martes, 2 de septiembre de 2008

LA TRISTEZA VIAJA EN METRO

Bajaron desganados las escaleras, primero la natural, después la mecánica. Arrastraban una maletita cansada, un ancla que les sujetaba a la ciudad portuaria de la que querían huir. Dos billetes sencillos, los últimos, no había razón para más, sin fuerzas para saltar por encima del torno. Abajo esperaba la estación húmeda, los bancos sucios, los letreros que mienten a la espera. Línea 3. Se sentaron el uno junto al otro, en silencio, los ojos ocultos tras las gafas de sol, inútiles en el reino de la penumbra. Reprimidas las ganas de llorar, se hacen fuertes para no derrumbarse. Nadie habla. Enfrente un chino, oriental al menos, la mirada perdida en un punto exacto, justo detrás de la oreja izquierda de J. Una acción tan cotidiana, ahora cobra un nuevo sentido. Ya nada volverá a ser igual. Todos los pasajeros parecen arrastrar una pena, una culpa, un castigo. Una mujer negra, seguro que africana, envuelta en una túnica multicolor, tampoco dice nada, parece que ni lo piensa. El vagón va haciendo las paradas de rigor, una lucecita roja indica el nombre del lugar a la vez que la lengua del autómata, lo chilla escandalosamente, sin motivo. Nadie baja, pocos tiene el valor de subir al velatorio ambulante. Falta poco para llegar. El viaje no salió como pensaban. Fueron contentos y vuelven. Es difícil guardar el dolor para uno mismo, un sitio inapropiado para hacer otra cosa distinta. Han pasado unos días pero parecen años.La mala noticia no ha sido comunicada, no han podido compartirla con nadie, pedir que les echen una mano con el equipaje. A veces es bueno hablar, a veces hace bien llorar. Las lagrimas tragadas hacen daño a los estómagos delicados. Mejor empapar un pañuelo, limpiarse discretamente y tirarlo en una papelera desfondada. Ya han llegado. M se levanta primero. Repiten los movimientos, las miradas curiosas encerradas en la pecera, buscando una salida y aire transparente. Ascensión. Como dos buzos a los que se les agota el tiempo y el oxígeno, una aleta embarrancada para siempre entre los corales desangrados. Si pudieran, se tomarían de la mano, se mirarían a través de la escafandra y guiñarían un ojo torpemente. Ya se ve el casco del barco, la claridad anunciada. El monstruo de las profundidades también ha venido con ellos. El viaje de vuelta acaba de empezar y olvidaron dejar un hilo tenso, unas miguitas en el bosque. Nunca la velocidad será tan alta como para esquivar al dolor. Es hora de contar lo que pasó.

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