Faltaban veinte minutos para empezar y la sala estaba prácticamente llena. El público había entrado ordenadamente y buscado la mejor ubicación para no perderse detalle. Sabían que la cosa podía ir para largo y por eso venían bien provistos de bocadillos y bebidas no alcohólicas. El reglamento no permitía introducir alcohol en el recinto para evitar posibles altercados en un momento de apasionamiento. Más de uno tuvo que pedir permiso en el trabajo para asistir al evento ya que, la falta de fechas libres en el calendario nacional, había motivado que la partida final del Campeonato de Ajedrez de la región de Gorky, se tuviera que celebrar un día laborable. Muchos escolares habían faltado a clase con la excusa, real en la mayoría de los casos, de asistir al acontecimiento del año. El ajedrez en Gorky era casi una religión, un modo de vida, una afición sin límite como la que pudiera sentir un lapón por los saltos de esquí o un galés por el rugby. Y un Andropov - Kilinsky era el mayor espectáculo que se podía presenciar por aquellas tierras. Yuri Andropov,curtido en mil batallas, el eterno campeón de la región de Gorky que nunca había pasado de la primera fase nacional, derrotado años tras año por los distintos campeones de Minsk, de Bakú, de Chiernev... Y Lev Kilinski, el joven más prometedor de la última generación de ajedrecistas gorkianos, casi un niño y con un talento desbordante, quién sabe si el elegido para poner en el mapa Gorky y su pueblo natal, Schornof. Nadie en su sano juicio estaba dispuesto a perderse la quinta partida, el desempate que desvelaría el nombre del aspirante al triunfo nacional, el elegido para la gloria.
Sobre el escenario todo estaba preparado. La mesa de madera, cuadrada, sin barniz que produjera incómodos brillos provenientes de la lámpara de luz blanca cenital que se hallaba dispuesta a sesenta y cinco centímetros del tablero, ni uno más ni uno menos. Silla recta, funcional, de oficinista, en el lado de Andropov. Asiento más cómodo a simple vista, mullido, con respaldo reclinable en el lado de Kilinski. Eran las dos únicas diferencias que se habían permitido. El resto del mobiliario se había consensuado entre los representantes de los dos jugadores, durante largas y tensas negociaciones, más de una vez a punto de la ruptura y de su sometimiento al arbitraje internacional. Era necesario cuidar los pequeños detalles, mimar cada uno los aspectos, en principio irrelevantes pero que pudieran convertirse en decisivos en un encuentro como el que se iba a disputar en breves minutos. Cuando puedes estar horas sentado en las mismas circunstancias, éstas pasan de ser de accesorias a fundamentales. El reloj para contar el tiempo de las jugadas, semiautomático, fue traído especialmente desde la vecina Turgenov para tal ocasión. El tablero, impecable, mate, a estrenar, había sido diseñado por el maestro ajedrecista que habían designado de común acuerdo. Las piezas sobrias, de cantos redondeados, ni tan grandes como prefería Andropov, ni tan pequeñas como deseaba Kilinski. Un tamaño intermedio, sin almohadillado en la base, de roble y por supuesto sin brillo ni olor penetrante que pudiera distraer a los contendientes. Unas cortinas azules al fondo, eran la única decoración en aquel lugar. Eso y la pantalla por la que el auditorio pudiera seguir el desarrollo de las jugadas.
La afición gorkiana estaba dividida. Unos apoyaban al eterno aspirante, Andropov, al que muchos habían visto crecer como jugador y estrellarse una y otra vez contra el mismo muro. Lo sentían como suyo y habían hecho causa común con él, no desfallecerían hasta lograr colocarlo entre la élite nacional, justo en el lugar que por su trayectoria y conocimientos se merecía. Otra buena parte de los aficionados, cada vez más, se había decantado por el joven y prometedor Kilinski. Cansados como estaban de las sucesivas decepciones andropovianas, Pocopov le apodaban las malas lenguas, habían puesto toda su ilusión en los jugadores que sucesivamente se habían medido con el sempiterno Andropov. Este año tocaba Kilinski. A ver si era el definitivo. Las apuestas estaban a su favor. Y es que el ajedrez movía mucho dinero en Gorky, casi tanto como pamelas en Ascot. Las casas de juego habían cerrado ya sus puertas, una hora antes del comienzo fijado de la partida, tal y como manda el reglamento. No obstante, los establecimientos ilegales, en buena parte consentidos por las autoridades que obtenían un sobresueldo gracias a las considerables comisiones que recibían, permanecían abiertos durante toda la partida, permitiendo las apuestas, jugada a jugada, movimiento a movimiento. No había una familia en Gorky que no hubiera apostado, aunque fuera dentro de los límites del su hogar, por uno u otro jugador. El momento tan ansiado había llegado.
