domingo, 6 de mayo de 2012

EL ROCE DE LAS ESTRELLAS


Nada más verla supe que era ella. Llevábamos un rato en el bar, haciendo lo de siempre, bebiendo, hablando y oyendo música. Retumbaba en el techo bajo de La Recogida una canción de Clovis. Éstos se habían puesto un poco pesados contando sus hazañas sexuales y daban aburridos consejos acerca de sus drogas favoritas y cómo mezclarlas. Entonces una chica entró y a su alrededor revolotearon algo así como unas pompas de jabón color amarillo, marrón, de un dorado intenso. Estaba perdida y algo ridícula con sus zapatos de tacón y unos increíbles calentadores rosas que bien podían ser la última moda en la Quinta Avenida pero que aquí, en Zaragoza, quedaban fuera de lugar. Me gustó su bolsa deportiva, de la que sobresalían algo así como unas mallas blancas, y pensé que iba a juego con mis Reebook naranja. Cruzamos las miradas. Tenía los ojos llorosos y estaba pálida como el mármol veneciano. Me preguntó por los baños y le indiqué con un dedo que estaban al fondo, a la derecha, como siempre. Me dio las gracias y precipitadamente se fue abriendo paso entre la gente mientras Clovis daban por acabado su tema. Un segundo de vacío y un nuevo hit del indie patrio atronó la oscuridad del bar.

Me pedí otro daiquiri y cogí una de las margaritas que decoraban el tirador de la cerveza y me la coloqué sobre la oreja. La chica tardó un buen rato en volver y cuando al fin la distinguí entre los saltos de los chavales pensé que era un vampiro de Crepúsculo o algo así. La cogí del brazo cuando pasaba a mi lado y le pregunté si se encontraba mal. Olía dulce, a fresa, y temblaba un poco o eso me pareció. Era muy delgada y andaba como flotando sobre el suelo pegajoso del bar, parecía que fuera de puntillas, y daba la sensación de ir a desmayarse en cualquier momento. Le pedí un botellín de agua que bebió de un trago. Me contó algo de un novio, de una pelea, de un escapar hacia cualquier sitio, de entrar por casualidad en aquel lugar segura de que él nunca la buscaría allí. Había vomitado de los nervios y decía que todo era una mierda. Me dijo su nombre, la verdad es que no lo recuerdo, pero yo cuando pienso en ella siempre la llamo Coppelia. Me gusta el nombre, Coppelia, no sé si será por las dos pes o porque la imagino poniendo en los labios un gesto de niña mimosa, enfadada, malcriada, cada vez que pronunciaba el título de aquel ballet que me contó que nunca podría protagonizar. Coppelia. Como un pez que lanzara burbujas al besar el cristal del acuario, como una esfera de jabón que explota al contacto de un dedo, como un amante exhausto que lanza su último jadeo.

Durante un buen rato se estuvo desahogando conmigo, me hablaba muy cerca del oído, de mis pendientes de colores a lo largo de toda mi oreja izquierda, gritaba mucho para que pudiera entenderla bajo el muro de guitarras al que no estaba acostumbrada. La invité a un martini, no sé porqué pensé que bebería martini, y mientras se lo tomaba y chasqueaba la lengua al contacto de su dulzor helado, yo la iba notando cada vez más relajada, como una bella mariposa desprevenida en una tarde de verano. Mis colegas se fueron a otro garito, bromeando sobre mi nueva amiga y lanzándome interrogaciones con sus gestos y miradas. Coppelia estaba ajena a todo y seguía hablándome de aquel chico, de la bruja de su compañera de danza y de su insoportable casera. Tenía unos ojos bonitos, pómulos marcados y unas muñecas delgadísimas en las que se enrollaban varias cintas de la Virgen del Pilar. Era más alta que yo y por eso se agachaba un poco para hablarme dejando al descubierto un tímido escote en su blusa blanca. Pedí unos tequilas a Juan, el camarero de toda la vida, y le robé otra margarita que fue a parar a la trenza de Coppelia. Eres la alegoría de la primavera, le dije, una chica tan guapa no debería estar nunca triste. Sonrió y estoy segura de que enrojeció hasta las pestañas.

Entonces fui yo quien la cogió del hombro para hablarle muy cerquita, mirándole a los ojos como tantas veces había hecho con tantos chicos, convencida de que mi mirada afilada y mi sonrisa blanda harían el resto. Le dije que no dejara que nadie la dañara, que se olvidara de todo por un rato, que disfrutara de aquel encuentro casual y se dejara llevar por la música, como yo, como todos aquellos desconocidos que compartían un pedazo de sus vidas entre alcohol y algo parecido a la amistad. Recuerdo que se estremeció cuando le susurré al oído, tan cerca que podía notar su corazón acelerado, tan pegada a ella que notaba su pecho pujante bajo la tela de su camisa. Siempre había pensado que las bailarinas eran planitas, todo fibra y hueso, pero aquella carne tan próxima me desmentía mis ideas preconcebidas. Le sudaba la mano cuando se la apreté dulcemente con la mía, cuando me eché sobre ella para rozar el lóbulo de su oreja con mi lengua desatada y jadear su nombre mientras le prometía hacerle olvidar sus problemas. No tardó mi mano en desparecer bajo su falda, en acariciar un culo redondo, pequeño y duro, tal y como lo había imaginado hacía un instante. Sr. Chinarro cantaba Una llamada a la acción y aquella me pareció la señal esperada. Creo que le dije algo en francés que pretendía sonar sexy y la acerqué hacia mí con decisión apretándola contra mi pecho acelerado. La besé cerrando los ojos y buscando su lengua entre los dientes.

Casi puedo oír sus tacones alejándose del bar, sus calentadores rosas, sus flexibles piernas acostumbradas a otro tipo de barras, el roce de sus medias al contacto con la falda que ocultaba lo que yo ya conocía. Una margarita quedó flotando en el aire, en suspensión, junto con las pompas de jabón –amarillo, dorado, marrón- al tiempo que Los Planetas cantaban lo que pudo haber sido. Allí me quedé, soportando la sonrisa del camarero, agarrada a la copa número, sintiéndome como el delantero centro que remata de cabeza al larguero desde el área pequeña. Supongo que Coppelia, Ofelia, Noelia salió corriendo en busca de aquel novio del que había escapado huyendo hacía un momento, las tripas revueltas por el tequila, la sal y el limón, por el vacío que sintió bajo unos pies no tan acostumbrados a flotar. Salí a la calle y agradecí la fina lluvia sobre mi pelo lacio. Saqué un cigarro, pedí fuego, sonreí como sabía que pocas chicas eran capaces de hacer, miré el reloj. Hora de buscar un taxi y volver a casa. Otra noche quemada. Creo que soñé con tutús y moños altos, con bailarinas que danzaban al son de cajitas de nácar y música. En la luna llena difuminada la cara de un inventor pálido veló mis sueños, la muñequita había escapado, un soldado de plomo quemó su corazón. Frankenstein agarró una margarita al vuelo y se la ofreció a una niña justo antes de ser quemado en el molino. Un sabor a fresa me despertó por la mañana y como una pompa absurda explotó para siempre entre mis labios.