae. Jacques, su padre, el amigo francés, se afana en cerrar la puerta de entrada, ¿comansavá?, le dicen uno tras otro en su más que menguado francés. Él sonríe y asiente con la cabeza. Su mujer, Amaia, presiente otra velada de traducciones y equívocos. ¿Trajiste las trenzas?, no sabía que había que traer nada, ve sacando las cosas del maletero, es igual que tú, qué grande está, ¿qué bolsa saco?, muy chulo el Peugeot, se va a quedar buena noche, en cuanto venga Lucas prepararemos la brasa, ¿y los perros?. Luquitas y Jaime escapan de allí a la búsqueda de algo divertido, los gatos se enredan entre las piernas, blancos y pequeños. ¿Y los perros?. Me está llamando Irene, que se han perdido. ¿Por dónde andan?. Dice que ha visto un letrero con no sé qué de Barbolés. Pásamela, que le explico. Al cabo de un rato, antes de que se deshiciera la improvisada reunión en el patio de la casa, al lado de la piscina, llegó el coche con los que faltaban. Al volante Sandra, a su lado Chusé y detrás las niñas, Jara y Alma, la del cumpleaños, con la madre de ésta, Irene.

De nuevo besos, abrazos, la luz menguante y cada vez más difícil reconocerse en la penumbra. Poneos debajo de la farola que vete tú a saber a quién terminaremos abrazando. A ti ya te he besado, ¿no?. Todos se dirigieron hacia la casa en animada conversación. Los niños entraron primero, ávidos exploradores de mundos desconocidos, al menos para los tres pequeños invitados. Dos ventanas con mosquitera daban al porche, otra al lateral en el que se desmayaba el césped y la vieja chimenea de la barbacoa. Les recibió un amplio salón-comedor con cocina americana. En el centro una mesa rectangular con mantel y a su alrededor las necesarias sillas. Una televisión encendida al fondo, a la que nadie hace caso, y un sofá algo arrinconado tras el que se esconden varios gatos pequeños. La luz es tenue y la temperatura agradable gracias a la corriente de aire que se escapa por la puerta del fondo que da a la parte trasera, a un lado el baño, en el centro un pequeño distribuidor y al otro lado las habitaciones de invitados desde la que arranca la escalera que conduce a la segunda planta. Desde las ventanas de arriba se puede ver un viejo cobertizo y una pequeña explanada convertida en cancha de baloncesto junto a la que aguardan diversos árboles que sobresalen ampliamente por encima del seto que rodea el jardín y separa la finca de los ojos de los curiosos.

