domingo, 2 de noviembre de 2014

LUGARES

Coger un libro de una biblioteca pública puede ser el comienzo de una gran aventura, no solo por la obra literaria que allí se contiene -que a veces también- sino por el objeto en sí mismo y todo lo que allí puede encerrarse.

Este verano, en una conocida biblioteca de mi ciudad, alquilé –si es que puede utilizarse este término que más bien sabe a videoclub o a prostitución- una novela de Roberto Bolaño, La pista de hielo, ya que quería leer algo del autor chileno del que tan bien me habían hablado. Al ojear sus páginas pude ver que estaban en buena parte subrayadas, trabajadas por distintos lectores, supuse en un primer momento viendo los distintos tipos de lapicero utilizados para ello –incluso algún desalmado había escrito con bolígrafo- y que incluso había algunas anotaciones al margen.

Me sorprende que la gente escriba en los libros, no es que me disguste pero sí me sorprende, no entiendo qué motiva a alguien a dejar su marca en un libro. Podría ser la búsqueda de la inmortalidad -juntar su torpe trazo bajo dos líneas, un verso, tres palabras- en la literatura de un autor famoso hasta que una bibliotecaria puntillosa, de ésas que llevan las gafas en la punta de la nariz y no usan ropa interior, acabara con su intento de posteridad armada con una inofensiva goma de borrar. Imagino lectores con impulsos de escritor reprimidos, gentes tímidas que dejan su huella en la inmensidad de una biblioteca de barrio a la espera de un compañero que pose sus ojos en sus líneas temblorosas. Son personas acostumbradas a lanzar botellas vacías de ron al mar en calma, no saben que en esos casos las tozudas mareas devuelven siempre los mensajes a sus pies para pasmo de Sting, y que entre millones de páginas dejan una gota de su sangre para que un pescador del futuro arranque la espina. 

Entiendo que quieren destacarnos algo, decirnos a los habitantes venideros –que bien puede ser el día siguiente, nada más aterrador que el futuro contemporáneo- fijaos en esta idea tan hermosa, en esta rima inverosímil, en este párrafo imposible de igualar en la Historia de la Literatura por muchas generaciones que vengan de escritores con gafitas negras y barbas desordenadas –los escritores que a mí me gustan suelen llevar gafas de pasta o barbas abstractas y en el mejor de los casos ambas a la vez- reparad en este adjetivo que bien hubiera podido cambiar la Historia de la Humanidad. (Me gustan las palabras con haches mayúsculas y me he dado cuenta de que leo a muy pocas novelistas, mal, de igual modo que escucho a muy pocas cantantes, peor todavía). Otras veces no es admiración ni advertencia lo que lleva a un lector a empuñar un lapicero, en este caso utilizan más bien un rotulador rojo, sino todo lo contrario. En los trazos eléctricos sobre alguna palabra, sobre una línea –en los casos más graves sobre un párrafo e incluso una hoja entera- se detecta una tendencia homicida hacia el autor tachado o sus ideas. Estas personas son las mismas que rasgan los lienzos de los pintores españoles de vanguardia en los museos de Noruega, que interrumpen la interpretación de una pieza dodecafonista en el auditorio municipal o echan ketchup en un bacalao deconstruido de un cocinero vasco lleno de estrellas Michelín. Inadaptados.

En estos mismos momentos, alguien, en algún lugar del mundo está subrayando en un libro de propiedad pública, en un libro de propiedad pública, y ni tú ni nadie lo podrá impedir. Ni tú ni nadie. A veces pienso en películas de espías y en mensajes secretos escondidos a lo largo de la bibliografía de un autor de culto. Otros días, si no tengo muchas ganas de pensar, me imagino a un aficionado a los crucigramas o simplemente a un tipo que raya libros para hacer sufrir a la gente sensible. Ya no sé qué pensar.
El libro de Bolaño estaba bastante manoseado, era uno de ésos tras cuyo lectura se exige un enérgico frotar de manos bajo el grifo del lavabo haciendo mucha espuma con olor a menta, y tenía una bonita portada en la que se veía a una patinadora con guantes de invierno haciendo tirabuzones sobre el hielo. Mi corazón tembló cuando encontré una hoja escrita a mano entre sus páginas. Se me cayó al suelo y tuve que poner mi pie encima para que no se moviera de allí y alejarla de las miradas indiscretas, como cuando uno se encuentra un billete de quinientos por la calle con el perfil sonriente –casi ausente- de la reina Doña Letizia. Cuando me sentí a salvo me agaché y recogí aquel tesoro entre mis dedos y lo guardé rápidamente en la solapa de la cubierta. A veces la vida te ofrece estos inesperados regalos.

