jueves, 27 de agosto de 2009

FOTOGRAFÍAS

Siempre me han dado miedo las fotografías. Ese intento por parar el tiempo se vuelve, la más de las veces, en contra tuyo. No eres consciente de lo que haces cuando tomas una fotografía. Cuando reflejas en un papel la cara de una persona. Queda atrapada para siempre y con los años, sólo será la imagen de un muerto. Las fotografías son implacables, te gritan aunque no lo quieras oír, que un día ya no estarás aquí. La cartulina de colores te habla de un tiempo pasado, recuerdas un momento que no ha de volver. Si te fijas bien, si abres los oídos, puedes escuchar el rumor de las conversaciones de los protagonistas de la imagen. Ponte un poco más a la izquierda, sonríe que parece que estás en un funeral. Ahora ves que es verdad, era el ensayo de una muerte futura. No deberían dejar comprar cámaras así como así. Igual que se exige una licencia de armas, deberían pedir alguna titulación a los fotógrafos en potencia que se lanzan a las calles con su aparato en las manos. Nunca me han gustado las fotografías, ni siquiera las que se hacían con la sana intención de inmortalizar un momento de felicidad. Al final, esos rostros lo único que te van a proporcionar es dolor. Ahora que aún estás a tiempo, piénsatelo bien antes de disparar, la propia palabra ya te indica la trascendencia de lo que haces. Estás disparando a alguien. Ni siquiera las fotos a paisajes y monumentos, aunque no salga nadie en ellas si consigues resistir la tentación de ponerte delante, son inofensivas. La postal siempre te recordará algo o a alguien que al final está condenado a desaparecer. Todo está ya contado, dejémoslo tal y como es.

Te veo mirarme desde lejos, atrás el tiempo y el espacio. Sé que entonces no me mirabas a mí, ni podías imaginar el color de mis ojos y mucho menos mi nombre y todo lo que te iba a querer. Estás apoyado en un coche caducado, una reliquia de museo ya en el tiempo de la instantánea. El pelo negro, abundante, fuerte, termina en un flequillo muy cercano a las negras cejas. Pulcramente afeitado hasta lo que deberían haber sido unas patillas. Los ojos entrecerrados por la luz del sol, esa luz que entra por tu izquierda y que deja en sombras la otra parte de tu cara. Me miras de frente. La boca abierta deja ver los dientes de arriba y todavía hace resaltar más tu afilado mentón. Jersey de manga larga y cuello alto, blanco, que contrasta con los apretados pantalones de cuadros marrones y negros. Reposas en el coche y enseñas orgulloso un zapato bicolor a juego con los pantalones. Lazo negro apretado y un pulcro calcetín asomando entre medio. Manos largas, huesudas y llenas de venas. Ya llevabas un anillo. No han pasado más allá de veinte años y me cuesta reconocerte en esta otra fotografía que hoy cayó en mis manos. El pelo ha encanecido, el flequillo se ha retirado y ya no está sobre las cejas. Es irregular y descuidado. Abres bien los ojos, el sol no te molesta en el estudio. Tu mirada es triste. Ya no tiene todo el tiempo del mundo por delante. Has visto cosas que nunca querrías haber visto. Ladeas la cabeza y compones la estampa de la melancolía. Estás más delgado y pálido. La boca cerrada, el mismo mentón prominente, más propio de los monarcas de otro tiempo que de un tipo del s. XXI. Los labios se desdibujan poco acostumbrados a sonreír. Lo único que me conecta con la otra fotografía es la vestimenta. Tan atemporal y anclada en otro lugar que pone un puente entre los dos tiempos. Una americana color vino con rayas blancas. Atrevida. Cortean las mangas al llegar a las muñecas que caen relajadas a lo largo del cuerpo. Ya no hay tensión. Te han vencido. Nada por lo que luchar. Vaquero sobre zapatillas blancas y negras. Siempre fuiste un tipo elegante. Ahora sé que me estás mirando a mí, a todos nosotros, eres consciente de lo que haces y de lo que supone una fotografía. Sigues sin conocer el caramelo en mi mirada pero me estás lanzando un mensaje. El tiempo huye y duele.

