martes, 23 de septiembre de 2008

Y ARTURO COGIÓ SU CALCULADORA


Arturo abrió el cajón de su mesa de trabajo y se encontró la calculadora encendida. Pensó que algún objeto de los que guardaba junto al ingenio japonés, accidentalmente había presionado la tecla del ON y había puesto a funcionar la maquinaria contable. Lo que no terminaba de comprender era la naturaleza de los extraños signos que se reflejaban en la pantalla líquida. Rayas horizontales, verticales, puntos, asteriscos, números mutilados, configuraban un paisaje difícil de interpretar, bien lejos de las habituales cifras árabes resultantes de una simple operación aritmética o de algún complejo cálculo científico que otras manos más experimentadas que las suyas, hubieran podido arrancar del sonriente aparato negro.


Tocó la tecla OFF para devolver las cosas a su lugar y hacer que de la negrura brotara, de nuevo, el ordenado cero. No consiguió su objetivo en el primer intento y tuvo que utilizar el índice derecho en varias ocasiones. Al fin, las cosas volvieron a su cauce. Las pilas debían estar agotándose, no recordaba haberlas cambiado en los años que llevaba trabajando con aquel aparato. Así que pidió al compañero que le guardaba las espaldas en la inmensidad de la oficina bancaria, que le consiguiera unas de repuesto para poder seguir calculando intereses y mortificando a los sufridos clientes de préstamos e hipotecas.


La burocracia es compleja y los resortes de la logística de una entidad financiera, todavía más. Aquellas pilas, al final sólo le enviaron una después de cotejar que aquel modelo en desuso nada más necesitaba una, tardaron varios días, los que dura el viaje desde la Central hasta la sucursal de barrio en la que pasaba las horas. Entonces pudo devolver la calculadora que compartía con sus ofuscados compañeros y con una alegría que no supo interpretar, se dispuso a colocar el botón plateado en el lugar del viejo cobrizo que había fallecido en acto de servicio.


Pasaban los días y Arturo recuperó su buen humor entre capitalizaciones e intereses compuestos, siempre a mano su fiel calculadora que había recuperado su ancestral precisión. Hasta que un jueves cualquiera, sin avisar, como llegan todas las desgracias, la maquinita comenzó a parpadear. La luz roja oscilaba en el lado izquierdo y de nuevo los números estallaron en revolución. Heridos de guerra pasaban a saludar y ninguno se quedaba en la pantalla que bien pudiera ser la del cine de la esquina. Aquello volvía a ser ininteligible y Arturo se preocupó seriamente. No podía ser un problema de las pilas, de la pila botón en perfecto estado de revista, por lo que temió un problema grave en la salud de su inerte amiga.


Sus compañeros se rieron de él cuando éste les confesó sus cavilaciones en la pausa del café. Le recomendaron que se comprara otra, tecnología punta, el mundo de la calculadora había avanzado siglos en aquellos últimos años. Le dijeron que utilizara la del ordenador, que se descargara algún programa contable que automatizara los estadillos de cuentas.Que se olvidara de aquel asunto y dejara de dar la paliza. Mientras desmontaba por quinta vez en lo que iba de mañana, el armazón y las tripitas llenas de rayas telegráficas, su jefe le llamó al despacho. Habían recibido una queja de un importante cliente, escandalizado al comprobar que se le estaban cobrando unos intereses desorbitados, desproporcionados para el capital prestado. Tras muchas disculpas y reintegros, Arturo volvió a su puesto de trabajo advertido de que no iban a tolerar más errores de ese calibre, inadecuados para una entidad como la que le pagaba regularmente cada fin de mes.


