domingo, 26 de febrero de 2012

BONNIE & CLYDE


Se despertó antes de que amaneciera lo que significaba, teniendo en cuenta el lugar del mundo en el que se encontraba, que era demasiado pronto. El cambio de horario, el vuelo trasatlántico y lo que le esperaba en unas horas habían hecho que descansara poco y mal. En la habitación la oscuridad era casi absoluta, un leve resplandor se colaba por debajo de la puerta y por las rendijas de la persiana, pero sus ojos fueron acostumbrándose a ella y empezó a distinguir las figuras de los antiguos muebles. La cama chirriaba cada vez que movía su enorme cuerpo, el dosel se balanceaba como en un paso de la Semana Santa de Sevilla, y pese a sus cuidados terminó por despertar a la mujer que estaba a su lado.
- ¿Duermes? –dijo ella con voz susurrante.
- Sí –mintió él-. Anda, date la vuelta y descansa un rato.
Escuchó la respiración de la mujer y el sonido de la seda del pijama rosa deslizándose bajo las sábanas. Imaginó sus pezones erguidos por un momento, sus duros pezones rosas supervivientes a la lactancia de los niños, lamentó que las nodrizas fueran cosa de los cuentos. La deseaba casi tanto como al principio pero aquella noche no tuvo ganas de hacerle el amor. Ella llevaba unos meses muy desmejorada por las preocupaciones, por todo lo que se andaba diciendo, tan desmejorada que le costaba reconocer a la chica de la tímida sonrisa, de los ojos verdes que relucían cuando le miraba y de la que se enamoró en el reino de la Coca-Cola. Había adelgazado y las arrugas se descolgaban como pasajeros que huyeran del naufragio de un buque de recreo en el Mediterráneo.

El ojo rojo del Blu-ray parpadeaba desde el mueble de nogal, no debió de apagarlo bien con el mando a distancia cuando se cansó de ver Matar un ruiseñor, con la que había intentado conciliar el sueño. Al lanzar su manaza sobre la mesilla para ver la hora en el reloj digital tropezó, y entonces recordó que tampoco le había ayudado, con el voluminoso libro que le habían regalado en su último cumpleaños, uno de ésos lleno de historias, catedrales, manuscritos y crímenes que tan de moda estaban últimamente. Soñó con Atticus Finch, en blanco y negro, como todo el mundo, soñó con Gregory Peck impecablemente trajeado, con su chaleco bien abotonado, sus grandes gafas de pasta y la perfecta raya del pelo a un lado domando el mechón canoso tan parecido al suyo, Atticus defendiéndole de todas las acusaciones en lugar del letrado de incipiente calva y gesto agrio que le había tocado. Deseó que la película siguiera acabando como siempre.


Hacía frío en la habitación, los palacios son difíciles de calentar, y no pudo sentir un escalofrío a pesar de la alfombra persa cuando posó en el suelo sus pies de atleta. El ruido del motor de algún coche lejano le hizo entender que el día llegaba y que era hora de ponerse en marcha.
-¿Ya te levantas, cariño? –le dijo ella completamente despierta mientras se incorporaba en la mullida cama.
-Sí, va siendo la hora y no me gustaría llegar tarde –le contestó él girándose desde la puerta del baño-, intenta dormir un rato más. Desayunaremos juntos. –He dormido muy mal, no dejo de acordarme de los chicos –y se le quebró la voz al nombrarlos-, si no fuera tan tarde allí les llamaría para oír su voz.
Él se vuelve desde el otro lado de la habitación y se sienta en la cama junto a su mujer que llora en su pecho. Piensan en sus niños, tan rubios, tan altos, tan ajenos a todo, en aquella ciudad helada llena de nieve en la que, por lo menos, aprenderán inglés estupendamente. Los domingos patinan sobre hielo y en Navidad esquían en Bluewood llena de tristes bosques azules. Apaga con el dedo una lágrima y se levanta mientras los muelles del jergón gimen a falta de algo mejor que hacer.