Nunca me gustaron las fotografías. Al final las encontrarás en el fondo de una caja, en un álbum desvencijado, Dios no quiera que con una fecha y mucho menos con una dedicatoria. Es la combinación letal para que emerjan los recuerdos y ya nada podrá ponerles freno. Es inevitable que sonrías justo un poco antes de derrumbarte. Nada es para siempre salvo el dolor. Ya llevas la mitad del camino recorrido y lo que queda es una cuesta abajo, un ir apagándose hasta desparecer. Yo que sé de qué te hablo, espero prestes atención. Me gustaría poder decírtelo a la cara, mirándote a los ojos para que recordaras de qué color es la memoria. Pero me parece que es tarde, nunca llegamos a tiempo. Y si no lo haces por mí, hazlo por ellos, por los que te quieren y un día te echarán de menos. Ahórrales las lágrimas. Desvanécete como un sueño en medio de las sábanas y del silencio amarillo.

miércoles, 26 de agosto de 2009

MANOS DE TOPO

Una vez que había conseguido sacarme a los Vetusta de la cabeza...va y se me llena con los amigos de Manos de Topo. Han visto la casa vacía y han decidido okuparla.
No puedo explicar el impacto que me ha producido este grupo a medio camino entre los inolvidables El Niño Gusano y Golpes bajos. Y no, no estoy loco, he leído a críticos sesudos que han tenido la misma percepción que yo, aunque no te lo creas. Voy más allá: Ponle unas gotitas de Robert Smith (The Cure) y adóbalo con Muchacahda Nui, y ya lo tienes. Hay tanto talento ahí afuera.
La voz llora al cantar historias tristísimas, la instrumentación de juguete subraya el patetismo de la vida, los padres tapan los ojos de sus hijos. "Ortopedias bonitas" y "El primero era mejor" deben ser imprescidibles en la colección de casetes de cualquier melómano.
Mención aparte sus vídeos. El que aquí os dejo, El Cartero, es uno de los más alucinantes que he visto en los últimos años. Puede que vea pocos. Multipremiado en no sé qué festivales, bien pudiera firmarlo el mismísimo Oliver Stone.
Disfrutad con ellos, yo sigo haciendo apostolado y ya me he comprado la camiseta.


domingo, 23 de agosto de 2009

VETUSTA MORLA

El disco de estos chicos me tiene enganchadísimo, es un 10, sin duda. La canción que me rebota constantemente en los últimos días es Rey Sol. He buscado distintas tomas y me quedo con este acústico delicado pero en el que se puede apreciar la fuerza del tema. En eléctrico es demoledor.
Que se preparen mis vecinos, ampli de 120watios y altavoces de 70. Creo que lo oirás desde tu casa.
Gracias a Rubentxo, lo conseguiste.





Rey sol, pon tu voz,
cayó la red que nos cubrió.
Rey sol, me entrego a ti,
quebré el timón, no sé seguir.
Rey sol, perdí mi tren
por ser quien soy y ver el mundo del revés.
Caí por crecer, callé por hablar,
confundo el agua con la sal.
Aprendimos a mirar
con la duda entre los dedos y a tientas.
Descubrimos que al final
las palabras que no existen nos pueden salvar.
Probé a saltar sin red ni hogar,
no sé volver, no sé hacia dónde ni con quién.
Siembro minas en mi cuerpo y pólvora en la sien.
Rey sol, dime cómo arder.
Aprendimos a mirar
con la duda entre los dedos y a tientas.
Descubrimos que al final
las palabras que no existen nos pueden salvar ...
sin hablar.
Rey de corona rota
préstame un hilo de luz ... voy a explotar.
Sólo quiero ir más allá,
sólo quiero que esta herida se prenda,
ser el humo que al final
escapó de lo que existe por ver qué hay detrás,
más allá.

martes, 18 de agosto de 2009

MONTAÑEROS





A Óscar Pérez
In memoriam.

Para Carlos Manjón, que me pidió una dedicatoria cibernética.


Un buen rato antes de que mi radio-despertador reviviera a las 5:30 AM , mis ojos se habían abierto y mi cabeza repasaba los elementos imprescindibles que no podía olvidar en casa para afrontar aquella aventura: Mi primera excursión a la montaña.

