Uno de los primeros textos que escribí. No sé cómo habrá resistido el paso del tiempo. Bendita inocencia
Era un tipo callado, serio, algo taciturno, de éstos con los que te cruzas y no sabes muy bien cómo saludarle o ni siquiera, si saludarle, no vaya a ser que ni te conteste ni por supuesto te mire y te quedes con ese ademán desairado del que se siente defraudado y algo ridículo. Nuestro protagonista gustaba de dar largos paseos por el parque cercano al domicilio de su anciana madre con la que, a pesar de estar bien entrado en la cincuentena, todavía vivía. Se había hecho familiar su figura para los moradores del lugar a fuerza de verle dar vueltas por allí. Pese a que no era mal parecido había algo en él que repelía a la gente, su manera de vestir gris e insulsa, el modo en que caminaba apretando el paso hundida la mirada en el suelo, la forma en que rehuía el contacto con sus semejantes. Su lugar favorito, el espacio en el que se le podía ver más a menudo, al fin descansando y esbozando una especie de mueca que semejaba una sonrisa, era el conocido por los lugareños como Árbol del Ahorcado. Cuenta la leyenda, que mucho, mucho tiempo atrás, en los años oscuros de la represión y las torturas, ese árbol era el lugar elegido para dar el pasaporte público a los dirigentes más significados de la Resistencia. Allí se congregaba el pueblo sediento de sangre, los que se regocijaban con la venganza, los que acudían urgidos por la misericordia y los que no tenían nada mejor qué hacer. En ese sitio maligno se vivieron escenas de horror y vergüenza. El árbol terminó por ser uno más en la ciudad, un personaje siniestro sacado de la peor de las peores pesadillas del sentimiento colectivo.
Nadie supo muy bien nunca cómo se ganaba la vida, a qué se dedicaba cuando no estaba paseando, si tenía amigos o incluso alguien a quien amar. Los más viejos contaban que creían recordar que una vez estuvo enamorado. Que le vieron rondar la casa de una joven, extraña pero hermosa, que vivía no lejos de allí. La cosa no funcionó. La familia de la joven nunca vio con buenos ojos aquella relación e hicieron todo lo posible para que no siguiera adelante. No se conocían los detalles pero se contaba que ella había aprendido a quererle en secreto, humilde y calladamente, después de muchas tardes de verano de paseos y confidencias. Sus padres la enviaron al final de aquella temporada a que pasara un tiempo en la casa de unos familiares que vivían a cierta distancia de la ciudad. No podían consentir que se mezclara con aquel chico de futuro tan incierto, perteneciente a una familia de perdedores y que tarde o temprano la conduciría a la perdición. Y el tiempo, una vez más, hizo su trabajo ayudado por el alejamiento y consiguió que ella le olvidara. Nada pudo hacer nuestro caminante para salvar aquel amor, el primero y último de su vida, el que sabe como ningún otro vuelve a saber. El no olvidó.
Un día, no hace mucho, estaba en el andén de la estación, pasando el rato viendo ir y venir los ferrocarriles, esos ingenios que podían llevarle lejos de allí, a un lugar donde al fin descansar si tuviera fuerzas para ello. Entonces una niña se le acercó, le llamó por su nombre, él la miró a los ojos y esbozó una dulce sonrisa. Recordó una mirada que amó hacía años y levantó la vista hacia la mujer que estaba detrás de la pequeña. Vio los ojos de la niña en el futuro y un escalofrío de vértigo le revolvió las tripas cuando esos ojos presentes le trasladaron al pasado que quería olvidar. No pudo decir una palabra. Enrojeció y quiso llorar. Salió de allí a trompicones sin escuchar la voz que de nuevo le llamaba por su nombre, ese nombre que ya casi nadie pronunciaba nunca. Sus pasos enloquecidos le llevaron sin querer al parque, frente al Árbol. Allí descansó. Alguien le miraba y le llamaba, le decía que no tuviera miedo y que siguiera esperando un poco más. A partir de ese día, ése fue su lugar en el mundo. Todo estaba bien.
Aquella mañana se levantó temprano, como de costumbre, desafiando al frío de la clara madrugada se acercó al cobertizo en mangas de camisa y cogió su hacha. No oiría nunca más la vocecilla de su anciana madre preguntándole qué le pasaba, ni vería la mirada de asco del padre de su amada, ni sentiría la burla a su espalda del vendedor de billetes de tren, ni taladrarían su cerebro las risas de los niños que iban al colegio cruzando el parque. Clavó su arma y se quitó el cinturón con sus manos ensangrentadas. El Árbol había ganado.
Nadie supo muy bien nunca cómo se ganaba la vida, a qué se dedicaba cuando no estaba paseando, si tenía amigos o incluso alguien a quien amar. Los más viejos contaban que creían recordar que una vez estuvo enamorado. Que le vieron rondar la casa de una joven, extraña pero hermosa, que vivía no lejos de allí. La cosa no funcionó. La familia de la joven nunca vio con buenos ojos aquella relación e hicieron todo lo posible para que no siguiera adelante. No se conocían los detalles pero se contaba que ella había aprendido a quererle en secreto, humilde y calladamente, después de muchas tardes de verano de paseos y confidencias. Sus padres la enviaron al final de aquella temporada a que pasara un tiempo en la casa de unos familiares que vivían a cierta distancia de la ciudad. No podían consentir que se mezclara con aquel chico de futuro tan incierto, perteneciente a una familia de perdedores y que tarde o temprano la conduciría a la perdición. Y el tiempo, una vez más, hizo su trabajo ayudado por el alejamiento y consiguió que ella le olvidara. Nada pudo hacer nuestro caminante para salvar aquel amor, el primero y último de su vida, el que sabe como ningún otro vuelve a saber. El no olvidó.
Un día, no hace mucho, estaba en el andén de la estación, pasando el rato viendo ir y venir los ferrocarriles, esos ingenios que podían llevarle lejos de allí, a un lugar donde al fin descansar si tuviera fuerzas para ello. Entonces una niña se le acercó, le llamó por su nombre, él la miró a los ojos y esbozó una dulce sonrisa. Recordó una mirada que amó hacía años y levantó la vista hacia la mujer que estaba detrás de la pequeña. Vio los ojos de la niña en el futuro y un escalofrío de vértigo le revolvió las tripas cuando esos ojos presentes le trasladaron al pasado que quería olvidar. No pudo decir una palabra. Enrojeció y quiso llorar. Salió de allí a trompicones sin escuchar la voz que de nuevo le llamaba por su nombre, ese nombre que ya casi nadie pronunciaba nunca. Sus pasos enloquecidos le llevaron sin querer al parque, frente al Árbol. Allí descansó. Alguien le miraba y le llamaba, le decía que no tuviera miedo y que siguiera esperando un poco más. A partir de ese día, ése fue su lugar en el mundo. Todo estaba bien.
Aquella mañana se levantó temprano, como de costumbre, desafiando al frío de la clara madrugada se acercó al cobertizo en mangas de camisa y cogió su hacha. No oiría nunca más la vocecilla de su anciana madre preguntándole qué le pasaba, ni vería la mirada de asco del padre de su amada, ni sentiría la burla a su espalda del vendedor de billetes de tren, ni taladrarían su cerebro las risas de los niños que iban al colegio cruzando el parque. Clavó su arma y se quitó el cinturón con sus manos ensangrentadas. El Árbol había ganado.
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