Depositaron poco a poco los alimentos y bebidas que habían llevado para la celebración, las bolsas con los regalos en las habitaciones del fondo. Los dos chicos salieron a jugar a fútbol mientras preparaban la merienda de los pequeños, bocadillos de chorizo, tortilla de patatas y cosas así entre el plástico de platos y vasos. Las niñas iban y venían por toda la casa, jugando a princesas, pintándose las caras con el maquillaje de mamá, convirtiéndose en piratas cuando agarraban por el pescuezo al más pequeño de los gatos y se esforzaban en darle tormento sin apenas darse cuenta. Vosotros podéis ir hinchando los globos, una fiesta sin globos… Tened cuidado con los gatos. ¿Qué ha pasado con los perros?. El macho murió ahogado en la piscina, un día que el abuelo no vino a dar vuelta. Yo me tomaría una cerveza, de tanto soplar... Yo también. La mía sin alcohol. Hacen trocitos con la tortilla y van repartiendo palillos pinchados en cada uno. El bebé lo mira todo sin pestañear, cómodamente sentado en el regazo de su madre, cabeceando de vez en cuando, poco acostumbrado a mantener el cuello en posición. La televisión escupe dibujos japoneses. Tenía sed y como estaba acostumbrado a beber de la piscina debió resbalarse con el hielo de la noche. La habitación comienza a llenarse de globos de distintos tamaños y colores. Yo creo que ya vale, ¿no?. Somos hombres y hasta que no nos dé la contraorden la persona que hizo el encargo, no pararemos. Por favor, diles que paren. Los niños entran envueltos en ruido y sudor. Se entretienen en explotar los globos. No los explotéis, ¿me habéis oído?. No le pongas coca-cola, no le gusta. Es igual que a su padre aunque por distintos motivos. Ya podéis parar, para el caso que les han hecho… pom, pom, pom. Cuidado con el gato, se está comiendo el plástico y se puede ahogar. La madre, gorda blanca hermosa, da una vuelta por allí y parece agradecer el intento de que las crías sobrevivan a la fiesta. El abuelo lo encontró al día siguiente, flotando, parecía un peluche. Venga, lavaos las manos, ya está la merienda. Las conversaciones se entrecruzan, cómo chillan estos chicos. El baño está ocupado, chicas, abrid la puerta. Las niñas salen una detrás de otra y los chicos pasan sin mirar a su lado. Por fin se sienta alguno de ellos y come sin ganas. Otros revolotean sin decidirse a empezar. La hembra cambió de carácter, se volvió más agresiva, más desconfiada. El veterinario le descubrió un bulto. No están comiendo nada, ¿os queréis sentar de una vez?. Déjales, mujer. No tendrán hambre. Y ahí estaba yo, en primera fila, con mi cartel pidiendo la canción. Bruce me miró y me dijo que no con la cabeza. ¿Esto qué es?. Empanada, prueba un poco que está muy buena. No me gusta. En el trabajo todo bien, Mickey y Minnie siguen juntos. Estamos preparando la Navidad. Las niñas llevan de acá para allá a los gatitos, cogidos del pellejo como si fueran muñecos. Uno parece que cojea. ¿Otra cerveza?. Vale, creo que conducirá mi mujer. Tendrá valor… Como siempre. Tuvimos que sacrificarla, lo pasamos fatal, sobre todo los niños. Hasta que un día mi suegro alimentó a una gata llena de huesos. Y cuando pidió un voluntario para subir a cantar con él, aupamos entre todos a la que te digo. La eligió a ella. Una ráfaga de luz dibuja luces en la pared. Lucas ha llegado dispuesto a hacer la brasa para la chuletada de los adultos. ¡¡¡Sorpresa!!! Vaya, no os esperaba. Podría haberme venido antes, total para veinticinco euros en toda la tarde. Me parece que los niños han terminado de comer. Salen corriendo a jugar con las pelotas y los patinetes. Cuidado con la piscina. Ponte la camiseta que empieza refrescar. ¿Os sabéis el del gangoso y la madre Teresa de Calcuta?. Recogen la comida sobrante y preparan la mesa para los mayores. Las empanadillas del horno, los quichés de la nouvelle cuisine, un poco de jamón, pan de pueblo para untar con tomate. Vino del Somontano y sidra.

La pira de leña tardó poco en arder bajo las expertas manos de Lucas, más que acostumbrado a este tipo de rituales. Un poco de papel, la llama justa, el hueco necesario para que corra el aire. La chimenea comienza a dar síntomas de agotamiento, muchos fuegos cobijados en noches tan parecidas a ésta, pero cumple a la perfección con su cometido mientras J apura otra cerveza y Lucas y Chusé paladean la sidra escanciada por el pulso firme de Darío. Con la vista fija en los futuros rescoldos hablan de cine porno, de sexo y de cine gore, tal vez sean variaciones de la misma cosa. El momento invita a la conversación, como en los campamentos de verano alrededor de las guitarras y de las estúpidas canciones tantas veces coreadas. Por la ventana que da a la zona de la barbacoa se asoman cabezas supervisando la operación, empanadillas salen y latas de cerveza vacías entran, risas ahogadas en la garganta de los hombres, miradas de incomprensión bajo la sombra de ojos de las mujeres. ¿De qué os reís? Lucas prepara la parrilla, la limpia con un trozo de periódico para acto seguido ir colocando las brochetas de cerdo. Hacedlas bien hechas, recordad que no son de ternera.

En el salón, Maika dice que no se encuentra bien, lleva unos días con jaqueca y con el jolgorio que se ha montado parece que una tribu de caníbales está tocando el tambor dentro de su cabeza. Sube a alguna de las habitaciones y acuéstate, mujer, le dice cariñosamente Gloria. Sí, creo que te haré caso, si no os importa me tumbaré un rato y espero estar de vuelta enseguida. Claro, claro. Maika sube a oscuras las escaleras, abre la primera puerta de la derecha, entra a la habitación y antes de que pueda darse cuenta, un globo terráqueo de mármol impacta en su cabeza. Nunca sabrá qué es lo que la ha matado. Una mancha de sangre y un trozo de pelo emborronan el continente africano.