Me había acostado hacía unas horas que me parecieron cortísimas. Quería estar lo más descansado posible , dormirme como si fuera la noche de reyes y levantarme lleno de energía para desenvolver los regalos a toda prisa. Hacía calor y la oscuridad era casi completa. Desayuné muy poco, como siempre que estoy nervioso, un batido de chocolate insípido y medio pastelito del mismo material que me obligué a comer, sólo falta que me maree en el viaje. No me afeité para tener más aspecto de montañero y una mayor protección frente al sol que se anunciaba implacable. Cogí la mochila que me había dejado Josemari y salí de la habitación intentando calmar mi corazón. Dos camisetas transpirables, una para la subida y otra para la bajada, regaladas por un cumpleaños olvidado la tarde anterior. Una prenda de abrigo, polar parece que lo llaman las gentes que saben de esto. Unos calcetines recios de repuesto. Unos calzoncillos y un pantalón en los que guardarse si la cosa no salía según lo previsto. Y un chubasquero sin capucha prestado, hay que ser muy cabrón para dejar un chubasquero sin capucha para uno que se va a la montaña. Todo esto reposaba desde la tarde anterior en la mochila y ahora tenía que añadirle el resto, lo más rápido posible, para llegar sin apuros a la cita con el primer e indefinido vehículo. No me parece buena idea aparcar con una furgoneta delante de la Casa Cuartel de la Guardia Civil. De momento no era un problema.

Ahora tocaba el tema alimento-bebida. ¿Qué se come en la montaña?. Algo que te alimente y no te pese, tú mismo, todo gramo de más se paga a 2400 metros, eran las palabras de mi amigo resonando en la cabeza desde la noche anterior en la que me empané cuatro pechugas del Primero ante la desaprobación de mi mujer, no me gusta la carne de ese sitio y menos envasada. No tuve ganas de buscar una carnicería de verdad y comprar pollo con denominación de origen. Bastante sacrificio era salir a la calle a las siete de la tarde a la caza de mi sustento. Me puse unos calzoncillos sin costura que no había estrenado y unas alpargatas de esparto. Un elegante polo y un pantaloncito a juego completaban mi atuendo de supermercado. Imprescindible llevar una botella mediana de plástico de bebida con sales minerales para dar y tomar, y una bolsita con las gominolas más azucaradas que permitiera el Ministerio de Sanidad y Consumo. Deseché la idea de ir a la farmacia a por glucosa, no quería enfrentarme a las preguntas de mi policial farmacéutico. La expedición fue todo un éxito si no contamos con las rozaduras en las ingles y en el dedo gordo del pie derecho. Ya era mala suerte sufrir esos males justo unas horas antes de la aventura. Descarté experimentos con los calzoncillos en un momento tan delicado, sería un suplicio en las cumbres, y opté por los blancos con rendija de toda la vida. El dedo lo recubriría con una tirita y andando. La vida me estaba tratando duro pero yo sabría sobreponerme.

Las pechugas en papel de plata, compraríamos pan en La Nave, dos manzanas pequeñas y un tomatico para untar y que no se haga bolo. Tras rellenar la cantimplora más grande de las dos que me prestó Josemari, es triste no tener de nada pero aquí se portó bien el chaval , introduje el sustento en la mochila y al levantarla ya noté que pesaba demasiado. Me asusté y cambié el agua fría de cantimplora, a la más pequeña, haciéndome la ilusión de que pesaba menos. Gorro de los Simpson muy apropiado, mío, y gafas de sol también adecuadas y mías. Crema solar que no falte. Cerré el petate y me lo eché a la espalda maldiciendo el momento en el que había tocado las cintas para hacer más amplios los tirantes. Sentí que me desnucaba con todo aquel peso cervicales abajo. Casi se me olvida, la cajita con la química: Antiinflamatorios, analgésicos, antihistamínicos, antiácidos y algún anti que no recuerdo. Llevaba unos días dopándome con ellas y esperaba que no me fallaran, siempre confié en la Medicina. Se me hacía tarde y no quería llegar con retraso al lugar en el que me esperaba Santiago y un amigo suyo, ya los imaginaba cacheados por los agentes y con explicaciones colgadas de los piolets. Así que me calcé mis inapropiadas botas de baloncesto, descartadas afortunadamente por lo que luego se verá, las zapatillas sudadas de loneta y me abracé a mi compañera no sin antes dejar una nota de despedida en la cocina y coger llaves, móvil y cartera.

