viernes, 17 de julio de 2009

REVOLUCIÓN




La noche cae en la vieja ciudad colonial y ésta se queda triste, sin ganas de ver un nuevo día, ni la música quiere salir a dar una vuelta, a contemplar el panorama desde el cielo cada vez más negro, como el ánimo de sus habitantes. Antiguamente dicen que era tan blanca que vista de lejos se podía confundir con la espuma del interminable océano que la rodea. Ahora es gris, sucia y se cae por entregas, la basura amontonada en las aceras, un olor atosigante que se mete en la nariz de los viajeros y no les abandona hasta unos días después de la vuelta al confortable hogar. Las gentes que la habitan resisten con una dignidad obstinada, media sonrisa en la boca cada vez que alguien se para a escuchar las interminables historias que cuentan, esperando el día en el que su mala suerte hará las maletas para siempre. Hace cincuenta años que triunfó la Revolución y perdieron casi todos los demás.

Los padres de Vladimir fueron los primeros en salir a las calles de la ciudad a celebrar la derrota del dictador, un militar de tantos que un buen día creyó tener la solución para todos los problemas, al menos los suyos. Las avenidas, las plazas, las playas se llenaron de ciudadanos decididos a festejar la noticia con la mirada vidriosa y unas ganas enormes de vivir. Se había acabado la esclavitud y el hambre de tantos años, el futuro aguardaba a la vuelta de la esquina y una primavera cargada de promesas estallaba entre las baldosas. La Revolución se instaló en los palacios, quería abrir puertas y ventanas para que el aire limpiara la vergüenza pero pronto las cerró para que no entrara nadie más, ni siquiera aquéllos en cuyo nombre habían cogido las armas. En qué momento se nos borró la sonrisa, se preguntarán años después los padres de Vladimir, el hijo que llegó con una hoz debajo del brazo y terminó siendo una guadaña.

Dijeron que hacía falta tiempo, que el Imperio se había cebado contra ellos, que nunca creyeron que intentaran aplastarles con tanta rabia y que era necesario resistir, aguantar unos años hasta la victoria final que recorrería todo el continente de norte a sur, como un río de lava imparable y purificador. Y muchos les creyeron. Sacrificaron comodidades y libertades a cambio de un futuro que cada vez parecía más lejano y borroso. La penumbra se instaló en pueblos y ciudades, no tardaría en llegar el miedo. Vladimir nunca ha conocido otra cosa. Estudió gracias a las ayudas del Estado, no se habría curado de aquellas extrañas fiebres de no haber sido por el Hospital del Pueblo, seguramente ya estaría muerto sin la protección de la policía que ahuyenta a los facinerosos... Pero hay días que preferiría que no le hubieran prestado tanta atención. Su madre le cuenta que hubo un tiempo en el que la isla era parte del mundo, un lugar que visitaban los privilegiados a los que ellos miraban con envidia y a los que algún día quisieron parecerse. Hace mucho que el tiempo se detuvo, que les sacó de la Historia, que les olvidó en aquel lugar asolado del que ni las ratas pueden escapar. Pronto hará diez años que el padre murió en una de las cárceles del Régimen donde acabó acusado de deslealtad, denunciado por sus vecinos de toda la vida enrolados en el Comité para la Defensa de la Revolución. El CDR era la policía que todo Sistema necesita para velar y preservar la pureza de las ideas, los ojos y los oídos que no duermen al acecho del traidor al que delatar, un número más en la cartilla del buen ciudadano, un escalón en el camino hacia el modelo de civismo. Vladimir calla y espera.

