domingo, 17 de agosto de 2014

EL SOPLAO

Se levantó temprano después de una fría noche. Es julio pero en el norte sigue haciendo falta una ligera manta para dormir. Está de buen humor, le duelen los huesos pero no más de lo acostumbrado. Tiene unos treinta años y está viajando hacia Santiago de Compostela. Lleva un par de días alojado en la casa de un pueblecito en el valle del río Nansa. A su alrededor es todo tan verde que parece que lloviera clorofila cada anochecer, cuando todos duermen. Se ha vestido con su traje más viejo y se ha calzado los zapatos de clavos, calcetines por encima del pantalón. Ama la naturaleza, la montaña, es un gran aficionado a las excursiones y por eso pertenece al Centro de excursionistas de Cataluña. El aire libre le hace bien, es bueno para el reúma, y no ha dudado en aceptar la invitación de Alonso para acompañarle en una visita por la Sierra de Arnero. Bebe un tazón de leche, come pan con manteca y un trozo de chocolate. Sonríe al recoger la pequeña mochila en la que le han preparado algo de almuerzo y un poco de agua para el camino. Empiezan a andar y se despide de la dueña de la casa, la madre de Alonso, agitando la mano con timidez. Levantan la vista y ven la cima, todavía oscura, a la que deberán llegar lo antes posible subiendo por la senda escondida entre los árboles, la que usan los jabalíes y los caballos, desde la que en un día despejado se ven los Picos de Europa.

En los últimos veinte años el pueblo se ha llenado de gente, de mineros que vinieron a trabajar en las minas La Florida convirtiendo la vieja aldea en un lugar lleno de vida, de niños y gritos, de tabernas y golpes en las mesas, de zinc, plomo, explosiones y caras sucias. Hoy es domingo y hasta la hora de misa todo parecerá un sueño olvidado. Por el bosque solo se oye la respiración de Alonso y Antoni. Apetece buscar las zonas que el sol empieza a clarear en la húmeda mañana santanderina. Los azules ojos de Antoni se llenan de algo parecido a la menta y, junto a su poblada barba de pelo rubio, le dan el aspecto de un dandy nórdico. Es pequeño pero fuerte, mira obstinadamente los pedruscos del camino, intentando seguir los pasos de su guía mientras piensa en formas y espacios. Ha dejado empezado el proyecto de Casa Vicens para viajar hacia poniente y echar un vistazo al encargo que le hizo el Marqués de Comillas, suegro de su amigo el Conde Güell: construir un hermoso palacio de descanso como nadie hubiera conocido por aquellas tierras. Lo pintará de verde, del mismo verde oscuro que empieza a buscar ahora que el sol golpea en su sombrero, un sol de color amarillo como las margaritas que decorarán las fachadas de ladrillo rojo rematadas por un tejado del color de las granadas mallorquinas. En Astorga y León hará castillos de cuento antes de que Disney pudiera soñar con ellos.

Alonso le contó a Antoni, durante la cena, un descubrimiento que había hecho unos días antes. Los mineros estaban empezado el avance subterráneo en la montaña, perforaban su piel queriendo llegar a las tripas, al centro de la Tierra, alcanzar el nivel del mar si era preciso para arrancarle las piedras que comían sus hijos. Uno de ellos, de manos rocosas y voz ardiente, maldecía entre las botellas de vino de la fonda la hora en que su cabeza asomó a una cueva enorme, la hora en la que sintió un soplao que le limpió el polvo de la cara, apagó la llama del casco e hizo que tuvieran que volver a golpear la montaña donde más dolía. El jefe de la cuadrilla se acercó a ver aquella maldita oquedad y decidió que al menos serviría para echar los escombros sin tener que sacarlos a la superficie. Hasta donde la luz de la lámpara alcanzaba aquello daba la impresión de ser la barriga de un dragón malherido. Habría que respetar su descanso de tantos siglos para que no empezara a escupir fuego y flechas. Alonso y Antoni están en la boca de la mina, se sientan en el suelo a secarse el sudor y a comer algo antes de entrar. Antoni está nervioso pues el guía le contó lo que había visto allí adentro, nada que ver con Montserrat ni Mallorca, un prodigio oculto a la vista del hombre quién sabe hace cuánto tiempo. Alonso conoce el camino, enciende las lámparas, comienza a bajar justo cuando el sol escocía en el cuello. Unos minutos de frío, silencio y miedo. Por fin.