Nada más salir a la calle noté que mis hombros no se aclimataban a la coqueta mochila del coronel caqui, debería ajustarla antes de la ascensión. Se estaba mejor que en casa, atosigado por el calor y la responsabilidad. Puede que sean imaginaciones pero creo que las putas, los vagabundos insomnes y los borrachos de regreso, me miraban con admiración. Si me llegan a ver con las gafas y la gorra... A lo lejos vi una furgoneta ocupada por dos personas, qué puntuales, y apreté la marcha para no hacerles esperar. Cuando el semáforo se puso en verde aceleraron dejándome con cara de preocupación y mirada de reojo al de la metralleta. La estampa se deshizo cuando la enorme furgoneta que nos llevaría hasta el aparcamiento de un centro comercial en Huesca, me lanzó una ráfaga. Estaba unos metros más atrás de la zona de conflicto con la autoridad y ello me hizo alabar su prudencia. El sobrino de Santiago, el cuarto pasajero, no nos acompañará. Demasiados partidos de tenis el viernes por la tarde. Es quince de Agosto, Día de la Virgen, y comienza el viaje.

La autovía de Huesca está más negra que mis pensamientos y la furgoneta blanca con las ventanillas bajadas, a ver si me da un ataque de alergia, cabalga hacia el punto de encuentro con Josemari que baja del pueblo. Hablamos de la montaña, de mi inexperiencia, de sus ascensiones, de que es un paseo, del pobre Óscar que anda colgado en el Latok a 6300 metros, con una pierna rota y un brazo también. Estoy siguiendo la aventura de su rescate con una cercanía que nunca hubiera podido imaginar, los montañeros siempre me han parecido gente rara, de esa que arriesga su vida y de paso la de los demás. Ahora empiezo a verlo de otro modo, a mirar con gafas polarizadas y crema en los labios. Los Ibones Azules son mi particular cordillera paquistaní. Santiago lo ve difícil pero no imposible, son tíos muy buenos, picos de oro y con los huevos pelaos. Si la suerte acompaña todo acabará pronto. Han salido a buscarle lo mejor de lo mejor, la generación dorada del alpinismo español ya va de camino. Espero que tenga razón.

Cuando llegamos todavía Josemari no estaba, se oye música a lo lejos, son incansables estos peñistas, pero bajamos a estirar las piernas. Muy pronto el dulce rugir de los caballos de un inmaculado vehículo aparca junto a nosotros. Sacamos las mochilas, Santiago no quiere chaqueta pero sí los bastones, y las colocamos en el maletero. Veo que los dos van con pantalón largo y con botas como Dios manda. Empezamos bien. Rumbo a Panticosa según el horario previsto, creo que La Ronda de Boltaña ya atronaba los altavoces del coche, hay que ambientarse. Óscar vuelve al centro de la conversación a tres bandas en pocos minutos. Hasta el de Al filo de lo imposible ha ido a echar una mano y gente que estaba ganado el sueldo del año llevando a ricachones a hacerse una foto en las cumbres no ha dudado en acudir a la llamada. Me quedo pensando un buen rato. Me parece que los raros somos los demás.

Compramos pan en La Nave, un clásico del Prepirineo, una barra poco cocida para mí y una hogaza de pan de pueblo para Josemari. ¿No habíamos quedado en que no había que llevar peso?. Qué sabrás tú de pan, anda, coge un trozo de torta de manzana. De nuevo en el coche, amaneció y no se ve ni una nube a pesar de que anuncian tormentas para la tarde, lo que me faltaba por oír. En un momento hemos dejado atrás el pueblo y nos dirigimos al Balneario, a 1600 metros de altitud, punto de partida de la caminata. Espero que no haya guarda y nos dejen llegar hasta el refugio, la última vez no pudimos pasar, media hora más en cemento. Se piensan que esto es suyo, quién va a venir aquí a dejarse el dinero, la montaña es de los montañeros, brama Josemari mientras sonríe ante el hormigón abandonado. Tenemos suerte, el capital no se ha levantado todavía. Aparcamos al fondo y la cosa va en serio. Me pongo camiseta roja para subir y sudar antes de que queme el sol. La blanca, que dicen repele el calor, para la bajada. Hay que pensar en todo. Me enfundo doble calcetín, me embadurno de crema de sol y ajusto los tirantes de la mochila. A duras penas cierro la correa de la cintura y la del pecho. Bien agarradica, que se amolde a tu cuerpo. Tengo ganas de mear pero me aguanto por no hacerlo en una pared de cinco estrellas. Son las ocho y media, siento frío pero no me abrigo más porque imagino que enseguida no me hará falta. Se respira paz en los alrededores a pesar de que un buen número de personas sigue la senda que lleva hacia el cielo. Parecen montañeros curtidos y me pregunto qué hago yo allí. Algunos llevan equipos que asustan. No te preocupes, ésos van a Los Infiernos. Pues lo mismo que yo, no te digo.