Ha cerrado la puerta del baño con llave, abre el grifo del lavabo y desperdicia el agua de la isla para que ella no escuche sus arcadas sobre el inodoro. Suda y está tiritando, le cuesta reconocerse en el amplio espejo mal iluminado por culpa de un tubo de Led T8 que se fundió nada más llegar, piensa que deberá ponerse el corrector de ojeras que usa su mujer, babas de caracol polinesio, para mejorar su aspecto y recuperar su antiguo esplendor. Mea estrepitosamente jugando a las cataratas del Niágara y piensa que tomará una taza de café bien negro, una tostada untada con mermelada de arándanos y un zumo de mango. No tiene hambre pero no sabe cuándo volverá a probar bocado. Pulsa el botón de media descarga de la cisterna, enciende la radio, sintoniza una emisora musical que no dé noticias y se va desnudando a la vez que admira su vientre bien musculado y ensaya una triste pose de culturista frente al espejo. Se ducha con agua muy caliente, un buen rato bajo los chorros de hidromasaje, el vaho se apodera de la mampara. Su dedazo dibuja un sol, una casita y unas montañas al fondo que al poco se deshacen como lágrimas bajo la tormenta. Se enjabona a conciencia y decide que no se cortará las uñas de los pies.


-Cariño, ábreme la puerta, necesito entrar –dice ella que ha optado por no utilizar ningún otro baño del lado oeste-. ¿Te encuentras bien?
Entonces abre la puerta y le ve bajo el marco, desnudo y brillante, con el gesto decidido que la conquistó hace quince años, como un dios olímpico que bajó a jugar con ella y que todavía sigue por aquí desoyendo las advertencias del Padre. Se abrazan. Él moja la chaquetilla rosa del pijama que transparenta unos pechos algo caídos pero todavía apetecibles. Ella nota la virilidad de su marido que retrocede sabiendo que no es el momento.
-Tengo calor, ¿tú no? –dice ella con las mejillas sonrosadas y las ojeras azuladas-, me dan sofocos de un tiempo a esta parte. Y no estoy embarazada, más bien lo contrario –dice apretando los labios en un gesto de fastidio al tiempo que se quita el pantalón y se sienta en la taza.
El marido se seca lentamente al saberse observado por su mujer, se demora en las axilas, en el pecho, en el pajizo vello púbico. Se pone un slip limpio con sus iniciales bordadas y se embadurna la cara con espuma de afeitar a la búsqueda de la expresión de buen chico de siempre. El resultado es impecable y ella, recién salida de la ducha, no puede evitar abrazarle por la espalda y decirle que le quiere.


Se ha vestido despacio, camisa blanca bien almidonada, pantalón gris marengo, una corbata también gris con listas en diagonal y un nudo que vivió mejores tiempos, notaba la saliva resbalar por la garganta si lo apretaba demasiado, gemelos a juego y una chaqueta oscura de corte moderno. Está guapo, algo pálido pero guapo con el mechón engominado como un gremlin. Un rato más tarde, al bajar del coche y encontrarse con su abogado observará con pena que no es Atticus Finch y que además parece que forman parte de la expedición de un equipo de balonmano. Eso sí, el letrado no pasaría de ser un extremo escurridizo entrado en años.
-¿Qué tal? –pregunta a su mujer forzando una sonrisa que pretende ser natural.
-Impecable, como siempre. Recuerda sonreír al llegar y dar las gracias por todo. Nada de carreras y andando como si fueras por el puerto deportivo –le dice ella ajustándole el nudo-soga de la corbata. ¿Vamos?


Mientras bajan al salón a desayunar él se acuerda de las tardes de verano, navegando sobre al mar verdoso, buscando las corrientes de aire a las que exponer la blanca vela, con polos elegantes, bronceados, despreocupados, descorchando botellas de champán y biodramina, la lejana costa reflejada en las gafas de sol y el horizonte como único porvenir. Daría lo que fuera por quitarse sus impolutos zapatos negros acharolados de un numero excesivo, quitarse los calcetines de ejecutivo y ponerse las chanclas deportivas para salir a navegar. El espejo ahumado de la escalinata le devuelve un perfil de novio elegantísimo y algo nervioso porque la prometida se está retrasando. No, tampoco se trata de una boda pues a su lado va una mujer sin maquillar, vestida de cualquier manera para tomar un té verde y pan integral con queso azul. La princesa, el palacio, la corona, la rana verde, los candelabros y el pasamanos de mármol.