Se sentó triste y avergonzado, mirando de reojo a la culpable de su desgracia, que terminó de malos modos en el fondo del cajón, sin la pila, extraviada entre el montón de papeles. Estaba decidido a acabar con aquella relación y a hacer caso a sus compañeros, sin duda más juiciosos que él. Pero al cabo de unos días los remordimientos le pudieron. Abrió con mimo, con la delicadeza de un novio en la noche de bodas, el cajón en el que había recluído a su amada. Allí la observó, esperando, expectante mientras le recibía con un hermoso 3.1416 en la brillante cara. Arturo la tomó entre sus manos, decidido a reanudar la relación, hasta que con un vuelco de su corazón, descubrió que estaba funcionando sin pila alguna. Aturdido intentó apagarla sin conseguirlo, viendo como los números volvían a desfilar sin control, sin sentido, paralelas y perpendiculares formando extraños dibujos ajenos a la lógica matemática. El miedo no le dejó ver que entre los papeles de la basura, se podía leer HOLA en la vieja pantalla de su querida calculadora.

domingo, 14 de septiembre de 2008

S (HOMENAJE A M)

Lo que viene a continuación es un relato inspirado en una canción de Ferreiro,el de ahí abajo, desciende tus bellos ojos y verás de quién te hablo. La canción se titula M y es tan hermosa, que duele. Si mis garabatos no te molan, perdón, pero lo que sería imperdonable es que no corrieras a buscar la canción entre las redes y a pescarla, de hoy para siempre.


Felipe pasaba gran parte de su tiempo libre viendo vídeos de música en el youtube. La paginita en cuestión había sido un gran descubrimiento, un modo de colmar sus necesidades sonoras y de alimentar su personal partitura. Se divertía rebuscando las imágenes que la gente colgaba y que previamente habían grabado en los conciertos de sus artistas favoritos. Era un modo de estar al día, un modo de recordar los viejos temas que le habían emocionado en el transcurso de sus muchos años de vida.

Una tarde, recién llegado del trabajo, la casa sola para él, encendió el ordenador como de costumbre y se cambió de ropa, como siempre. Llevaba todo el día pensando y tarareando una canción, una de ésas que periódica y recurrentemente le venían a la imaginación. Le apetecía escuchar M, del gran Iván Ferreiro. Casi conocía de memoria las distintas tomas que de la misma existían en la red, en el bienaventurado "tutubo". Tomas buenas, tomas malas, capturas inaudibles, fragmentos invisibles, incompletos, inacabados... Debía haber bastante gente que compartía su admiración por el gallego porque eran muy numerosas las canciones de éste que podían rastrearse en la web. Así que fue dándole a la flechita hasta que llegó a un fotograma que no reconocía. Añadido hacía un día. Pinchó en él.

Se trataba de una actuación en la Sala Apolo, en Madrid, de la primavera pasada. Lo primero que le gustó fue la calidad de la imagen, su nitidez y estaticidad; la cámara situada a pocos metros del escenario, ligeramente escorada hacia la izquierda. Desde allí se distinguía perfectamente al bueno de Iván y a su hermano Amaro, a la izquierda, a la guitarra. Tras unos pocos segundos, acallados los aplausos de la anterior canción, empieza M. La gente la reconoce en los primeros acordes y, como siempre, comienzan a cantarla. Le gustó que el karaoke no fuera multitudinario, que la voz del solista no quedara sepultada bajo los bienintencionados coros de los asistentes, con poca fortuna en la mayoría de los casos. Iván se arranca con la letra pero instantáneamente, Felipe solo puede escuchar la voz femenina, que en primer plano sonoro y perfectamente afinada, da el contrapunto al autor. La chica que ha grabado la actuación, Susan82 reza su nick, arriba y a la derecha, conoce palabra por palabra, letra por letra, silencio por silencio, la canción que sale por el altavoz de Felipe. Nada del otro mundo, por otra parte, cualquier fan que se precie tiene la obligación de hacerlo. Pero esta voz tiene algo especial. Gira el mando del volumen hacia la ventana y la voz femenina resplandece, brilla en perfecta armonía con la de Iván. Ni en uno de esos "duets" tan a la moda, sonarían mejor. Felipe concentra su atención. La canción siempre logra emocionarle, no comprende muy bien qué es lo que cuenta, quizás sea eso, son sentimientos en estado puro, suspendidos en el perchero de una tienda confortable, esperando a que entres y te los pongas encima, a que los hagas tuyos. Como hace Susan.

