El 28 de junio se cumplieron cincuenta años de la
publicación de Rayuela. Este libro cambió en buena parte el modo de entender y
hacer Literatura. Su impacto se sigue notando aún hoy en día. Influyó en muchas
personas, espero que lo siga haciendo, entre ellos muchos jóvenes que lo
adoptaron como algo importante en sus vidas. Uno de ellos fui yo.
Recuerdo el día en que al
finalizar el curso de BUP, puede que fuera 2º, la profesora de Lengua nos hizo
una serie de recomendaciones de lecturas de verano. Nos habló de un libro que
se podía leer al modo tradicional o saltando entre capítulos, yendo y viniendo
hacia delante y hacia atrás, jugando. Aquello me llamó la atención. Se llamaba
Pilar Bescós y fue una de esas esforzadas profesoras de bachillerato que nos enseñó
tantas cosas y que nos abrió caminos, a lo mejor sin querer. Desde aquí mi
homenaje para ella, para Juan Bautista Melchor –el profesor de Ciencias
Naturales que me hizo dudar acerca de mi predilección por las Letras- para Mari
Carmen Sobrón, que me enseñó casi todo lo que sé sobre Arte y que me hizo amar
esa disciplina. Mi recuerdo para ellos y tantos otros profesores de la
enseñanza pública, en el Instituto María Moliner, en mi barrio, el Barrio
Oliver, que con pocos medios y a veces en condiciones adversas se dejaron parte
de su vida con nosotros.
Decía que recuerdo la lectura de
Rayuela en la edición barata de Planeta Agostini que tengo a mi lado. Año 1985.
Su tapa marrón, sus hojas color hueso, si este es su color, la ausencia de
biografía o introducción. Tiene la letra pequeña, apretada, sin duda es una
mala edición, pero para mí es el libro más importante de mi vida. Los márgenes
torcidos, los distintos colores de las letras, su olor a polvo y humedad. El
tiempo le ha dejado marcas en la piel, tiene la portada descolorida, el lomo
agrietado. A pesar de todo sigo comprando libros de bolsillo, tienen algo que
no encuentro en las ediciones de lujo, en la tapa dura y en los colores. Siento
que esa obra pasó el filtro y que ha merecido volver a editarse para las
economías menos pudientes, para los verdaderos amantes de la lectura ajenos a
la moda o al éxito del momento. Algo así.
Y es que os estaba contando cómo
recuerdo, tanto tiempo después, aquellas tardes de verano tumbado en mi cama,
sudando por el calor y la emoción. La palabra deslumbramiento se queda corta.
Claro que me enamoré de La Maga, que me identifiqué con Horacio, que recorrí
las calles de París, que viajé al otro lado de la mano de Traveler, él que
nunca había viajado a casi ningún sitio, que caí a los pies de Talita, que me
fijé en el jazz, en el boxeo, que certifiqué mi conciencia política, que me
divertí como un loco, que me aprendí algún pasaje de memoria, que me daba rabia
pero que yo era de los que aprietan el tubo de dentífrico desde abajo. Aprendí
que la vida son momentos, casualidades, chispazos que justifican tantas cosas,
que era tan bonito estar enamorado... Que quería tanto a Julio.
He vuelto a releer Rayuela. Las
coincidencias, tan cortazarianas, me han llevado de nuevo a ella. Es el libro
que más veces he leído. Al principio saltando, claro, después como Dios manda,
luego por el puro placer de leer, abrir al azar cualquier página y recordar
pasajes que terminé haciendo mi paisaje. Mi hermana llegó a gritarle un día a
mi madre: Mamá, el nene está leyendo otra vez Rayuela. Le preocupaba mi salud
mental. Se lo agradezco. Estoy bien, estaba bien, lo tenía controlado y podía
dejarlo cuando quisiera. Hoy he vuelto a caer, tanto tiempo después. He
empezado por el Lado de Acá, más olvidado que el Lado de Allá tan redundante en
mis recuerdos. Y me sigue pareciendo un monumento literario. Solo la escena del
capítulo 41, el lío que montan Oliveira, Manú y Talita para alcanzarse un
paquete de clavos y un poco de mate, justificarían un lugar en algún manual de
literatura. Ahora ando en el circo, pronto en el manicomio que casi no
recordaba.