Todavía no alcanzo a imaginar el terreno que nos aguarda, he pensado en ello pero no he visualizado la respuesta. Supongo que habrá una senda entre campos de hierba, lagos enormes que bordeamos y nos refrescan a la sombra de los árboles, un lugar extenso pero con una pendiente no muy pronunciada. No vamos a subir más que ochocientos metros, imagínate. Llegamos al pie de una pared, buscamos alguna indicación y allí está, GR 11, señalado por dos trazos de impermeable pintura, uno rojo y otro blanco. Lo que no veo es el paso al otro lado. Empezamos a ascender por un camino serpenteante con vegetación profusa y piso complicado, al menos para mí, ciudadano de Paseos y Avenidas. Las raíces, los troncos, las ramas... me miran con desconfianza y un punto de agresividad , no siento que estén de mi lado, me raspan en la cara, me arañan si busco una mano que me ayude. Estoy en medio de mis compañeros, soy el jamón de york de un mixto aún por pasar a la plancha. Al menos respiro bien y no me duelen las rodillas. Siempre hay una pechugada al principio, más vale así que tienes la fuerzas intactas, comenta Josemari. Miro hacia arriba, pocas veces porque voy con cuidado mirando al suelo, y no adivino el final. Van a ser tres horas muy largas hasta el destino, los malditos Ibones Azules, me han dicho que son muy bonitos. Tras un breve tramo de descenso, ya pienso que luego habrá que subirlo y que habrá que bajar lo que dejamos atrás, llegamos a un llano al borde de un río en el que paramos a comer una pieza de fruta, puedes tirar las pelazas para que coman los sarrios y las nutrias, no vi ninguno en todo el día, que de algo se tienen que alimentar los bichos. Me acuerdo de que no he meado todavía y lo hago alegremente pensando en el peso que me quito de encima. A partir de aquí, se me emborronan los recuerdos.

Subimos, subimos, subimos... sendas que son pedregales, generosos pedregales que son trampas semimortales para mis pobres Nike de baloncesto. Si me llego a traer las zapatillas de loneta, a estas horas ya estaría muerto o descalabrado esperando el helicóptero del 112. Piedras grandes, pequeñas y medianas, salpimentadas a ratos por breves corrientes de agua que las hacen más divertidas. Oigo el rumor del agua, una cascada aquí, una cascada con su poza allá, el sonido de los pájaros, las cigarras y lo que creo son serpientes de cascabel. El paisaje no lo recuerdo, no pude verlo preocupado en esquivar las caídas y los excursionistas que van y en algún caso vuelven. Prefiero no mirar hacia arriba, a veces, a la vuelta de una esquina o como se llame en la montaña, veo una cresta que me parece un ochomil y que mis compañeros ríen cuando califico de collado. Mira, hasta ahí arriba tenemos que subir, y pienso que es una broma. ¿Cómo vamos a llegar hasta allí? ¿Por qué camino?. Y no era una broma. De bajada, al echar la vista atrás , me impresionará el desnivel que hemos salvado. Dónde estarán los jodidos ibones... Será detrás de esta cresta, seguro que allí se abre una pradera llena de gente almorzando sobre mantelitos de cuadros. ¿Qué tal vas? Un poco más, sólo nos queda un poco más, me miente ahora uno y después el otro. Nos juntamos con una pareja de escaladores que van filmando la ascensión, se paran, les pasamos, nos vuelven a coger... Es un ir y venir de caras que empiezan a ser familiares como en un primer día de clase. Mientras tanto sigo buscando el camino de baldosas amarillas, una piedra, otra, otra... Hay que economizar esfuerzos y buscar el centímetro justo en el que poner el pie. Hace tiempo que voy cerrando el grupo, mis expertos compañeros suben como si estuvieran en las escaleras de la oficina pero me van aguardando para que no me descalabre o ,en el mejor de los casos, me pierda. Sudo pero me aguanto la sed pensando en el Gatorade y lo bueno que me sabrá allí arriba. 500 gramos menos, toma ya. Eso sí, empiezo a dar buena cuenta de las gominolas de fresa para que no se me acalambren los cuadriceps, si me siento no me podrán levantar, me tendrán que pegar un tiro. Me resbala crema de sol por los brazos, se junta con el sudor y el agua y a punto están de arruinar el reloj que me molesta en la muñeca y más aún en el bolsillo del pantalón. Y noto una rozadura en el empeine del pie derecho. Me curaré cuando la cordada haga cumbre. Me acuerdo de Óscar, no tengo tanta imaginación para pensar en cómo está, en su dolor, en el miedo, en la soledad, en la sonrisa de su amigo cuando le dice que pronto volverá, en su hambre, en su sed, en el frío, en el viento, en la oscuridad, en la luz que se apaga, en las hélices que no escucha, en la desesperanza. Me he puesto el gorro pese a que no siento la molestia del sol. Óscar ya no tendrá de nada.