Fluye la melodía, fluye la letra abrazada a las dos voces, a las tres cuando Felipe no puede dejar de tararearla como tantas otras veces. Se acerca la parte final y Susan sigue ahí. Notas en su voz un ligero temblor que pudiéramos achacar a la falta de respiración, a las lágrimas que pugnan por deslizarse en sus cuerdas vocales, a quién sabe qué. A Felipe le sudan las manos, le parece que no va a poder soportarlo, le duele, le quema, le ahoga... "No te preocupes, que esto pasará. Mañana estarás bien. Y me cogía la cabeza y la metía en su jersey". Justo es ahí donde más le gusta, Felipe se derrumba cuando Susan reprime un sollozo y susurra:"¡ Dios, qué bo-nii-tooo!".No recuerda nada más. Un momento de conexión, casi magia, dos almas unidas a cientos, ¿miles? de kilómetros, en dos tiempos, en dos mundos separados que se funden en una nota. Le da de nuevo al play. Y otra vez, y otra... Esa chica le ha tocado, sin saberlo ha traspasado la barrera y le ha hecho recordar, añorar una vida que ya no tiene, que quizás nunca tuvo. Si pudiera decirle lo que ha representado para él. Entonces se da cuenta. Qué estúpido ha sido. Es tan sencillo como hacer click en su usuario y ver qué otras cosas ha colgado. Entró en su nombre, Susan82, despacito, con miedo, sin querer asustarla. Por suerte se le abrió la ventana. Seis vídeos más habían sido subidos por aquel usuario. Dos canciones de Ferreiro, del mismo concierto, dos vídeos de Joy Division, uno de unos tal Galigows y un temita de jazz, Chet Baker, que resultó haber hecho ella misma con imágenes en blanco y negro del desparecido trompetista. No está mal para empezar, pensó Felipe. La conexión parece estable.

En las canciones de Ferreiro, paladeó la voz de Susan. Pidiendo fuego en voz bajita, diciendo ponte aquí, cantando alguna que otra estrofa de los temas. No las cantaba de inicio a fin como en M, ni siquiera la imagen era tan excelente como allí. No parecía hecho por la misma mano, pudiera ser que fuera otra mano. Felipe sintió entonces algo muy parecido a los celos, quién osaba tocar lo que ella tocaba, estar cerca de donde ella lo estaba. Apartó estas ideas que ennegrecían su ánimo. En los vídeos de Joy Division, ni rastro de Susan. Dos actuaciones promocionales en TV, Disorder y She Lost Control, buenos temas pero que le sabían a poco sin la voz querida, sin la voz deseada, sin la voz amada. El otro tema le dejó impasible y así lo borró de su mente. Lo de Baker sí que le gustó, no le defraudó, otro ser atormentado, otra relación entre ellos dos, Felipe y Susan, Susana si es que así se llamaba. La imaginó joven, hermosa, dulce, desamparada, suya. La colección de fotogramas era excelente, el tema elegido uno de sus favoritos "I waited for you", lo que le pareció una revelación, una promesa.