Apenas prueban bocado, en silencio, los nervios en la boca del estómago, los periódicos a un lado sin abrir y el servicio ligeramente envarado por la falta de costumbre. No suelen servirse desayunos en febrero, la casa huele a musgo y sal, los pasos resuenan desmesuradamente en los pasillos vacíos. Si algo saliera mal podría no volver a desayunar sobre este mantel de hilo, a tomar café en esta vajilla de Sévres, a untar paté con los cuchillitos de plata envejecida. Mira a su mujer a través de la copa de zumo de mango, que casi queda intacta, y la nota distraída, con la mirada perdida y un gesto que cree haber visto en los cuadros del Museo del Prado. Están muy blancos, delgados, apurando estos últimos minutos de la mañana balear, ella aguantando las ganas de llorar y el temblor de la barbilla.
-Bueno, tengo que marcharme –dice mientras se levanta y deja la servilleta hecha una bola, de cualquier manera-, volveré a la hora del almuerzo. Espero.
Ella no tiene fuerzas para levantarse de la silla levemente de estilo afrancesado, siente que le fallan las piernas, y recibe en la mejilla el beso de su marido que ya no dirá ni una palabra más. Al escuchar el ruido de la puerta al cerrarse pensó en la deslizante cancela de barrotes de una cárcel de máxima seguridad.


Dentro del Opel azul metalizado de clase media se mezclaban las palabras de su mujer, sonríe y da las gracias por todo, con las imágenes del documental de La 2, de los cuerpos, un hombre y una mujer en blanco y negro, acribillados a balazos por decenas de proyectiles disparados para detener una huída, fogonazos y flashes, ahora que se acercaba el momento y casi podía escuchar los gritos de la gente diciendo barbaridades de su mujer, de su familia, de los niños, ahora que casi puede ver las banderas rojas, negras, moradas, violetas, púrpuras como las rodillas descarnadas de Cristo camino del Calvario. Qué pena que Finch no haya venido, él sabría cómo manejar la situación. El coche se detiene y la imaginación se confunde con la realidad, la sangre circulando en sus sienes y el ruido de la calle. Se estira, sale, mira al cielo y sin volver la vista se encamina calle abajo a ser el objetivo de cámaras y miradas. Traga saliva y respira hondo. Respira.
-Buenos días a todos. Comparezco hoy para demostrar mi inocencia, mi honor y mi actividad profesional. Durante estos años he ejercido mis responsabilidades y he tomado decisiones de manera correcta y con total transparencia. Mi intención en el día de hoy es aclarar la verdad de los hechos y estoy convencido que la declaración de hoy contribuirá a demostrarlo. Muchísimas gracias a todos, muchísimas gracias por su atención





5 comentarios:

Anabel dijo...

Tú sí que eres un príncipe, un honrado príncipe del relato.

Y qué grandes documentales los de la 2.

Me ha encantado. Nos vemos en mayo.

Besines,

Anabel

Anabel dijo...

Joer, que se me ha olvidado decirte que Matar un ruiseñor es una de mis pelis favoritas de todos los tiempos mundiales.

Anabel

Amando Carabias dijo...

Yo que tú, lo mandaría a El País, como complemento a ciertas crónicas de estos días. A esto se llama estar al loro...
Y como Anabel, Matar a un ruiseñor es una de mis pelis favoritas, que casualmente (¿casualmente?) emitió el otro día la TV.

don Gerardo de Suecia dijo...

A las estrellas no les importa

No es posible contarles
leyendas y cosas así...
Dicen que caen estrellas
cada vez que alguien muere.

En el frío de las noches, escuchando
la música helada del viento,
oía los perros aullando
como aúllan por alguien que ha muerto.

A las viudas oía gritando
y a los niños sollozando por pan.
A las estrellas no les importa
si las personas vienen o se van.

JALOZA dijo...

Yo descubrí la peli en el programa de Garci, como tantas otras joyitas que nos regaló, imposible olvidar a Atticus... y a Boo Radley, que dió nombre a un grupo musical bastante interesante. Gracias.
http://www.youtube.com/watch?v=WumSB0vZ5l8