La carne empieza a entrar para regocijo de los asistentes a la fiesta, tenían ganas de probar la especialidad de la casa y revolverla en el estómago con el alcohol ingerido. El pequeño Juan por fin duerme en la cuna de viaje y sus padres pueden reponer fuerzas. Platos, tintineos, vasos, descorches, cubiertos al aire, gestos de aprobación, recetas descubiertas, costumbres ancestrales girando con la gastronomía. Comen y beben con ganas, con fuerza, con prisa, como si fuera la última cena. Darío pide permiso para salir afuera a fumar un cigarrito, briznas de manzanilla liadas con maestría unas horas antes, cosecha propia. En el porche inspira a pulmón completo, se desabrocha el botón del vaquero, anda hacia el borde de la piscina oscura como la mala conciencia. Se acuerda de la película en la que un ahogado contaba la historia desde la superficie. Agachado intenta tocar el agua pero no llega a sentirla con los dedos. De repente tiene medio cuerpo dentro, no puede moverse, patalea sin encontrar la salida, sus fosas nasales son el mar abisal que sabe a podrido. El submarinismo mejor con botella. En poco más de un minuto todo ha acabado, un cuerpo cae como un fardo de algodón en un río americano.

Las conversaciones se trocean, se multiplican, se repiten, suben y bajan de volumen, se hacen íntimas en un rincón, cómo me alegro de que al fin nos hayamos juntado todos. Los niños entran y salen, en silencio, maquinando algo en contra de los gatos. Irene tiene que ir al baño y el de abajo está ocupado. Sube por la escalera y se acuerda de Maika, a la vuelta irá a ver qué tal se encuentra. Entra en la habitación con olor a pino, cierra la puerta de un manotazo y antes de que pueda correr el pestillo oye cómo su garganta se quiebra bajo la presión de una venda que le hace una innecesaria herida en el cuello. La empresa farmacéutica europea al servicio de la salud de los ciudadanos. Ya no huele a nada, ni siquiera a miedo. Abajo sigue la celebración algo disminuida.

Parece que van a hacer corto con la carne y por eso Lucas se ofrece a avivar lo que quede de la brasa para asar un poco de chorizo y longaniza. No te levantes, no te preocupes, en un momento estoy con vosotros. La vieja barbacoa sigue humeando, el techo y las paredes algo resquebrajadas, restos de un pequeño terremoto. El anfitrión se agacha y hace una cueva con las manos para que la llama viva, para que sea ondulante testigo de un certero golpe con un ladrillo cuidadosamente envuelto en un calcetín. Se desploma sobre el fuego y un acre olor a carne quemada se dirige a la casa de los vecinos. Careta asada y morro sin manzana. Un asiático cerdo agridulce.

Hace mucho tiempo que se conocen, hablan de lo bien que lo solían pasar, brindis de anuncio de televisión, humo gris que se cuela disimuladamente por la rendija de la ventana. Un gato maúlla cuando le atrapan la pierna con la puerta del frigorífico. A María no le sienta bien la bebida, duda entre acercarse al baño para vomitar o ver qué tal anda Maika. Decide subir la escalera e inspeccionar los dormitorios. Tiene que empujar levemente la puerta con el hombro, la madera en las casas de campo ya se sabe. A oscuras llama en un susurro a su amiga. ¿Estás ahí? Un golpe seco amortiguado por el ruido de la fiesta del piso de abajo, tropieza con algo que se interpone entre la puerta y la cama, ciento setenta y cinco centímetros de amiga muerta en horizontal. Ni siquiera un destello para saber que ya no se volverá a levantar, el continente oceánico manchado por una sangre simétrica, un planeta de mármol reutilizado para matar y que nunca más servirá para sujetar los libros de la estantería.