Cuando el reloj digital de la sala marcó las 15 00, aparecieron por cada uno de los laterales del escenario, los dos ajedrecistas acompañados de sus entrenadores personales. A la derecha Andropov, cercano a la cincuentena, impecable traje gris oscuro, levemente pasado de peso y un gesto de responsabilidad en su cara. A la izquierda, Kilinski que bien pudiera ser el hijo del anterior, americana deportiva, jersey de cuello alto, atlético y con la mirada del que sabe que no tiene nada que perder. La ovación fue atronadora, los espectadores se miraban unos a otros, convencidos de que algo grande iba a suceder. Los duelistas se estrecharon fríamente las manos y tras el sorteo de piezas realizado por el árbitro designado para la partida, blancas para Andropov, procedieron a tomar asiento en sus respectivos lugares, preparados para lo que se antojaba una larga tarde. El público fue apagando sus voces y se dispuso a disfrutar de un gran espectáculo. Cuando las blancas abrieron con d4, un murmullo de sorpresa, prontamente acallado por el personal de seguridad de la sala, recorrió el recinto. Mucho se había especulado con la táctica que usaría Andropov pero nadie había pensado que se decantara de inicio por lo que se presumía una apertura Turner, prácticamente en desuso desde la final del Campeonato del Mundo que disputaron Hendris y Moore. Al tercer movimiento de blancas, c5, ya no había duda: Se trataba de la legendaria Apertura Turner.
Si pudiéramos leer los pensamientos de Andropov, de Yuri, veríamos que está preocupado. Toda una vida dedicada al estudio del ajedrez, a su práctica, tantos sacrificios y tantas cosas dejadas al margen, soñando con un futuro mejor, con un reconocimiento y un modo de ganarse la vida más allá de su insípido trabajo de funcionario de poco rango del Departamento de Aduanas Agrícolas. Siendo niño ya despuntó en el arte de las sesenta y cuatro casillas, en la Escuela Elemental ingresó en el club de ajedrez y muy pronto se fijaron en él, sus maestros. Completó los estudios con sacrificio, peones y alfiles ocupaban todo su tiempo, y se centró en su afición, su deporte, el sentido de su vida. Esto y su timidez olímpica, le fueron alejando de la vida diaria, terminando recluido en una habitación de su casa, practicando y estudiando continuamente con su maestro y mentor, el gran Leonidas Koskin, tristemente fallecido unos años más tarde en un accidente aéreo no del todo esclarecido. Yuri había renunciado a muchas cosas por ser alguien en este mundo. Hasta al amor de una dama, Anatolia, quien cansada de esperarle y de buscar un mejor presente, había terminado por casarse con un viejo joyero de una ciudad vecina. Sabe que puede ser su última oportunidad, que no puede fallar, que es ahora o nunca.
La partida transcurría sin sobresaltos, pasada la inicial sorpresa de la apertura. Las blancas habían tomado la iniciativa y Kilinski tan sólo acertaba a defenderse como podía. Andropov estaba jugando duro, había hecho una clara apuesta por un ataque sin cuartel, una estrategia relámpago que debía servirle para tomar ventaja inicial y ya no soltarla hasta el triunfo final. Los espectadores asistían en silencio al desarrollo, lento normalmente, acelerado en contadas ocasiones, de las jugadas de los dos oponentes. Traspasada la segunda hora, Kilinski solicitó uno de los dos recesos a los que tenía derecho y que previamente habían sido pactados. Ahora sí, los aplausos ensordecieron el ambiente del lugar, los aficionados ya no podían contener su entusiasmo y brindaron una cálida ovación a sus dos paisanos, especialmente a Andropov quien no pudo evitar esbozar una leve mueca de satisfacción. La cosa iba bien, mejor de lo previsto. Había capturado varios peones, un alfil y un caballo, mientras que en sus filas nada más que faltaba algún peón y una torre que había sacrificado voluntariamente. Kilinski abandonó apresuradamente el escenario y se refugió en la habitación que le habían habilitado como cuartel general. Allí, junto a su entrenador y varios asesores de confianza, intentarían recomponer la situación y obtener alguna ventaja que le allanara el camino hacia la victoria. Andropov, mucho más relajado, aún se demoró unos instantes saboreando el calor del público, de su público. Imaginó a su maestro moviendo los pulgares de las manos entrelazadas, ladeada la cabeza y sonriendo ante lo que estaba viendo.