Los días pasaban y ella no volvía por la web. Las aportaciones eran muy recientes y no desesperaba, tarde o temprano volvería y con algo de suerte podría escuchar su voz, otra vez. No fue así. Imaginó lo peor. La sintió en un hospital, presa de un extraño virus, la recreó agobiada por los exámenes o por el trabajo, la lloró muerta en un accidente, a manos de un amante despechado. Felipe comprendía que no era normal, que todo esto no le estaba haciendo bien, que no habría un final feliz. Susan viviría en Madrid, podría ir allí, buscarla entre la gente de los conciertos, seguro la reconocería, le bastaba un segundo para reconocer su voz. Era una locura. Y si no era de allí, si sólo fue a ver el concierto. Pudiera ser de Vigo. Pudiera no ser. Intentó rastrear su huella informática por toda la red, buscaba un asidero, un modo de comunicarse. Contactó con el administrador del "tutubo" pero éste desoyó sus súplicas, no debieron ser convincentes sus razones, que si la protección de datos, que si la intimidad... El amor no comprende de estas cosas. Cortésmente le indicó que cesara en su actitud, que no le causaría más que problemas.

Felipe colgó algún vídeo como si fuera la botella de un naufrago en una isla desierta después de una tempestad oceánica. Se animó pensando que quizás ella aparecería, que respondería, que escribiría mensajes como los que él, torpemente, un día sí y otro también, publicaba a modo de valoración en sus aportaciones. La gente empezaba a burlarse de él. Le insultaban, le decían obscenidades, se hacían pasar por Susan para después humillarle. Muchos de sus mensajes fueron borrados por los administradores, incluso su nick, su cuenta y su a acceso al sitio, prohibidos. No desfalleció. Abrió nuevas personalidades, dobles, replicantes en busca de Susan que empezaron a ser descubiertos y eliminados cada vez más pronto. Hasta llegaron a cortarle el acceso desde su ordenador. Tuvo que peregrinar por otros equipos, utilizó los del trabajo, los cibercafés, los de los pocos amigos que le quedaban y que lo miraban con algo de pena cuando Felipe se atrevía a contarles lo que le pasaba.

El día que lo fueron a buscar, el día que se lo llevaron, por fin la pudo contemplar. Era Susan, Susana, tal y como la había imaginado desde hace tanto tiempo. Y estaba allí, magnífica, hermosa, parada delante de él. Felipe bajó los ojos, reprimió las ganas de llorar y sabiendo lo que iba a pasar, se quedó sentado en su sillón. Ella le cogió la cabeza, todo el amor del mundo en un segundo, y la metió en su jersey.

jueves, 4 de septiembre de 2008

TRILOGIA DEL EXTRAÑAMIENTO. 1 (YO)

Sucedió una mañana, de repente, sin avisar. Aunque bien pensado, quién podría ser capaz de advertirnos de que algo así nos podría pasar. Nos preparan para muchas cosas, nos enseñan los números, las letras, los ríos y montañas... pero hay otras para las que no hay entrenamiento posible.

Salvador estaba sentado en su mesa marrón de gris oficinista, cansado de revisar expedientes y de contarle las mismas mentiras a todos los clientes. Se levantó a buscar un archivador que tenía a su espalda y al mirar por la ventana se vio a él mismo cruzando la plaza que se extendía delante de su trabajo. Y no había duda de que era el propio Salvador, incluso iba vestido del mismo modo: Camisa amarilla, pantalón crema y zapatos a juego. Atravesó la sala en la que se encontraba con paso rápido, oscilando cada vez más los brazos, mientras sus compañeros le miraban extrañados sin saber a qué se debía aquel desfile que terminó convertido en carrera cuando bajaba saltando los dos tramos de escalera que le separaban de la planta calle, sin tiempo siquiera de responder al saludo que su jefe le lanzó, un segundo antes de que empujara violentamente la puerta que le separaba del mundo exterior.

Una vez allí, incomodado por la obscena luz del sol, cruzó atropelladamente el paso de cebra, temiendo perderse de vista, sin saber qué dirección había tomado y el consiguiente peligro de no volver a verse nunca más. Por suerte, su mirada localizó la espalda amarilla un segundo antes de que doblara la esquina para adentrarse en la calle que él bien conocía, por la que la mayoría de los días regresaba a su casa dando un tímido paseo. Apretó el paso, la sangre golpeando su cabeza, intentando alcanzar aquel punto lo antes posible para saber por dónde se estaba moviendo el otro Salvador. En su camino golpeó a una señora en el hombro, haciendo oídos sordos a la recriminación que dejó al otro lado de la acera. El otro Salvador caminaba a buen paso, deteniéndose apenas en los cruces, girando a la derecha al acabar la sombreada calle.

