miércoles, 14 de octubre de 2009

EL TIEMPO

El tiempo pasa inexorable. No. No es esto lo que quería contar. Además qué es eso de inexorable. Nota a pie de página, sugerencia para la grabadora. No utilizar palabras cuyo significado se desconoce por muy bonitas que puedan ser. Inexorable suena bien pero.

Un niño se despierta antes de tiempo en la habitación de una humilde casa en un barrio obrero. Hace frío. La bolsa de agua que su madre le calentó con tanto amor la pasada helada noche, la bolsa de agua en forma de personaje de dibujo animado en blanco y negro, la bolsa de agua que arde cuando se abraza a ella en el inicio de una larga noche de invierno e insomnio, la bolsa de agua que pese a todo prefiere a la acolchada con la tela de una mantita de cuadros a la que no le apetece abrazarse, ya pasó la pesadilla, ya está; la bolsa de agua hace mucho tiempo que se quedó fría como el corazón del malo de un tebeo y sólo quedan los nervios del día del examen. Lleva un buen rato dando vueltas debajo de las mantas, intentando dormir un poco para difuminar las ojeras, evitando el otro lado de la cama que huele a humedad y a jarabe de menta. Se ha sentado un par de veces en la cama al notar el vómito que se acerca, casi ha buscado en el suelo de hielo las zapatillas que le dirijan al baño, no quiere que su madre sepa que está despierto, que otra vez, las palabras, el consuelo, las medicinas que poco ayudan. Se tumba y mira al techo que se desvanece tras gotas temblorosas que saben a sal. Un cola-cao con dos galletas, no puedes ir al colegio con el estómago vacío, que habrá que hacer desaparecer sin levantar sospechas.

El tiempo amarillea en los viejos álbumes y se escapa tras los cristales empañados. Casi dos alejandrinos, rima cero, clasicismo y modernidad a partes iguales. Es un buen invento la rima cero, el verso libre como la conciencia sin pecado. Esto no iba a ser un poema, no me atrevo. Además lo del tiempo amarillo y el vidrio sobre el que escribir tu nombre. Nota de voz apesadumbrada en la grabadora del teléfono, qué rara suena al cabo de un instante ajeno, ya se cantó todo acerca de los cristales amarillos.

Hoy tampoco tiene ganas de bajar las escaleras de dos en dos, de tres en tres, saltando sobre las suelas de unos maripís desgastados, sintiendo la mochila que vuela hacia el techo y cae sobre unos hombros huesudos al mismo tiempo que se impulsa de nuevo, y se agarra a la barra de la barandilla para hacer un giro que cualquier jurado olímpico valoraría con un diez, caer con los pies juntos en el descansillo y vuelta a empezar. Veinticinco escalones y cinco golpes para escapar de las mirillas y fíjese usted qué escándalo. En el portal mirará las puertas que dan al banco y a la farmacia, si se atreviera una noche debería entrar a robar aspirinas y billetes de cien, y las dejará atrás pensando que un día de estos se van a enterar. Afuera hace menos frío que en su casa, ocho pasos y da la vuelta a la esquina de la calle por la que suele volar cuando está contento. Un, dos, tres. Tan fácil como impulsarse y empezar a flotar, tumbado, con un puño hacia delante según enseñan las películas. A tres metros del suelo lo único que debe esquivar es el letrero luminoso del bar, coca-cola, recomienda Pinilla a sus clientes. Y es feliz. El vuelo es corto, tanto como la calle, no se le da bien girar y menos hacer el contra-giro para dejar atrás el kiosco de José y enfilar hacia el colegio.

El tiempo, ese gran cabrón que te toca los cojones para reírse en tu cara, para meterte un puñetazo y cortarte la respiración. No. Tampoco. No es el tono, el realismo sucio está de capa caída. Si por lo menos estuviéramos en Detroit. Las palabras malsonantes se acaban enseguida y tienen tantos detractores. Tachón en rojo sin compasión, autocensura y vete a tomar por el culo.

Otro bocadillo en la mochila, al fondo, junto a los demás, envuelto en papel de plata macerando el chorizo y la mantequilla, produciendo unos líquidos que mancharán la bolsa y el atlas, que dejarán olor a cerrado y muerte. Hubiera sido tan fácil deshacerse del cadáver en la primera papelera que viniera al paso, problema resuelto. Puede que en aquel lugar no hubiera papeleras o que el sentimiento de culpa le impidiera despojarse de la carga, me van a pillar, seguro. Le da asco la comida, el estómago le da vueltas cada vez que piensa en ella. Tiene que buscar la solución, despejar la incógnita y que la ecuación se vuelva una sonrisa. La basura debajo de la alfombra, poner cara de bueno y mirar hacia otro lado, yo no tiré de la coleta de Inés, señorita. Los minutos caen como gaviotas abatidas a perdigonazos, las grullas buscan mejores cosas que hacer, una hilera serpenteante pasa por debajo de una grúa y le dicen adiós. Prefiere no encontrarse con nadie por el camino, no está con ánimos pero sabe que es imposible. Tantas casas con tantos niños en tampoco espacio. Piensa en la destrucción nuclear como una opción deseable. Le duele la tripa, ya no es hora de fingir una enfermedad, esto es de verdad.

El tiempo partido por el espacio, era algo parecido, qué tío el espacio, ya era hora de que alguien le diera su merecido al tiempo. ¿Velocidad? Debería haber puesto más atención en clase. Demasiado físico, doctoral. No sería un buen comienzo.

Sabe que el colegio se aproxima con decisión. Que los niños estarán de la mano de sus madres esperando a que abran. Que las risas ahogarán la vocecilla interior que se asfixia sin remedio en un mar de mercurio. Que le mirarán y él imaginará que conocen su secreto, si abren pronto subirá directamente a clase, ordenará el pupitre y esperará, no puede hacer otra cosa. Sin que acabe de pensar todo esto la puerta le da un mordisco de malos días, días de polvo y tiza, días de vergüenza y mejillas coloradas. No se atreve a dar la vuelta y a echarse a correr, rápido, muy rápido, como en la película de la tele del sábado, después de Mazinger. Llorar no es de cobardes, llorar es de llorones y por eso no le gusta aunque sabe que es un cobarde y que siempre lo será. Puede que no lo sepa aún pero algún día se acordará. Cuando entra el profesor tiene ganas de mear, ha debido olvidarlo con tanto pensamiento yendo y viniendo. Demasiado tarde como tantas veces. Las bolas de papel han dejado de golpearle en la nuca, se ajusta las gafas y respira muy hondo. La silla de su lado está vacía y el crucifijo se tambalea en su escarpia.

El tiempo y los que nunca pensamos mucho en él. Los minutos y las horas. El verano, el invierno y el verano. Hay cosas que siempre te hacen tropezar en las noches de pesadilla. Ya no soy más. Los otros irán muriendo y nadie podrá culparme. Bueno. Algo así.



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