Sigo mi particular ballet, danza de hipopótamos en tutú y con zancos de payaso, busco la casilla correcta, ficha perdida en el tablero que espera que el blanco no se abra bajo sus pies. Masajeo mis piernas e intento respirar por la nariz. A ratos hay más gente que en la plaza de Tellerda cuando son las fiestas. Me aparto, se apartan, nos saludamos pero no veo a nadie. Si pasara mi madre por aquí ni la reconocería. Un gordito ya va de bajada, nos dice que queda poco y que se va al bar a por una cerveza. Casi me voy con él. Un señor de setenta y nueve años que se mueve como Fred Astaire nos desea buenos días y no sé si me alegro de verle. Sin noticias de los Ibones ni de la madre que los parió. Equivocamos la ruta y tenemos que vadear un río. Qué bien, más diversión. A las 12 h. llegamos al primer Ibón. La gente come sus bocadillos y yo me tumbo en el suelo. Unas cuantas fotos para inmortalizar el momento y el sol que empieza a apretar. Me cambio la camiseta y me invento una sombra. No tengo ni hambre. En qué piensas. No pensaba en nada. Está comprobado científicamente que es imposible no pensar en nada. Pensaba que no pensaba en nada. Me acuerdo de Óscar, casi no le pongo cara, y me siento pequeño. Pequeño y gordo. Pequeño, gordo y torpe. Lo menos perderás cuatro kilos. Me gustaría ayudarle pero por no saber, no me acuerdo ni de rezar. Media pechuga entre el pan, se me olvida el tomate para ablandarlo, y bebida naranja con sales y no sé que más a tope. No me parece que una tortilla de jamón sea lo más adecuado, dijiste que ojito con la sed. Me remojo en el Ibón, una nube negra nos hace de toldo y después de dudarlo me quito las botas para ponerme un esparadrapo en la rozadura. Temía no poder calzarme después. Habrá que ponerse en marcha. No me gusta esa nube. Qué poco dura lo bueno. Me engañan y subimos al segundo ibón dejando las mochilas abajo, no sé si fiarme de esta panda de. Pues no era para tanto. Un poco antes de la una empezamos a bajar y la gente sigue subiendo. Me extraña ver a algunos niños. Cuando llegue a casa tengo que acordarme de prohibirle a mi hijo que se acerque a ningún monte. Que los vea en la tele, por lo menos hasta los treinta.

La bajada es mejor, ya verás, sin peso, con la corriente a favor... A mitad del camino las fuerzas me abandonan y el tramo final se me hace interminable, como esta narración. Mojo una y otra vez mi gorro en cualquier charco que me encuentro y sigo comiendo gominolas a ver si me ayudan con los calambres. Ahora parezco un concursante del un, dos, tres, eligiendo la piedra en la que apoyarme. Un trozo de una canción de Vetusta Morla me da vueltas por la cabeza, un cedé entre dos camisetas de montaña. Hay tanto idiota ahí afuera... Esa noche soñaré con piedras que pasan delante de mis ojos, sigo caminando como si huyera de las brasas, como si hubiera estado mucho rato jugando con la máquina de los marcianitos y éstos siguieran ahí, disparando a pesar de haber cerrado los ojos. Me resbalo, me voy quedando atrás, lástima no tener fotos del momento. Veo paisajes por primera vez y me parece que el final está fuera del mapa. Desde aquí ya se ven los coches, intentan animarme cuando todavía falta una hora. Y ya no recuerdo nada más hasta un refugio en el que me descalcé y me agarré a una jarra de cerveza, como si en ello me fuera la vida, a eso de las cuatro de la tarde. Fin de trayecto.