Cuando lo tuvo al alcance, se detuvo al darse cuenta de lo absurdo de la situación, de que no sabía qué iba a hacer o decir cuando hubiera cazado a su presa. Decidió tomarse un respiro, observar con cuidado al que llevaba un rato persiguiendo, asegurarse de que todo no se trataba de un error, un divertido error. El otro Salvador se detuvo ante el escaparate de una tienda de ropa de mujer, mirando con interés la mercancía allí expuesta. Salvador se colocó a una distancia prudencial, tal y como enseñaban las películas de espías y se demoró en la contemplación del otro. Las piernas le temblaban al mismo tiempo que iba confirmando de que no cabía ninguna duda. Aquel tipo era él, Salvador Martín Moragas. Lo único que no pudo ver del otro fueron sus ojos, ocultos tras las mismas gafas de sol que él había olvidado en su oficina al iniciar su frenética carrera. Un segundo de calma resbaló por su estómago cuando estuvo a punto de decir en alto que aquél no era él, ya que Salvador nunca se pararía de ese modo delante de un escaparate. La tormenta se acercaba de nuevo.

El otro emprendió la marcha después de un tiempo que Salvador no habría podido precisar aunque se estuviera jugando el bote final de un concurso de preguntas de la tele. Los dos estuvieron andando por las calles un buen rato, demorada la marcha, como si ninguno tuviera prisa o estuviera haciendo tiempo para acudir a una cita importante. El primero sacaba excesivamente el pie derecho a cada paso, igual que la madre de Salvador le había dicho desde pequeño, intentando corregir el defecto sin éxito. El segundo se pasó la mano por la cabeza, alisando el escaso pelo, movimiento reflejo al ejecutado por el perseguido cuando entró en una panadería que solía frecuentar el perseguidor. No se atrevió a entrar detrás de él, una vez que éste hubo salido del establecimiento llevando una bolsa por la que asomaba la punta de una barra, por no querer afrontar la reacción del panadero cuando le preguntara si había olvidado algo.

Algunas personas habían mirado extrañadas a Salvador cuando se cruzaban con él, después de haberse cruzado con él, hacía un momento. Entonces tomó conciencia de que la situación no podía sostenerse por mucho tiempo, había que tomar una decisión: Abordar a su gemelo o intentar olvidar lo sucedido. El otro Salvador salió a la avenida principal, con una determinación al andar que no conocía hasta ahora su sombra. Pronto se dio cuenta de que estaban regresando a la plaza en la que se habían conocido. La fatiga y el gentío hacían cada vez más complicada la persecución, llegando incluso a perderle de vista por unos momentos. No le importó dejarle unos cuantos metros de ventaja pues estaba convencido de que conocía el camino que iba a seguir.

"Salva, tío, mira que cundes", le dijo su compañero Manuel cuando se le cruzó en el camino a la oficina. "¿No me acabas de decir que ibas ahora mismo a terminar lo de Salcedo? ¿De dónde sales, macho?". En ese momento, Salvador Martín Moragas decidió que hacía una tarde preciosa para pasear por el parque.

TRILOGIA DEL EXTRAÑAMIENTO. 2 (GOYA)

Se miró al espejo y vio que era Goya. Francisco de Goya y Lucientes.

Aunque parezca mentira, no se extrañó. Después de un instante de duda, de sorpresa, asumió claramente que la imagen que le devolvía el espejo era la de Goya. Hizo el movimiento reflejo de mirar hacia atrás y, comprobado que no había nadie más en el baño de su casa, confirmó que quién le miraba desde allí era el mismísimo Goya.