En ese justo momento Chusé se da cuenta de que hace tiempo que no ve a Irene, su mujer y su afición a los cuartos de baño, esa cistitis perpetua. Voy a ver dónde anda esta chica, no sea que se la haya tragado la dimensión entre azulejos. Abajo no hay nadie, debe andar por la planta superior. Tres leves golpes y la pregunta de rigor preceden a la tímida apertura, no está bien violentar la intimidad de las personas, pocas cosas tan indecorosas como algunas prendas por los tobillos. Irene yace en el suelo como una marioneta absurda manchada, ahora, por la sangre chirriante que expulsa un cuello rebanado por la mitad de un afilado cedé con canciones infantiles con las que amenizar el baño de los niños. Un charco rojo se desliza por debajo de una puerta que se cierra con el viento.

A Estrella nunca le gustó la carne asada y el vino le ha dejado seco el paladar. No le vendría mal un poco de hierba alrededor de la boca. Sale al porche y se cruza la chaqueta sobre el pecho, anda decidida en busca de Darío sin volver la vista hacia la barbacoa y el repugnante aroma a chamuscado. Ni rastro de su compañero. A la luz de la luna el agua de la piscina parece el espejo de la mala del cuento. Pelotas hinchables, barcas de remos, muñecos que bailan la danza de las olas. A menos que. Eso no es un muñeco. Al correr tropieza con la manguera que riega el césped, se despista a punto de caer al suelo. No tiene que preocuparse puesto que un bidón lleno de cloro hace el resto. Nunca sabrá que terminó sus días boca abajo en una piscina junto a un cuerpo helado que olvidó su equipo de buceo.