Pasados unos minutos, los jugadores volvieron a ocupar sus respectivos lugares. Cuando la gente terminó de llenar de nuevo sus asientos, la partida se reinició. Cc7 y una exclamación quedó ahogada en las gargantas de los más vehementes. Las negras habían realizado un movimiento de alto riesgo que ni siquiera los analistas de Andropov, según se reflejó en su cara, habían tenido en cuenta. Kilinski no se iba a rendir tan fácilmente. Los siguientes movimientos se demoraron, se hicieron esperar, caían con desesperante lentitud hasta para el aficionado más ortodoxo. El que movía se concentraba en el tablero, la vista incrustada en la cuadrícula, la mente a toda velocidad. El que esperaba parecía quedar congelado en el hielo de algún remoto glaciar. El tiempo es plastilina, crece, se alarga, se retuerce y vuelve a estirarse. Los espectadores han optado por merendar en silencio: Un poco de reno, unas huevas con pan de centeno, grasa de oca y té o café. Si al menos pudieran alegrarlo con un poquito de vodka... Andropov está desconcertado, parece que está empezando a sudar y un ligero tic le remueve la mandíbula. Sus ojos se han vuelto tristes, ya no lo ve tan claro, sus incondicionales, entre bocado y bocado, tampoco. Kilinski se ha zampado en un momento el alfil de la casilla negra y un caballo que protegía al rey. Iguala la contienda. Empieza a tomar la iniciativa. Yuri se remueve nervioso en su asiento, las horas de inmovilidad empiezan a pasarle factura. Sus dedos tamborilean en la mesa ante el regocijo de Kilinski y la advertencia del comisario. Se ve a sí mismo caer en un pozo, en un laberinto lleno de arañas y serpientes. Oye a su madre llamándole para cenar, que deje los dichosos muñequitos y que se centre en los libros. Nunca serás nada en la vida, fíjate en tu hermano, funcionario del Servicio Postal. Acaba de perder otro peón, empieza a estar en retirada, la gente lo está viendo igual que él. Este año tampoco será. Y no habrá un mañana. Sigue cayendo por el agujero negro, se raspa las rodillas de sus doce años con las zarzas y las piedras del cortado. Se quiere agarrar y sólo logra mover torpemente la dama. No. Silencio absoluto. Qué error, qué inmenso error. ... AxD Ha vuelto a dejar morir a la reina de sus sueños. Anatolia se desangra en el suelo formando una figura que semeja una amapola. El auditorio exclama con sorpresa. Un error de principiante. Es el comienzo del fin. Andropov va a perder. Andropov va a perder. Las voces resuenan en su interior, el eco le devuelve a la realidad, las campanas tocan a muerto. Y el muerto es él. Está medio noqueado, se tambalea en un ring imaginario, su entrenador que intenta parar la partida. Yuri está bloqueado, ni siquiera la toalla le salvará. Ve preparando un sudario. Rf 5. Es un suicidio. Las blancas se están suicidando. El guerrero sabe que va a morir y ofrece su pecho al hábil espadachín, del que espera una muerte rápida y digna. Kilinski no reacciona inmediatamente. No esperaba esto. No estaba en el guión. Se ve en el circo romano. César ha volcado el pulgar. La multitud ruge hambrienta de sangre. Mira a los ojos de Andropov y no ve nada más que un cadáver. Dh7 Jaque. Yuri quiere acabar con esto. Se encierra en una esquina, espera la misericordia de su contrario, que no le haga sufrir. Tg6 Mate. El rey ha muerto. Viva el rey.
La multitud se levanta, todavía pensando en lo que acaba de ver. KIlinski no se ha movido de su sitio. Tampoco Andropov. La mayoría aplaude, sin mucho convencimiento. El escenario se llena de gente, poco a poco. Sacan de sus pensamientos a los dos rivales, al ganador y al perdedor. Felicitaciones, apretones de mano, abrazos, sonrisas y lamentos. Todo ha acabado. Los focos se centran en Kilinski, arrinconan suavemente a Andropov, la soledad de la derrota. La última derrota. Yuri hace mutis, recoge sus cosas y se pierde en el horizonte. Al llegar a casa, las manos en los bolsillos, la vista en la punta de los negros zapatos, ya sabe lo que va a pasar. La luz de la calle que entra por la ventana, le sirve para abrir el cajón de la librería. Las palomas del balcón huyen volando, al sonar el disparo que se confunde con la campanada del reloj de la torre, cuando da la una.