Salí corriendo de la biblioteca, el vigilante sospechó de mí y a punto estuvo de darme el alto, para llegar lo antes posible a casa y estudiar la hoja encontrada. Me encerré en mi habitación. Tiré al suelo a la pobre patinadora y me acerqué a la ventana. Era una hoja pequeña, rectangular y blanca, que se notaba que no había sido arrancada de ninguna libreta sino que había sido recortada a tal fin –como quien usa las hojas de un calendario para hacerse un bloc de notas satinado- de alguna cuartilla o folio. Alguien la había dispuesto verticalmente y, con una letra diminuta, la había rellenado de arriba a abajo. Sentí que era letra de mujer. Parecían unos apuntes sobre un viaje, una anotación para un diario adolescente, unos comentarios para recordar algo. Nunca sabré si la dejó ahí perdida a propósito, qué querría decir al mundo, o si se trató de un descuido, un olvido de alguien que leía y extravió aquella nota -que bien hubiera podido servir de señal de lectura y en cuyo caso significaría que no había terminado la novela, se cayó al suelo desde un punto indeterminado entre la página cien y la ciento cincuenta- en la que iba escribiendo el rumbo de sus pensamientos caóticos mientras tomaba el sol o bebía una cerveza en una terraza con vistas al mar. No sé por qué pensé en el calor, la gente lee más en verano y aquella chica no iba a ser una excepción, había algo de ocio despreocupado en aquellas líneas que apenas podía entender. La letra era pequeña y la caligrafía tortuosa, un conjunto tan abigarrado que parecía la obra de alguien con horror al vacío o muy poco papel para apuntar. De cualquier modo, fuera cual fuera la verdad, pronto se desinteresó por aquello que había escrito y que pretendió guardar en un pequeño trozo de papel. Era eso o alguna explicación más truculenta que no quería ni imaginar y que incluía un cadáver producto de un homicidio, quién sabe si de un asesinato. Creí entender algo de un coche, las señas de una ruta para llegar a algún lugar, ciertos nombres. Lo que sí era indudable es que había anotado que estaba leyendo a Bolaño, algo así como un cuadro dentro del cuadro, una afirmación que para ella –tenía que ser ella- era importante por algún motivo que nunca llegaré a conocer.

Y es que perdí mi tesoro, el pequeño mensaje alrededor del cual mi mundo giró por unos días desapareció sin avisarme. Terminada la novela la devolví, dentro del plazo, a la biblioteca. La funcionaria me observó durante un largo segundo antes de decirme que bien, que si quería algo más. Imaginé su ropa interior, ésta llevaba ropa interior porque no usaba gafas, y me turbé hasta enrojecer como un adolescente sorprendido en su habitación con una revista llena de fotos de mujeres para hombres. Negué con la cabeza y salí corriendo hacia el fondo, a la derecha, justo a la sección donde los estantes de narrativa alfabetizada me daban la bienvenida con su sonrisa mellada. Me detuve en la O, por casualidad, sudando todavía sin poder concentrarme en las decenas de libros que extendía sus invisibles bracitos hacia mí. Elegí a Ángel Olgoso, una antología de sus primeros veinte años de cuentos. No había leído nada de él y un día, en el bar de un hotel de cuatro estrellas, alguien me dijo que podría gustarme. Hasta que no llegué a casa no me di cuenta de que este libro también llevaba regalo, como en los puestos de las ferias en los que siempre toca. A mí me había tocado otra vez y estaba dispuesto a no desaprovechar mi buena racha.