Permisos para viajar a otra ciudad, para coger un transporte público, para acceder a una vivienda, para solicitar un vehículo, para montar una pequeña cooperativa agrícola de la que sacar algo de sustento, para montar un negocio familiar. Permisos para pensar. La vida se estrecha cada día, la burocracia lo inunda y lo gangrena todo, ni las ganas de bailar les van a quedar. Hay temporadas en que la tuerca no deja de girar, en que las paredes se mueven hasta asfixiar. No saben que muchos les observan desde miles de kilómetros, las noticias llegan con mucho retraso, sólo les enseñan un lado de la moneda sostenida por unas manos manchadas de sangre. Su desesperanza no sería tanta si conocieran que alguien se acuerda de ellos además de los turista que les visitan cada vez menos, la pobreza es tan deprimente. Algunos se quieren mezclar con el pueblo, conocer su vida al microscopio, entender lo difícil que es vivir sin esperanza, sabiendo que el día de mañana será como el de hoy, en el mejor de los casos. Es entonces cuando preguntan por el exterior, qué piensan de su situación, me podría ayudar a salir de aquí. La propaganda y los desfiles cada día confunden a menos, algo se está moviendo poco a poco, nada teme el que nada tiene que perder. Una Revolución cada cincuenta años y una generación perdida por el camino. La hora se acerca.

Trabajar para sobrevivir y poco más. Los hijos que llegan un minuto después de que sus padres se arrepientan, el ron y la cerveza bien fría sirven para atontar la cabeza, para imaginar que están en otro lugar, en otro tiempo, hielo machacado y un poco de camaradería al son de aquellas canciones que se hicieron para las cinturas, el amor que les enseña un trocito del otro lado del que vuelven con los hombros pesados y arrastrando los pies. Hubo un tiempo en el que creyeron en la Revolución, muchos desde otros lugares la miraron con envidia, fueron un modelo a estudiar en la Universidades, a debatir entre fotos de guerrilleros y ponchos de lana. Hoy casi nadie cree en nada y andan buscando a tientas el botón que encienda la luz. Se han acostumbrado a hablar en voz baja, a mirar al otro lado del bar cuando entra por la puerta el delegado de cuadra del CDR, a escupir entre dientes y a abandonar el lugar sin levantar sospechas. Unos pocos no pueden con todos durante todo el tiempo. Alguien debería recordárselo. Siempre ha sido así, los libros cuentan historias parecidas desde California hasta Manchuria, quinientos años antes de Cristo y más de mil después de Mahoma. La sangre no ha dejado de fluir.

Desconchados, pinturas resquebrajadas, techumbres en el suelo, luces apagadas que huelen húmedo, papel de periódico amarillo, pucheros a medio vaciar recalentados a base de nada, llaves extraviadas sin cerraduras con las que frotarse, adoquines unidos con barro y barro enfangado, humo de algo parecido a gasolina y ruidos de máquinas oxidadas, pizarras con tizas que se resisten a contar lo que ellos quieren, lazos blancos desgarrados, barandados cojos para apoyarse a mirar la pared, asfalto sin delimitar por el que renquean los automóviles, pies descalzos que chapotean entre las ortigas, acantilados rasgados por el vidrio, atragantados entre plásticos, vertederos descomunales putrefactos bajo las gaviotas, la casaca del General con su latón reluciente, unas manos ásperas que tapan la boca, el cianuro y la cirrosis, boleros desteñidos bajo el sol y danzas con recuerdos africanos, descamisados en los arcenes, sexo de alquiler. La vida que se escapa a jirones.

Cuando besó a su madre sintió que podía ser la última vez. Carlos, José , Ernesto y los demás le esperaban en el sitio convenido. En su cabeza rebotaban las palabras, acolchadas por una mano en la boca, que hacía tiempo le había dicho un amigo al ver a un soplón que paseaba con chulería por la vereda de enfrente. A ése, cualquier día lo encontrarán desangrado en la plaza. La pólvora estaba bien esparcida y él llevaba la mecha en la mano.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Pero, ¿qué hace usted que no está en una terracita veraniega ingiriendo birras cual bárbaro a las puertas de Roma?

Saludos prietos.

Anónimo dijo...

Escribe más que yo.
Le veo puesto, contumaz, sesudo, nostálgico, empeñado...

Pero tómese un descansito, hombre, y beba birras al pie del Ebro.


Saludos de uva morena.