A veces da miedo volver a algo
que te gustó, a algo que te hizo sentir especial, por el temor a la decepción.
No suelo releer los libros, ni volver a ver las películas, a lo mejor porque
hay tantas cosas que ya no conoceré, pero Rayuela era una excepción. Hay gente
que necesita tener a mano una Biblia. Con la música es otra cosa. Puede que la
inmediatez, su brevedad si hablamos de pop, la menor concentración que exige...
no sé. Puedo escuchar una canción cincuenta veces y no llega a cansarme. Y eso
que, como decía Miguel Ríos, el equipo nunca suena igual, qué misterio habrá.
Ya he contado, en otros sitios,
cómo me impactó la primera, y puede que única vez, que vi a Cortázar en
televisión. Puede que fuera con Mercedes Milá, no somos nada, en un programa de
entrevistas. A sus casi setenta años parecía un joven melenudo, su pelo
negrísimo, detrás de unas gafas de alta graduación que agigantaban sus enormes
ojos. Y ese acento medio francés, ese modo de arrastrar las erres. Supongo que
hablarían de libros, de Cuba, de Sandino, de la Revolución... No he sido capaz
de encontrarla. No mucho después, como he comprobado al cabo de los años,
murió. Estuve en su tumba hace tiempo, no me atreví a llevar una flor y solo le
dejé una piedrita, con la camiseta del Ché. Cosas que pasan.
Mirá que he leído, he hablado, he
escrito, he escuchado cosas de y sobre Cortázar y nunca le había visto caminar.
Hasta ayer. Había oído entrevistas, escuchado cómo leía sus textos, un montón
de fotos posando sobre los puentes de París, intentando tocar la trompeta,
acariciando gatos, haciendo el tonto. Aurora Bernárdez, su viuda y albacea,
contó que le gustaba andar por casa con una bata verde que le regaló su abuela
y que con ella parecía una mesa de billar puesta en pie. Me hubiera gustado ver
esa foto. Sí que vi las que se hizo con Carol Dunlop, su compañera final, en la
autopista, con otros cosmonautas. Pero nunca le había visto andar.
Me gusta cómo camina. Es muy
importante ver cómo anda la gente, yo me he enamorado de alguna chica viéndola
caminar llevando un sombrero como si fuera lo más normal del mundo, y también
eso me gusta de él. Son cosas del amor. A grandes zancadas, rebotando un poco
en las aceras que más parecían el suelo lunar, extrañamente flexible y erguido.
Lo imagino saliendo de los taxis, en los que no le cobraban tras el éxito de su
novela, y recibiendo encantado, algo agachado, los besos de las chicas que le
admiraban y reconocían por la calle. Queremos tanto a Julio, enormísimo
cronopio.
La eternidad debe ser eso. Que
alguien te recuerde casi cien años después de nacer, a los cincuenta de haber
escrito una obra maestra, a los treinta de haber muerto demasiado temprano. Al
año que viene más celebraciones, seguiremos dando vueltas al día en ochenta
mundos, leyendo sus cuentos maravillosos, sus papeles inesperados, hasta la
lista de la compra que debía hacer despistadamente de vez en cuando. Me
compraré la edición de lujo de Rayuela que hayan o vayan a editar para sacar un
dinerito. Y si vuelvo a París, volveré a su tumba, esta vez acompañado de mi
Julio pequeño. Claro, era por él y no por el Iglesias al que os decía que
admiraba tanto. Era mentira.
Quién me iba a decir que casi
treinta años después de mi encontronazo con Cortázar, yo iba a tener dos
libritos publicados. Pequeños milagros. Y que fuera a andar metido en la
escritura de una novelita, de la que iba a decir en el prólogo que este libro
es un libro y a su manera son muchos libros -¿Dónde habré leído esto antes?-
Por acumulación puede que algún día lo acabe, sería un bonito homenaje sacarlo
en el 2014, y veréis que sin darme cuenta, Nika y Jess son un poco Horacio y La
Maga, que aquí también hay algo así como un manicomio y tantas otras
coincidencias que espero no me lleven a la cárcel.