Es una cueva de hielo reflejada en un lago apenas profundo que parece lanzarse hacia la nada. Pero ni es hielo ni es un lago, es carbonato de calcio, aragonito filtrado desde la montaña durante millones de años, que gracias a su obediencia a la gravedad formaron estalactitas y estalagmitas, tan blancas como el hielo, tan frías como un diamante helado. El vientre de la ballena sigue tragando marineros en las aguas del cercano Cantábrico. Ahora gotas de agua y nada más, sentarse una vida para ver caer una gota de agua, son cien años golpeando en la cabeza rapada de Antoni, son cien años unos pasos atrás, a la derecha, son cien años que esperarán a que otros cien le caigan encima junto a una lágrima. Solo se oye el silencio, la respiración en los oídos dentro del vientre materno, casi se puede flotar. Es un viaje al fondo del mar sin botellas de oxígeno aún por inventar, Julio Verne andará pensando en ello, George Lucas tendrá que nacer para imaginarse al milenario y verde Maestro Yoda llevándose el dinero de su pequeño país a otro más pequeño lleno de montañas, maldito seas por siempre. Algo no va bien. Caminan resbalando, tocando las piedras húmedas. Algunas se han revelado, no quieren ser ordenadas, hacer lo que se espera de ellas y se han vuelto excéntricas, anárquicas, helictitas. Son finas como agujas, transparentes como la piel de una doncella, como la cara de un ángel un segundo antes de estrellarse contra el suelo, y te traspasan, hacen que una gota de sangre se quede allí atrapada para siempre produciendo un rojo tan distinto al óxido de hierro, tan desconcertante para un espeleólogo del futuro cuando todos hayamos muerto ya, como un pequeño insecto en su ataúd de ámbar. Las formaciones excéntricas son parásitas, trabajan sin descanso como el flujo de una planta carnívora desintegrando una mosca curiosa, son las raíces vegetales envidiosas de la belleza de la geometría y la gravedad. Quieren recubrirlo todo como una colmena de abejas, como un coral submarino incrustado en el caparazón de una tortuga, como las lianas de la selva alrededor de un templo azteca, como si todo aquello fuera el reverso del hogar de un diminuto esquimal a punto de suicidarse. Caminar más allá, con el miedo de no volver, de no encontrar el camino, para descubrir una sala tras un cortinaje cálcico, banderas que ondulan al viento inexistente de un castillo medieval en el que una princesa llora eternamente para producir formaciones minerales por las que resbalan en zigzag sus glóbulos blancos, por las que las gotas ondulan como la lluvia en la ventana de un caserón en otoño. Un minero gritó al encontrarse de frente una estatua de sal bíblica, un gigante blanco que era el guardián de la cueva y del que un niño que aún no ha nacido dirá que se parece a Homer Simpson. Frío. Las bocas expulsan vaho y las vacas rumian pensando en cosas hermosas. Un techo cuajado de estrellas blancas bajo el que cantarán arias imposibles sopranos anoréxicas cien años después mientras el público no se atreve a tocar las paredes ni a llevarse un trozo de recuerdo para la mesa del comedor. Querer chuparlas y averiguar, por fin, si saben a sal precipitada en el desierto de Sonora, a los huesitos de unos niños abandonados a pleno sol. Podría ser el fondo del mar, la superficie de la luna mentirosa, el viento y el tiempo azotando las raíces de un gigantesco baobab africano. Girar en un salón de espejos en un cuento, en Versalles, una reina baila en círculo sin sospechar que un día morirá decapitada por el pico de un minero aburrido, barrenada con dinamita para dar de comer a las águilas reales. Conos subiendo hacia el cielo que refleja un sueño que se parece a una catedral en la que expiar los pecados de la Humanidad entera que va en procesión hasta el borde del abismo. Estudiar formaciones geométricas, elaborar