Lo primero que le llevó a aceptar lo que estaba pasando era que aquellas patillas eran absolutamente goyescas, descendiendo desordenadamente a lo largo de las generosas mejillas, abundantes las canas, perdiéndose en el abotargamiento de la papada. Los párpados hinchados, las ojeras negruzcas, un algo desolado en la mirada, en aquella mirada que había contemplado la belleza de la maja, desnúdate Cayetana, se van a enterar estos mojigatos, los desastres de la guerra, la pompa y el oropel de la familia real.

No pudo precisar la edad de aquel Goya que le miraba insistentemente, que quizás tomaba notas para un próximo cuadro, tan aficionado a los autorretratos. Desde luego no era aquel Paquito que se pintó siendo un jovenzuelo regordete y mofletudo, coloradico y con algo parecido al miedo en los ojos de los que posan en contra de su voluntad, estate quieto que enseguida acabo, frente ancha y chata nariz sobre abultados belfos. Y tampoco el Don Francisco que nos legó en aquel cuadro en el que parece que se está cayendo, cercanos los setenta, suavizados los rasgos de la cara de alguien al que notamos enfermo, no me gusta nada esa tos, el pelo huyendo en claridad, las patillas a medio dibujar, con ganas de acabar.

Es un Francisco de Goya de aquellos que pintó con sombrero, paleta y pinceles en mano, emergiendo desde la oscuridad en un rincón, consciente de lo histórico de su trabajo, amante de las mujeres y los buenos vinos, el carácter cada vez más agrio, la socarronería olvidada en su negro mundo interior. Un Francisco de Goya entre santos y reyes, siempre a la moda, alborotado pelo negro, a punto de dirigir una orquesta sinfónica, con lentes para distinguir entre los ocres y el cobalto.

Cerró los ojos, tantos recuerdos que querían pasear, encontrar un lugar para descansar. Oye el sonido de los pájaros por la ventana, ni un solo coche que interrumpa la escena y le traiga a este hoy contemporáneo, que acabe con la ilusión, si es que es una ilusión. Escucha las descargas de los franceses, el griterío del pueblo en armas, los olés en las plazas, los reniegos de los borrachos y las putas. Y el olor, ese inolvidable olor que parece colarse por debajo de la puerta. Al abrir los ojos, Goya también lo hace.

Sale al salón, escucha a lo lejos la voz de su mujer que le dice que se marcha a no sé dónde. Últimamente escucha cada día peor, le cuesta seguir las conversaciones y por eso pone cara de que sí, claro, estoy contigo... y sonríe estúpidamente. No sabe qué pensará su mujer cuando se encuentre a Goya en su salón, cuando vuelva a casa, si es que vuelve. Y es que el humor lo está perdiendo, cada vez más metido en su propio mundo de lechuzas y fantasmas, de ahorcados y mutilados.

Las cosas son así, no pueden cambiarse.

Una mano que tiembla, rebusca entre la caja de ceras de su hijo pequeño.

TRILOGIA DEL EXTRAÑAMIENTO. 3 (EL ESPEJO)