¿Dónde está todo el mundo? La mitad de los invitados han desaparecido, no se oye a los niños, algo estarán tramando, ni siquiera el maullido de los pobres gatos, si es que aún siguen con vida. Subo un momento a ver qué están haciendo, dice Gloria, espero que no sea nada indecoroso. Risas. Amaia explica a Jacques lo que está pasando, las fiestas en otro idioma son un auténtico engorro. Raquel, Natalia, Sandra y Dora se encogen de hombros cuando J, desde la puerta, vocea el nombre de sus amigos fumadores a la negra noche con los pulmones llenos de un extraño humo procedente de su izquierda. ¡¡Lucas!! Otro nombre sin respuesta, imposible contestar cuando tu lengua es un carboncillo, una pequeña falla humana que desprende un calor insoportable al ser retirada por los tobillos. ¡¡¡Lucas!!! Entra en el salón justo a tiempo de que los gritos lo inunden todo como en la cueva del terror de un parque de atracciones, de que no haga falta explicar nada al ver el cuerpo balanceante de Gloria que baila estrangulado al final de unas blancas sábanas robadas en algún hotel de la costa. ¡Están muertos! ¡¡Muertos!! En un gesto automático alguien cierra la puerta de la calle, alguien se refugia detrás de un sofá, alguien tiembla sin control. ¿El niño? Ningún llanto infantil intenta abrirse paso entre las lágrimas de los adultos. Los golpes en el piso de arriba concentran la atención de los seres vivos del salón. Pom pom pom ¡Están arriba! Vamos afuera, rápido. La puerta está atrancada y no cedería ni ante el empuje de una manada de elefantes locos. Y de repente la oscuridad. Alguien ha apagado las luces, las tres amigas se buscan a tientas, intentan encontrar una mano, un cuerpo junto al que refugiarse como si estuvieran en la trinchera de una maldita guerra que ahora envidian y a la que se cambiarían con los ojos abiertos. Sillas que golpean contra el suelo, cristales rotos, líquidos desparramados, golpes contra las paredes buscando seguridad, buscando respirar un minuto más. En aquel apocalipsis es difícil distinguir los sonidos, orgía de ruido en do mayor, el fin de los tiempos en una bola de cristal y nieve. Amaia ha encontrado el mechero que encendió no hace mucho las velas de las tartas y que cummm-plas muuuu-chos…maaaaás. Un chasquido y aparezco a tu lado, tenebrismo en el s. XXI, la cabeza de Raquel descansa dentro de una bolsa de Eroski de aquí a la eternidad. ¡Aaaaaaaaaaaah!. Oscuridad. Está aquí, ¡está aquí!, ESTÁ AQUÍ. Si supieran rezarían por ser los próximos, porque la muerte llegara sin dolor, porque todo aquello acabara de una vez o unos cámaras de televisión entraran por la puerta diciendo: Sonríe, era todo una broma. Lástima que esto no sea una película. Los supervivientes se golpean entre ellos cuando corren hacia ninguna parte, cuando sienten un contacto, una respiración que jadea cerca, el filo de una hoja de acero que entra y sale de un cuerpo humano produciendo el mismo sonido que en un saco lleno de paja, la carne desgarrada se parece a una vieja camisa hecha trapos de cocina. La sangre se pega a las suelas y hace que los tacones de Amaia resbalen y ella caiga sobre un cuerpo maloliente que hasta hace poco gritaba con la voz ronca de Dora. Si pudieran verlo pensarían que están en una mesa de autopsias o en un quirófano de un médico chiflado. Sandra sube de dos en dos los escalones que la llevan a un lugar que pretende más seguro. Un poquito más cerca del cielo. Una nube sombreada se ha situado al sur de su cuerpo y le provoca una borrasca en el cuello. Convertida en un anticiclón baja rodando de tres en tres las escaleras que le llevan directo al infierno en el que arderá para siempre. Ahora es oscuridad y silencio, los que quedan no pueden chillar más, los gritos disminuyen ante la falta de gargantas dispuestas a emitirlos. Puede que un chispazo de cordura haya decidido no dar pistas a lo que sea que les está matando uno detrás de otro, en un plan preconcebido o en una improvisación parecida a una jam session. Pero siempre hay alguien que no está dispuesto a seguir el guión, no te muevas de la marca o tendremos que volver a medir la iluminación, Natalia quiere ser actriz principal por un momento y salta por la ventana al igual que el amor cuando entra la pobreza. No acierta a abrir la puerta metálica que da al camino por el que vinieron y por el que ahora quiere correr sin mirar atrás, sin ver el cuerpo carbonizado, la danza de la muerte, los ahogados bocabajo, los estrangulados, los asfixiados, los degollados, los destripados, los golpeados. No pudo ver cómo un viejo Golf azul la confundía con una mancha aplastada en la pared de hormigón. El comando hispano-galo huye escaleras arriba, Amaia descalza porque prefiere clavarse cristales en las plantas de los pies antes que ser la última de la fila. Suben buscando una salida, una puerta entornada por la que entre algo de claridad entre la bruma a la que ya se están acostumbrando sus ojos. Jacques descorre unas cortinas, abre la ventana y se asoma intentando calcular el daño en la caída. Es lo último que verá en su vida, un suelo lleno de piedras al que no llega su cabeza casi desmembrada por una persiana metálica excesivamente afilada. El corazón de Amaia no pudo más y dejó de funcionar, se desvaneció como una pesadilla en la infancia. Un golpe seco en la nuca, una mesilla de noche, un charco de sangre garabatea en la alfombra las orejas de un ratón de dibujos animados.

Amanece con miedo. El sol no quiere ver la llegada de las sirenas de la policía que ululan sin pudor, avisadas por un conductor que encontró a un grupo de niños andando por la carretera. No han sabido decir cómo llegaron hasta allí, apenas el mayor de ellos pudo indicarles la casa en la que vivía. Algo ha pasado, comunicaban los vecinos por teléfono, vengan rápido, hemos oído mucho jaleo. Y ese olor tan raro. Al saltar la valla comprueban que algo va mal. Una atropellada, dos ahogados, un quemado, una ahorcada, un decapitado… Una casa en ruinas y una composición en rojo y negro, el hedor de la muerte y el pánico. Encontraron a J escondido debajo de la fregadera, al lado del cubo de la basura, manchado de sangre y con un bebé narcotizado en los brazos. No atiende a las preguntas, no sabe dónde está, tiene la mirada perdida de un perro apaleado y acaricia al niño como si fuera un gato de ojos acuosos que tampoco entendería nada. Todo esto es inhumano, qué clase de animal ha podido hacer tal masacre. J no opone resistencia, es conducido al interior de un coche. Batas blancas, camillas, bolsas de plástico de un naranja metalizado que desentona en el cuadro. Amanece con espanto. J mira a través de la ventanilla mientras la yema del dedo índice de su mano derecha aplasta un mosquito contra el cristal y algo parecido a una lágrima se suicida contra su bigote.















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