Sobre el escenario todo estaba preparado. La mesa de madera, cuadrada, sin barniz que produjera incómodos brillos provenientes de la lámpara de luz blanca cenital que se hallaba dispuesta a sesenta y cinco centímetros del tablero, ni uno más ni uno menos. Silla recta, funcional, de oficinista, en el lado de Andropov. Asiento más cómodo a simple vista, mullido, con respaldo reclinable en el lado de Kilinski. Eran las dos únicas diferencias que se habían permitido. El resto del mobiliario se había consensuado entre los representantes de los dos jugadores, durante largas y tensas negociaciones, más de una vez a punto de la ruptura y de su sometimiento al arbitraje internacional. Era necesario cuidar los pequeños detalles, mimar cada uno los aspectos, en principio irrelevantes pero que pudieran convertirse en decisivos en un encuentro como el que se iba a disputar en breves minutos. Cuando puedes estar horas sentado en las mismas circunstancias, éstas pasan de ser de accesorias a fundamentales. El reloj para contar el tiempo de las jugadas, semiautomático, fue traído especialmente desde la vecina Turgenov para tal ocasión. El tablero, impecable, mate, a estrenar, había sido diseñado por el maestro ajedrecista que habían designado de común acuerdo. Las piezas sobrias, de cantos redondeados, ni tan grandes como prefería Andropov, ni tan pequeñas como deseaba Kilinski. Un tamaño intermedio, sin almohadillado en la base, de roble y por supuesto sin brillo ni olor penetrante que pudiera distraer a los contendientes. Unas cortinas azules al fondo, eran la única decoración en aquel lugar. Eso y la pantalla por la que el auditorio pudiera seguir el desarrollo de las jugadas.
La afición gorkiana estaba dividida. Unos apoyaban al eterno aspirante, Andropov, al que muchos habían visto crecer como jugador y estrellarse una y otra vez contra el mismo muro. Lo sentían como suyo y habían hecho causa común con él, no desfallecerían hasta lograr colocarlo entre la élite nacional, justo en el lugar que por su trayectoria y conocimientos se merecía. Otra buena parte de los aficionados, cada vez más, se había decantado por el joven y prometedor Kilinski. Cansados como estaban de las sucesivas decepciones andropovianas, Pocopov le apodaban las malas lenguas, habían puesto toda su ilusión en los jugadores que sucesivamente se habían medido con el sempiterno Andropov. Este año tocaba Kilinski. A ver si era el definitivo. Las apuestas estaban a su favor. Y es que el ajedrez movía mucho dinero en Gorky, casi tanto como pamelas en Ascot. Las casas de juego habían cerrado ya sus puertas, una hora antes del comienzo fijado de la partida, tal y como manda el reglamento. No obstante, los establecimientos ilegales, en buena parte consentidos por las autoridades que obtenían un sobresueldo gracias a las considerables comisiones que recibían, permanecían abiertos durante toda la partida, permitiendo las apuestas, jugada a jugada, movimiento a movimiento. No había una familia en Gorky que no hubiera apostado, aunque fuera dentro de los límites del su hogar, por uno u otro jugador. El momento tan ansiado había llegado.
Cuando el reloj digital de la sala marcó las 15 00, aparecieron por cada uno de los laterales del escenario, los dos ajedrecistas acompañados de sus entrenadores personales. A la derecha Andropov, cercano a la cincuentena, impecable traje gris oscuro, levemente pasado de peso y un gesto de responsabilidad en su cara. A la izquierda, Kilinski que bien pudiera ser el hijo del anterior, americana deportiva, jersey de cuello alto, atlético y con la mirada del que sabe que no tiene nada que perder. La ovación fue atronadora, los espectadores se miraban unos a otros, convencidos de que algo grande iba a suceder. Los duelistas se estrecharon fríamente las manos y tras el sorteo de piezas realizado por el árbitro designado para la partida, blancas para Andropov, procedieron a tomar asiento en sus respectivos lugares, preparados para lo que se antojaba una larga tarde. El público fue apagando sus voces y se dispuso a disfrutar de un gran espectáculo. Cuando las blancas abrieron con d4, un murmullo de sorpresa, prontamente acallado por el personal de seguridad de la sala, recorrió el recinto. Mucho se había especulado con la táctica que usaría Andropov pero nadie había pensado que se decantara de inicio por lo que se presumía una apertura Turner, prácticamente en desuso desde la final del Campeonato del Mundo que disputaron Hendris y Moore. Al tercer movimiento de blancas, c5, ya no había duda: Se trataba de la legendaria Apertura Turner.