maquetas tridimensionales intuidas en la oscuridad, saquitos de arena colgados de cuerdas que se ahorcan justo en el centro y se elevan en la cara del espejo que nos lleva hasta Dios por una escalera de cerámica triturada en trencadís. La Naturaleza orgánica llena de juncos y cañas, columnas arborescentes dulces como un ballet de medias blancas y gemelos y nalgas duras. El cielo estalla en estrellas blancas y la luz se derrama como leche caliente. Torres porosas en las que se entretiene el soplo divino, en las que las palomas anidan a salvo del grisú, el espíritu se alimenta de gusanitos de queso. Dibujarlo todo con un lápiz antes de que la humedad le haga llorar de dolor y no pueda ver la Torre de Pisa menos inclinada que la real y un descomunal falo que parece a punto de caer al suelo. Sentarse en el centro de un volcán de magma congelada, anaranjada por momentos, con sabor a sangre y hierro. Orejas de elefantes plegadas hacia atrás, diminutas orejas de murciélagos marrones colgados del techo, un bosque a punto de caer sobre nuestras cabezas, del que solo puede escaparse reptando por el suelo, como los heridos en un incendio, ramas que formarán una hoguera digna de Juana de Arco, patatas llenas de grillos americanos, tres pastorcillos blancos viendo a Lourdes, a Fátima, la Santa Compaña que busca almas a las que salvar de los enanitos de Blancanieves, un desfile inquisitorial lleno de capirotes como pináculos, como pirámides, sentarse a dibujar la línea del horizonte y no volver a lograrlo jamás, un carboncillo negro, un papel de yeso blanco, un dolor en el pecho, los árboles de la superficie del mundo despegando en una nave extraterrestre, una barrena gigante a lo que adoran los duendes amarillentos, el fantasma de la ópera y un antifaz, los tentáculos de un calamar gigante atraído por la luz abisal, alguien llora barro en un rincón y el astronauta lo moldea con sus botas, como unos niños desnudos a la orilla del mar de Sorolla, galaxias enanas, diminutas, estrellas blancas y nieve ajena a la gravedad que cae hacia arriba, como en una película danesa puesta del revés, Miquel Barceló y la Unesco, millones de litros de pintura disparada, disparatada, arrojar un calamar contra la pared y ver cómo resbala dejando un rastro de caracol, plantas carnívoras abren sus fauces de colmillos verdes, cirios sin llama ni sentido, los amantes que se esperan hace un millón de años hasta que consiguen rozarse y ser uno hacia el final de los tiempos, un segundo de contacto que haría volver la cabeza avergonzado al espectador, hongos de anchas caderas, medusas condenadas a no flotar, el marfil de un colmillo recién llegado de Asia, columnas dóricas a las que abrazarse, las patas de una araña albina vistas al microscopio, minúsculas gotas de agua de rocío como vidrio soplado, copos de nieve geométricos llenos de luz, un algodón de azúcar de una feria junto al mar, sobre un muelle que esconde capullos de seda a punto de reventar como las venas de un submarinista, diamantes y plantas, flores alpinas, margaritas escarchadas, las manos en formación de un feto agarrado al cordón umbilical, huevos de codorniz bañados en chocolate, huevos que llevan en su interior un pato a medio hacer, peladillas y caviar, el desove de las tortugas a la luz de la luna mellada, fina lana hilada en una rueca refulgente, gritar no puedo más, sácame de aquí.

Antoni Gaudí no dijo una palabra más hasta que terminó delirando durante varios días, en un idioma desconocido, en la cama llena de fiebre y frío. Había dibujado en su cuaderno de campo durante horas. Solo veía torres, columnas, capiteles, luz filtrada, el reino vegetal explotando en su interior. Nunca llegaré a Santiago, pensaba, al tiempo que volvían a casa antes de que anocheciera.             





colad
olad
lad
da
a

a
da
lad
olad
colad