lunes, 2 de noviembre de 2009

NIRVANA

¿Juan Tostado? Sí. Traigo un sobre certificado. Por fin. Llevaba toda la semana esperándolo, el último disco de Piantados, edición vinilo para coleccionistas y ya estaba aquí. Había tenido que pedirlo a la discográfica independiente que últimamente publicaba las extravagancias sonoro-literarias de su grupo favorito. 20 años de carrera, 7 discos, un buen puñado de canciones y un montón de conciertos memorables. Memorables para los pocos que solían acudir a ellos, claro. Porque debemos reconocer que era un grupo rarito, especialmente su líder-guitarrista-compositor-cantante, Marcelo Calamidad y su gusto no disimulado por cultivar su malditismo. Era el único miembro original de la banda que había sobrevivido, casi literalmente, al paso del tiempo. La industria se había cansado de sus extravagancias y exigencias, apostando por otros músicos de consumo más fácil y menos aficionados a distintas sustancias prohibidas. Por eso crearon un sello autogestionado, Tripas, para dar rienda suelta a su creatividad y publicar sus temas. El desorden de la rebelión, le gustaba el título y también la portada, algo así como un puño geométrico en rojo sobre fondo negro. Veamos cómo suena.

Descolgó el teléfono, cerró la puerta del salón, bajó un poco las persianas y se sentó en el punto exacto del sofá desde el que mejor se oía su modesto equipo de música. Le gustaba hacer la primera escucha de tirón, sin leer el libreto, ni ver las fotos, sólo el título de la canción pero sin ver lo que duraba. Quería que fuera una experiencia única sin más referencia que la música y la voz del gran Marcelo. El único sentido, además del oído, que permanecía alerta en tales circunstancias era el olfato. Le excitaba muchísimo el olor del vinilo y su carpeta, un olor indescriptible que él había asociado, después de tantos años, a innumerables momentos de placer sónico. Colocó con mimo la aguja encima del surco inicial y el crepitar del plástico comenzó a transportarle a otro lugar. Un inicio potente, dos temas encadenados marca de la casa. Guitarras distorsionadas engarzando hermosas melodías al son que dictaba la susurrante voz del cantante, ni mucha ni poca, la justa que te hacía agudizar la atención para poder saborear las historias que contaba, repletas de brillantes metáforas al servicio del mundo personal e intransferible del autor. Silencio. La tercera rebajaba la tensión, un poco de calma para hablar de amor no correspondido, una relación enfermiza que acaba mal, como siempre. Lo que seguía estaba a la altura de lo esperado, sin sorpresas pero sin defraudar al oyente. Hasta que llegó el corte número seis. Toda la vida.

Algo en su interior se retorció, un interruptor haciendo click. Un medio tiempo hipnótico, arrastrando las palabras, masticando las sílabas, doliendo letra a letra. La guitarra marcando un ritmo en espiral que se repetía una y otra vez, subiendo y bajando de volumen, salpicada de vez en cuando por un punteo cristalino y un coro casi inaudible. Hablaba de un momento de felicidad, unas sensaciones en pinceladas como si de un cuadro se tratara. Podías ver los colores y sentir el rumor de un río, recostado a la sombra de un olmo, despertando a no sé sabe qué. Y lo perdía, lo perdías pero te volvías a sumergir buscando la rendija para poder mirar, para poder pasar y ya está. Estiraba la mano para coger la estela, agarrarse a la tabla que le permitiera sobrevivir. Una canción podía salvar el mundo. Ésta lo iba a hacer. Cuando la gente la escuchara nada sería igual, nada podría ser igual. Cuando la música paró y Juan terminó de caer, se levantó y volvió a ponerla. Otra vez, otra vez, otra vez. Y era tan sencillo. Todo encajaba. ¿La felicidad? Perdió la cuenta de las veces que la oyó. No pudo terminar de escuchar el disco, agotado salió de casa para ir a trabajar. La melodía encajada en la cabeza y volviendo a cada vuelta del camino. No pudo concentrarse en sus tareas habituales. ¿Qué te pasa? ¿Dónde estás? Juanito, despierta que te vas del mundo. Hora de salir, corriendo a casa, esquivando a los compañeros que si una caña, que si te tengo que contar... Otro día, otro día.

Se convirtió en una obsesión. La escuchaba a todas horas. Era lo único en lo que podía pensar, una adicción. Algo le atrapó y no le soltaba. Golpeado, desorientado pero feliz, a ratos. Su rendimiento laboral bajó escandalosamente y sus jefes le empezaban a mirar con desconfianza. Siempre fue un poco especial pero esto empieza a ser preocupante. Te noto raro, le decía su novia de fin de semana. ¿Ya no me quieres? No es eso, no es eso. Fingió una enfermedad para poder quedarse en casa, te vendrán bien unos días de descanso, mejórate, e inyectarse su dosis de cd horaria. Había tenido que grabar el plástico desgastado por la aguja cuasi hipodérmica y aunque no era lo mismo, lo daba por bueno. El eco se perdía pero llegó el momento en que no lo distinguía. Mal comía y peor dormía al no poder desconectar la música de su cerebro. Nada podía retener y nada le importaba ya. Cortó las amarras para no volver nunca más. Cuando lo ingresaron en el sanatorio, amarrados brazos y piernas a la blanca cama, empezó a desinflarse. La música dejó de sonar y nada tuvo sentido. Las piezas del puzzle de su vida quedaron esparcidas y la lluvia las convirtió en papel mojado. Silencio.

1 comentario:

edu dijo...

Ya me empezaba a caer bien el tipo, hasta me sentí conmovido por su historia, entonces vas y lo metes en un loquero amarrado de piernas y brazos. Hombre, que era un loquillo pacífico. A mi mismo podría pasarme lo mismo.
Se me hizo entrañable y me gustó, pero reitero, el trato final va en contra de los Derechos Humanos Literales.
Salud.