Si pudiéramos leer los pensamientos de Andropov, de Yuri, veríamos que está preocupado. Toda una vida dedicada al estudio del ajedrez, a su práctica, tantos sacrificios y tantas cosas dejadas al margen, soñando con un futuro mejor, con un reconocimiento y un modo de ganarse la vida más allá de su insípido trabajo de funcionario de poco rango del Departamento de Aduanas Agrícolas. Siendo niño ya despuntó en el arte de las sesenta y cuatro casillas, en la Escuela Elemental ingresó en el club de ajedrez y muy pronto se fijaron en él, sus maestros. Completó los estudios con sacrificio, peones y alfiles ocupaban todo su tiempo, y se centró en su afición, su deporte, el sentido de su vida. Esto y su timidez olímpica, le fueron alejando de la vida diaria, terminando recluido en una habitación de su casa, practicando y estudiando continuamente con su maestro y mentor, el gran Leonidas Koskin, tristemente fallecido unos años más tarde en un accidente aéreo no del todo esclarecido. Yuri había renunciado a muchas cosas por ser alguien en este mundo. Hasta al amor de una dama, Anatolia, quien cansada de esperarle y de buscar un mejor presente, había terminado por casarse con un viejo joyero de una ciudad vecina. Sabe que puede ser su última oportunidad, que no puede fallar, que es ahora o nunca.
La partida transcurría sin sobresaltos, pasada la inicial sorpresa de la apertura. Las blancas habían tomado la iniciativa y Kilinski tan sólo acertaba a defenderse como podía. Andropov estaba jugando duro, había hecho una clara apuesta por un ataque sin cuartel, una estrategia relámpago que debía servirle para tomar ventaja inicial y ya no soltarla hasta el triunfo final. Los espectadores asistían en silencio al desarrollo, lento normalmente, acelerado en contadas ocasiones, de las jugadas de los dos oponentes. Traspasada la segunda hora, Kilinski solicitó uno de los dos recesos a los que tenía derecho y que previamente habían sido pactados. Ahora sí, los aplausos ensordecieron el ambiente del lugar, los aficionados ya no podían contener su entusiasmo y brindaron una cálida ovación a sus dos paisanos, especialmente a Andropov quien no pudo evitar esbozar una leve mueca de satisfacción. La cosa iba bien, mejor de lo previsto. Había capturado varios peones, un alfil y un caballo, mientras que en sus filas nada más que faltaba algún peón y una torre que había sacrificado voluntariamente. Kilinski abandonó apresuradamente el escenario y se refugió en la habitación que le habían habilitado como cuartel general. Allí, junto a su entrenador y varios asesores de confianza, intentarían recomponer la situación y obtener alguna ventaja que le allanara el camino hacia la victoria. Andropov, mucho más relajado, aún se demoró unos instantes saboreando el calor del público, de su público. Imaginó a su maestro moviendo los pulgares de las manos entrelazadas, ladeada la cabeza y sonriendo ante lo que estaba viendo.