Cansado pero contento me disponía a meterme en la cama veinticuatro horas después de lo que antecede. Agujetas en las piernas pero una sensación de placer. Era un reto y lo superé, mal que bien. Se me quedó un beso en los labios cuando en la televisión dijeron que dejaban definitivamente el rescate de Óscar.

viernes, 14 de agosto de 2009

SOMBRAS EN LA PARED

Haciendo gala de mi proverbial imprevisión presenté este texto a un "concurso" radiofónico justo media hora antes de que salieran al aire... Tarde,claro. El tema era A la sombra. Y como tenía esto por ahí. En fin. Au revoir.

Están sentados en el muro, los pies colgados a un par de metros del suelo, inmóviles, al igual que ellos dos. Están cerca, muy cerca, extremadamente cerca, hombro con hombro, tan cerca que es imposible estarlo más. Permanecen en silencio, pudiera ser que no tienen nada que decirse o que no lo necesitan, han alcanzado tal intimidad que les basta con la presencia del otro y con compartir ese momento. Fuman lentamente y el fuego del cigarrillo les ilumina de pasada los rostros ocultos al posible espectador; ahora uno, después el otro. Tienen la mirada perdida, fija en el horizonte de ladrillo que se levanta delante de ellos y en el que se reflejan sus alargadas sombras. Piensan en cuando eran niños, no hace muchos años, y recuerdan a sus padres espantando el miedo a la oscuridad mientras jugaban a dibujar manchas de luz en la pared. Ahora un perro, luego un camello. Hazme un león rugiendo... Hasta que la magia desapareció y aquello dejó de parecerse a una jirafa. Ahora las sombras oscilan ligeramente y observan cómo se entrelazan, cómo se enredan y retuercen la una sobre la otra, cómo cimbrean en una danza sorda. Parecería que quisieran deshacerse de sus dueños que estáticos contemplan la escena. La sombra que parece más audaz atrae hacía sí a la otra y le besa en el cuello. Le besa en el cuello y le gira la cabeza buscando unos labios que ofrece con naturalidad. Se confunden en un precipitado fundido en negro y después se separan, exhaustas y temblorosas. Una de las sombras se levanta e intenta marcharse. Vuelve a sentarse hasta que su propietario da por concluido el paréntesis y, ahora sí, junto a su amiga se va alargando, aclarando y por fin diluyendo en la nada. Volverán al día siguiente pero sus sombras ya no les acompañarán.

domingo, 9 de agosto de 2009

UN TEXTO VERDE





Los amigos del Diario del AltoAragón me han cogido en fuera de juego, otra vez. No esperaba salir de nuevo, tan pronto, en un día tan señalado para la ciudad de Huesca. La fiesta estalló y espero que mi periódico haya servido para calentar el culo de alguna guapa peñista en la plaza de toros. No puedo pensar mejor final.


Pues eso, albahaca para todos y un poquito de amor.