Me encerré de nuevo en mi habitación y entonces comprobé que no sabía dónde había dejado la primera nota. Revolví entre los libros apilados en mi mesa de trabajo, los últimos que había leído y los que aún tenía que leer en cuanto tuviera ocasión, alguno de ellos todavía con el plástico del envoltorio puesto, buscando la nota del enigma y no la encontré. Di vueltas por toda la casa siguiendo la pista de la hoja voladora y no obtuve resultado. Rebusqué en la basura, en la bolsa de reciclaje de papel y en la de residuos orgánicos. Las cáscaras de los huevos seguían en su sitio junto a los restos de las judías verdes recalentadas. La nota oculta entre las hojas de Bolaño nunca más volvió a mis manos.

El nuevo hijo pronto hizo que olvidara al que se perdió en la noche de un bosque de noviembre. Éste era mucho más guapo, más grande y además tenía colores. Alguien con un talento, que yo no pude sino envidiar, había utilizado un folio blanco para hacer un mini libro, un micro libro con cinco mini cuentos, una portada, unas instrucciones de montaje y hasta un índice explicativo  que incluía una dirección de correo electrónico y la de una página web. Asombroso. Era el anuncio de un libro más grande en el que se nos prometían nuevas emociones entre indios y humo. El autor nos aconsejaba doblar el folio por la mitad, luego otra vez y una tercera hasta lograr el librito de tapa amarilla con un dibujo de una cuadrícula que podía ser el azulejo de un baño de los setenta o el motivo repetido en el hule de un mantel con aroma caducado. Leí las cinco historias allí guardadas sin poder decidir si me gustaban o no. Afortunadamente no tuve que montar aquel pequeño ingenio, utilizando mis pobre dotes tecnológicas, ya que el autor o un alma caritativa habían hecho por mí el trabajo. Curioseé en la página del escritor, un blog de los que inundan la red, y leí algún otro texto conmovido por su fe en la Literatura y las posibilidades de la mercadotecnia. Allí conocí su nombre y apellidos, que era de Zaragoza e incluso vi una fotografía distorsionada del escritor en lo que parecía el vestíbulo del ayuntamiento o una estación de tren semivacía. Vestía abrigo y llevaba el pelo bastante largo. Ocultaba su cara del objetivo del fotógrafo mientras podía estar esperando un ferrocarril que le llevara a León o que le tocara el turno para pagar una multa de aparcamiento o presentar un original al concurso de relatos de la inmortal ciudad en la que los dos vivimos. Se veía que era un joven activo, las múltiples entradas en su página así lo acreditaban, y que aún mantenía la esperanza en el género humano pues había organizado algún concurso literario e incluso lo había dotado con un premio económico sufragado de su bolsillo o por el descuido de su madre al volver de la compra. A punto estuve de mandarle un correo pero el miedo a la sección de sucesos de los periódicos me lo impidió.  

Todavía conservo este micro folio, ahora que escribo esto lo tengo delante y recuerdo aquellos días calurosos y lo feliz que fui al encontrarlo. El libro de Olgoso lo leí a medias, creo recordar que tuve que devolverlo sin haberlo acabado y si lo acabé no me dejó más huella que la de una gota de lluvia en el parabrisas, utilizando para ello un marca páginas al uso, uno de tantos que andan perdidos en los cajones hasta que alguien los rescata para su noble cometido. Fui precavido y el segundo regalo lo guardé en la librería, junto a la última novela de Javier Marías y una colección de relatos de los que dejan en la mesilla de los hoteles y que hurté en la maleta no sin cierto sentimiento de culpa. En mi descargo diré que jamás me he llevado una toalla ni las muestras de champú ni el abrebotellas del mini bar, puedo jurarlo sobre la dulce biblia de un motel de Arizona.