Pasados unos minutos, los jugadores volvieron a ocupar sus respectivos lugares. Cuando la gente terminó de llenar de nuevo sus asientos, la partida se reinició. Cc7 y una exclamación quedó ahogada en las gargantas de los más vehementes. Las negras habían realizado un movimiento de alto riesgo que ni siquiera los analistas de Andropov, según se reflejó en su cara, habían tenido en cuenta. Kilinski no se iba a rendir tan fácilmente. Los siguientes movimientos se demoraron, se hicieron esperar, caían con desesperante lentitud hasta para el aficionado más ortodoxo. El que movía se concentraba en el tablero, la vista incrustada en la cuadrícula, la mente a toda velocidad. El que esperaba parecía quedar congelado en el hielo de algún remoto glaciar. El tiempo es plastilina, crece, se alarga, se retuerce y vuelve a estirarse. Los espectadores han optado por merendar en silencio: Un poco de reno, unas huevas con pan de centeno, grasa de oca y té o café. Si al menos pudieran alegrarlo con un poquito de vodka... Andropov está desconcertado, parece que está empezando a sudar y un ligero tic le remueve la mandíbula. Sus ojos se han vuelto tristes, ya no lo ve tan claro, sus incondicionales, entre bocado y bocado, tampoco. Kilinski se ha zampado en un momento el alfil de la casilla negra y un caballo que protegía al rey. Iguala la contienda. Empieza a tomar la iniciativa. Yuri se remueve nervioso en su asiento, las horas de inmovilidad empiezan a pasarle factura. Sus dedos tamborilean en la mesa ante el regocijo de Kilinski y la advertencia del comisario. Se ve a sí mismo caer en un pozo, en un laberinto lleno de arañas y serpientes. Oye a su madre llamándole para cenar, que deje los dichosos muñequitos y que se centre en los libros. Nunca serás nada en la vida, fíjate en tu hermano, funcionario del Servicio Postal. Acaba de perder otro peón, empieza a estar en retirada, la gente lo está viendo igual que él. Este año tampoco será. Y no habrá un mañana. Sigue cayendo por el agujero negro, se raspa las rodillas de sus doce años con las zarzas y las piedras del cortado. Se quiere agarrar y sólo logra mover torpemente la dama. No. Silencio absoluto. Qué error, qué inmenso error. ... AxD Ha vuelto a dejar morir a la reina de sus sueños. Anatolia se desangra en el suelo formando una figura que semeja una amapola. El auditorio exclama con sorpresa. Un error de principiante. Es el comienzo del fin. Andropov va a perder. Andropov va a perder. Las voces resuenan en su interior, el eco le devuelve a la realidad, las campanas tocan a muerto. Y el muerto es él. Está medio noqueado, se tambalea en un ring imaginario, su entrenador que intenta parar la partida. Yuri está bloqueado, ni siquiera la toalla le salvará. Ve preparando un sudario. Rf 5. Es un suicidio. Las blancas se están suicidando. El guerrero sabe que va a morir y ofrece su pecho al hábil espadachín, del que espera una muerte rápida y digna. Kilinski no reacciona inmediatamente. No esperaba esto. No estaba en el guión. Se ve en el circo romano. César ha volcado el pulgar. La multitud ruge hambrienta de sangre. Mira a los ojos de Andropov y no ve nada más que un cadáver. Dh7 Jaque. Yuri quiere acabar con esto. Se encierra en una esquina, espera la misericordia de su contrario, que no le haga sufrir. Tg6 Mate. El rey ha muerto. Viva el rey.
La multitud se levanta, todavía pensando en lo que acaba de ver. KIlinski no se ha movido de su sitio. Tampoco Andropov. La mayoría aplaude, sin mucho convencimiento. El escenario se llena de gente, poco a poco. Sacan de sus pensamientos a los dos rivales, al ganador y al perdedor. Felicitaciones, apretones de mano, abrazos, sonrisas y lamentos. Todo ha acabado. Los focos se centran en Kilinski, arrinconan suavemente a Andropov, la soledad de la derrota. La última derrota. Yuri hace mutis, recoge sus cosas y se pierde en el horizonte. Al llegar a casa, las manos en los bolsillos, la vista en la punta de los negros zapatos, ya sabe lo que va a pasar. La luz de la calle que entra por la ventana, le sirve para abrir el cajón de la librería. Las palomas del balcón huyen volando, al sonar el disparo que se confunde con la campanada del reloj de la torre, cuando da la una.
3 comentarios:
Siempre has querido matar al rey... al final lo has hecho, aunque sea de ficción.
Qué tristeza pensar que siempre detrás del rey se esconde la cara de un simple peón...
Amigo Jaloza:
No sé si será de los "descartes". No lo creo. Espero que no. La envidia está empezando a crecer dentro de mí. A circular por mi sangre. Si esto es un descarte ¡cómo serán los relatos titulares, los que jueguen el partido del domingo!
No creo que tampoco sea porque es el último que he leído, pero he sentido la euforia, como si fuera uno del "ligallo" en la romareda. He sentido la tensión y el fracaso del aspirante, Los reproches haciendo mella, oyendo la campanada y la detonación, viendo volar esa paloma.
Larga vida. Largo se hará el tiempo hasta el año que viene para que todo se convierta en papel.
Un abrazo.
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