jueves, 6 de agosto de 2009

INSTRUCCIONES PARA ESCRIBIR UN CUENTO

Coja una página en blanco, bien sola o acompañada de otras en lo que hemos venido en denominar cuaderno, con espiral, anilla o sin ninguna de las dos, con goma arábiga. Si no dispone de una hoja en blanco, puede servirle una rayada o incluso cuadriculada. El tamaño de la misma deberá ser folio, si cree que tiene un buen número de cosas que contar o cuartilla si es usted un tipo modesto, neófito o que escribe chiquito. Conseguido lo anterior, es fundamental hacerse con un bolígrafo, una pluma o un lápiz para trasladar de su cabecita al papel, todo lo que anhela gritar al mundo. Poco importa el color de la tinta caso de optar por un funcional bolígrafo. Lo dejamos a su elección, déjese llevar por sus gustos y escriba en naranja si así se lo pide la inspiración. En este caso, no es descartable la opción de utilizar como herramienta una pintura, sea de madera, sea pulcra cera escolar. La gama cromática en este caso, es mucho más amplia. Eso sí, desliza mucho peor sobre el papel, máxime si tuvo la desgracia de no conseguir ninguno otro más allá del satinado con el que gustan elaborar calendarios. Si no utilizan una herramienta de escritura automática, tampoco está de más que preparen cerca un sacapuntas y una goma, por si acaso. Otra alternativa, nada desdeñable sobre todo para los que opten por escribir un cuentito de género negro, es la adorable máquina de escribir. Objeto éste de indudables connotaciones cinematográficas a la par que literarias. Si nadie le prestó una antigualla como la comentada o el comerciante de la esquina le miró con cara extrañada y circunspecta cuando intentó comprar una Olivetti, decídase, sin ningún género de dudas por el teclado de un ordenador, computador o similar. Se ahorrará sobresaltos y explicaciones entre el vecindario.

Tras todo lo anterior es el momento de elegir el lugar en el que perpetrará la escritura de su relatillo, sin ánimo de ofender. Importante, en primer lugar, escoger una ubicación en la que poder escribir y si es posible antes de garabatear, pensar con tranquilidad. Para ello, lo mejor es buscar un sitio solitario, en el que usted pueda encontrarse consigo mismo, en el que pueda escuchar la vocecilla interior de su conciencia artística. No obstante, si es usted de los que temen la soledad, o todavía peor, no les gusta esta propuesta, ante la nada desdeñable perspectiva de que se le vayan las horas sin escuchar ninguna cosa que provenga de su interior, escoja un lugar en el que pueda disfrutar de la compañía humana y/o animal pero con moderación. Le proponemos que se acerque a algún parque o jardín próximo a su domicilio, a un discreto café con ínfulas literarias o, en último término, a una de las muchas bibliotecas municipales con la que nuestros nunca bien ponderados gobernantes jalonan las ciudades y pueblos de nuestro país, patria, estado o cómo prefieran llamarlo, no es tema que nos deba ocupar ahora. Eso sí, huyan de lugares tendentes al vocerío y algarabía, tales como bares, discotecas o recintos deportivos. Se ha constatado científicamente que nada de provecho, en lo que a literatura concierne, salió nunca de tales sitios.

Respecto al momento del día propicio (resuelta la cuestión espacial, hora es de abordar la otra variable a considerar, el tiempo) para comenzar nuestra tarea, mucho se ha escrito sobre el tema. Los hay que prefieren escribir por la noche, los que lo hacen a primera hora de la mañana, los que utilizan el horario laboral para ello... Nada hay definitivo, amigos, esto deberán experimentarlo por sí mismos. Si me permiten, un único consejo, adapten su momento artístico a la vida que solían llevar antes de interesarse por la escritura. No cambien sus hábitos de conducta ante la perspectiva de poder iniciar una carrera literaria, antes de comprobar que tienen unas mínimas aptitudes para ello. Si usted es de buen dormir, no madrugue para escribir. Si es de natural noctívago y ditirámbico, siga con lo suyo y escriba después de la siesta. Si tiene un trabajo que requiere atención, léase controlador aéreo, taxidermista o sexador de pollos, emborrone papeles en sus momentos de asueto que a buen seguro no han de ser pocos. Al hilo de la candente cuestión temporal, y como colorario a la misma, no podemos dejar de abordar la cuestión climática. Sobre la temperatura y la estación del año más propicias para que fluyan las ideas, para pasmo de sus congéneres, no hay nada escrito, valga la paradoja. Si optó por escribir al aire libre, que sea en primavera-verano, es harto complicado escribir con guantes o frotándose los dedicos para que no se le congelen. Si prefiere hacerlo en un lugar público cerrado, según prefiera el aire acondicionado o la calefacción. Si es usted, gente con posibles y tiene muy claro cuál es la temperatura que prefiere, vaya saltando de hemisferio en hemisferio, en función de la traslación de la Tierra.

De todos modos y si pese a los consejos que acabamos de recopilar, no terminar de ver con claridad el camino, busque alguna otra ocupación más placentera que la de escribir. No pierda el tiempo ni el dinero, no se arrepentirá. Que las cárceles están llenas de escritores y los olmos llenos de poetas suicidados tras un desengaño a la luz de la luna.