Uno nunca sabe muy bien cuál es su imagen. Cada uno se percibe desde dentro y se ve de frente. En pocas ocasiones, en algún caso ninguna, los demás tienen esa visión de nosotros. Por eso la comunicación es complicada desde el momento en qué no sabemos el color del disfraz que nos han dado en esta función. Esa nariz no es la mía, pensaste el día que por primera vez te miraste de perfil en un espejo. Un día, siendo pequeño, descubres asustado, unos huesos en la espalda, un lunar. Que por fortuna el bulto de tu bañador se ve muy distinto desde abajo. Lo asombroso aumenta si nos vemos en movimiento, cuánta gente no ha tenido este privilegio, si es que es un privilegio. No sabía que torcía la boca cuando hablo, ni que enseño la fila de dientes de abajo, ni, en el peor de los casos, que se me ve hasta la campanilla. Lo de la voz sería tema aparte, muy estudiado por otro lado. La extrañeza aumenta si nos vemos caminando, o saltando, o corriendo... simplemente gesticulando delante de un interlocutor. Nos encontramos torpes, o gordos, o feos... la admisión es el primer paso para la superación. Tantos años metidos en este cuerpo, cada uno en el suyo, lo de meterse en cuerpo ajeno es coyuntural y motivo de otro análisis, para terminar siendo unos completos desconocidos. No me extraña que proliferen como las pecas en un pelirrojo, las sectas, filosofías y grupúsculos varios que te invitan a viajar hacia adentro, no descarten verlo anunciado algún día en la agencia de viajes del barrio. Afortunadamente hay cosas que se pueden corregir, la ciencia hace milagros, para otras quedan las pastillas y la aceptación. Hagan la prueba. Cojan un espejito, colóquenlo cuatro dedos por encima de la frente, ligeramente escorado para contemplar su cogote en el espejo. Pocas imágenes tan desoladoras y enajenantes. Yo lo hice y no pienso repetirlo.

martes, 2 de septiembre de 2008

LA TRISTEZA VIAJA EN METRO

Bajaron desganados las escaleras, primero la natural, después la mecánica. Arrastraban una maletita cansada, un ancla que les sujetaba a la ciudad portuaria de la que querían huir. Dos billetes sencillos, los últimos, no había razón para más, sin fuerzas para saltar por encima del torno. Abajo esperaba la estación húmeda, los bancos sucios, los letreros que mienten a la espera. Línea 3. Se sentaron el uno junto al otro, en silencio, los ojos ocultos tras las gafas de sol, inútiles en el reino de la penumbra. Reprimidas las ganas de llorar, se hacen fuertes para no derrumbarse. Nadie habla. Enfrente un chino, oriental al menos, la mirada perdida en un punto exacto, justo detrás de la oreja izquierda de J. Una acción tan cotidiana, ahora cobra un nuevo sentido. Ya nada volverá a ser igual. Todos los pasajeros parecen arrastrar una pena, una culpa, un castigo. Una mujer negra, seguro que africana, envuelta en una túnica multicolor, tampoco dice nada, parece que ni lo piensa. El vagón va haciendo las paradas de rigor, una lucecita roja indica el nombre del lugar a la vez que la lengua del autómata, lo chilla escandalosamente, sin motivo. Nadie baja, pocos tiene el valor de subir al velatorio ambulante. Falta poco para llegar. El viaje no salió como pensaban. Fueron contentos y vuelven. Es difícil guardar el dolor para uno mismo, un sitio inapropiado para hacer otra cosa distinta. Han pasado unos días pero parecen años.La mala noticia no ha sido comunicada, no han podido compartirla con nadie, pedir que les echen una mano con el equipaje. A veces es bueno hablar, a veces hace bien llorar. Las lagrimas tragadas hacen daño a los estómagos delicados. Mejor empapar un pañuelo, limpiarse discretamente y tirarlo en una papelera desfondada. Ya han llegado. M se levanta primero. Repiten los movimientos, las miradas curiosas encerradas en la pecera, buscando una salida y aire transparente. Ascensión. Como dos buzos a los que se les agota el tiempo y el oxígeno, una aleta embarrancada para siempre entre los corales desangrados. Si pudieran, se tomarían de la mano, se mirarían a través de la escafandra y guiñarían un ojo torpemente. Ya se ve el casco del barco, la claridad anunciada. El monstruo de las profundidades también ha venido con ellos. El viaje de vuelta acaba de empezar y olvidaron dejar un hilo tenso, unas miguitas en el bosque. Nunca la velocidad será tan alta como para esquivar al dolor. Es hora de contar lo que pasó.

lunes, 1 de septiembre de 2008

LOS BINGUEROS (1979)

Secuencia inicial de una de las obras cumbre de la cinematografía española contemporánea. Por favor, disfrute de la misma y únase a la posterior tertulia cinéfila. Gracias.








