sábado, 11 de julio de 2009

CAMPOS DE ESTRELLAS

La escalinata de piedra te recibe negra, húmeda a pesar del sol, nada más salir de la estación. Es el anuncio de lo que espera al viajero, la señal que debes seguir. Ascendiendo por la impersonal avenida, jalonada de edificios oficiales, llegas a una zona que da la impresión de estar amurallada porque nada más ingresar en ella dejas atrás el ruido y te sumerges en un laberinto de callejuelas porticadas y empedradas. La luz se hace difícil, la geometría árabe. Los peregrinos vienen y van mientras callan en diversos idiomas.

Inesperadamente llegas a una plaza, con su imprescindible fuente central. Unas cuantas escaleras más te llevan a la entrada de servicio del cielo. Una sinfonía de piedra verdosa te aplasta a la vez que te eleva. Rodeando el espectáculo llegas a la gran plaza rectangular. Silencio. Un millón de voces ni siquiera llegarían a tocarte. La gente aprovecha la escasa sombra que derrama el ayuntamiento a estas horas para sentarse, refrescarse, descansar y mirar elevando los ojos. El tiempo ha quedado abolido.

Nuevos peldaños desgastados para llegar a la Gloria recubierta de andamios que susurran en inglés. No toques la piedra, ya ves lo que pasa. Recordabas las naves más largas, no tan altas, la memoria es caprichosa y juega al escondite. La luz del mediodía esparce por el lugar un toque sombreado. A los lados, confesionarios multilingües, en el centro, zonas vedadas a las pantorrillas desnudas ruegan una oración.

Me gustaría darte un abrazo pero han cerrado las puertas. Me conformo con verte de lejos, cosa que no puede hacer con los tiburones, de vacaciones en otras aguas. Los tubos de los órganos centenarios miran disimuladamente los objetivos de las cámaras de los turistas. Lamento que ninguna mano certera envuelva el aire con sonidos que ahoguen los flashes. Cierro los ojos y me veo en un campo de estrellas.

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