"Los bingueros" (Mariano Ozores. 1979) protagonizada por el dúo cómico Pajares y Esteso, es una de las películas de más éxito y calidad de la Transición española. Hoy analizaremos la secuencia inicial donde se plantean buena parte de las claves que se irán desarrollando a lo largo de todo el metraje.

El comienzo es arrollador, desde los mismos títulos de crédito.La escena se abre con planos sucesivos de letreros de bingos, que nos sitúan en el contexto del drama, y se cierra del mismo modo. Un círculo, el mito de Sísifo, el eterno retorno planteado de modo tan sutil sin concesiones a la galería. Veinticinco siglos de Filosofía nos contemplan. Asombroso.Vemos a los héroes de la película descendiendo las escaleras, como si de una bajada a los infiernos se tratara, las bolas numéricas como palomitas de maíz y una voz que salpica gritando, Bingo!!!, cual reconvertido eureka. Todo impregnado por una música homérica, que merece capítulo aparte.

Mientras en Inglaterra los Sex Pistols inventan el punk, mientras los años 80 se asoman a la esquina, mientras en el pop español se cuece la Movida, nuestra banda sonora no puede ser más definitoria: Punteados de guitarra eléctrica, acompañados por un coro de viento estrábico y un silbido tan español y a la vez con tantas rememoranzas del gran cine clásico americano. Todo ello para hilvanar una melodía llena de matices y colorido.

Y todavía no ha empezado el filme propiamente dicho. El imaginario telón se levanta y vemos en primer plano una batidora que al alejarse la cámara nos enseña el brazo y demás anatomía de una madre española, Norma Duval (Qué bien le ha sentado la madurez a esta señora) morenísima a más no poder, color natural como bien dejaría de manifiesto en su inolvidable sesión de fotos para Interviú. ¡Viva el pelo! La madre prepara el desayuno de sus hijos, niño moreno al igual que el padre que luego veremos y niña rubia que vaya usted a saber a quién ha salido. (Se apunta un tema de conflicto en la pareja a poco que aparezca un butanero rubio en escena). Dos niños de anuncio con las voces dobladas, como la madre, que desayunan en su pequeña pero bien equipada cocina española, anticipo de tantas y tantas series que luego serán.

La familia también está en transición, desde el megalitismo del Desarrollismo español hasta la familia monofilial de los noventa. Si se fijan bien, hay momento en que la niña se desdibuja, guiño premonitiro del director hacia la España futura. Estudian el Imperio Carolingio y buscan la ayuda paterna que no llega, otra avasalladora metáfora de la situación política del momento.

Por fin aparece el paterfamilias, camiseta blanca y toalla al hombro, en conflicto por un lugar en el baño con la omnipresente y también doblada, suegra. Dosis de crítica social al aludir al número de baños, a las letras, a la lavadora, los recibos... Son los coletazos de la crisis del 73. Pero el protagonista no pierde el humor y va aliviando su triste situación con diversos comentarios jocosos que ya han provocado la hilaridad en la sala. Momento culminante es la alusión a los Franco. La Democracia ha llegado.

En la siguiente secuencia seguimos con el realismo social. Esteso en la cola del paro evidencia la situación económica en la que se desenvuelve la acción.El director sigue optando por el plano médio como técnica narrativa, sin atreverse a utilizar el plano americano, por lo menos no abiertamente. De nuevo el humor como arma salvadora, referencias a la Picaresca española y a la idiosincracia más honda del elemento patrio.Primera introducción de los comentarios sexuales jocosos. El destape ha venido y aquí habría de quedarse. El protagonista deshace la fila y sale en busca de nuevas aventuras. Don Miguel de Cervantes sonreiría.