Al día siguiente volví a la biblioteca. Allí estaba la funcionaria de las gafas con sus lindos pechos libres bajo la camiseta verde y el dibujo de una tijera prohibida que no supe descifrar. Yo creo que me sonrió pero no podría afirmarlo con seguridad. Al acercarme a la sección de narrativa en español alfabetizada temblaba como el ludópata al pasar delante de un bingo, como el drogadicto que espera a su hombre apoyado en una farola, como un abuelo agarrado a la cintura de una mulata cuarenta años menor que él. La boca me sabía a hierro y notaba una puñalada en la vejiga. Me dejé llevar. Era un jugador de guiñote que agarra las cartas boca abajo y suelta la primera que le viene a la mano, un ciego atravesando un paso de cebra en el que le espera la muerte detrás de un frenazo, un bailarín en una cornisa, un caballero Jedi despejando pelotitas con su espada láser debajo de un casco negro. Como el cliente de un prostíbulo que empuja la puerta de una habitación que huele a sudor, alargué el brazo hacia la estantería a la que me habían conducido mis pies. Saqué de la balda la novela de un autor aragonés, cuyo nombre omitiré, que llevaba tiempo queriendo leer pero que no me había comprado por lo cara que me parecía. Y sí. Igual que Pedro negó tres veces la fortuna estuvo de mi lado otras tantas. También había algo entre las hojas del libro. Creí perder el sentido.

La máquina de auto préstamo estaba estropeada y tuve que acercarme al mostrador donde estaba la empleada de generosos senos para poder llevarme el regalo, y de paso el libro, a mi casa. Esta vez me miró sin verme. Llevaba el pelo recogido en una coleta que sujetaba con un lapicero de madera. Las gafas y los pezones endurecidos por el frío del aire acondicionado hicieron el resto. Era una de esas chicas, madurita en este caso, que en cuanto te descuidas se quitan las gafas, deshacen su melena con solo quitarse el lapicero a la vez que sacan la lengua para humedecerse los labios y se desabrochan el botón superior de la camisa convirtiendo al patito feo de hace un momento en una máquina sexual que tumba a su azorada víctima sobre la mesa llena de papeles y le hace el amor de manera experta y sumamente satisfactoria a tenor de los gemidos que ambos amantes emiten para regocijo del público presente. Por lo menos esto es lo que pasa en las películas que me pongo por las noches antes de dormir. Ni que decir tiene que salí de allí con el libro bajo el brazo y una considerable erección que casi me hizo olvidar mi buena fortuna y el regalo, que escondí en el bolsillo trasero de mi vaquero descolorido al que había remangado los bajos para ir a la moda y parecer un rocker sin tupé pero con buen gusto.

Mi habitación era mi castillo. Allí estaba largas horas leyendo, mirando todo tipo de páginas por Internet y jugando al Clash of Clans. Solo me faltaba una princesa y por eso pasaba bastante tiempo en los sitios de contactos y cosas así. Cerré la puerta para que no me molestaran, lancé el libro sobre la cama y saqué del bolsillo mi nuevo descubrimiento. En esta ocasión se trataba de un ticket de una cafetería. Le habían hecho un par de dobles quedando el centro de los mismos ligeramente escorado hacia arriba y a la derecha. Me incomoda la falta de simetría en las cosas que en este caso achaqué a las prisas y a un cierto descuido. Otra vez imaginé que la propietaria era una mujer. Un hombre no habría guardado el justificante de una consumición y mucho menos la habría usado para marcar en qué página dejaba la lectura de un libro. La tinta de la cuenta empezaba a borrarse y el NIF de la sociedad, la dirección del bar e incluso lo que había consumido su propietaria pronto sería imposible de leer. Tendría que hacer una fotocopia y guardar el original a buen recaudo, como hacen en la mayoría de los museos del mundo que solo exponen malas imitaciones de los cuadros buenos que se pudren en la humedad de los sótanos o son prestados a exposiciones temporales e itinerantes de las que en muchas ocasiones no volverán al origen. Sobre todo pasa con las obras pequeñas, uno se distrae y acaba olvidando un Velázquez en Chicago o un Borra en Leningrado –no me sale llamarle San Petersburgo- e incluso cosas peores. Por eso Barceló, siguiendo el ejemplo del Guernica, no trabaja los formatos pequeños, que luego uno nunca sabe dónde ha puesto aquel cuadro chiquitín que tan chulo le quedó y hay que perder toda una tarde llamando a embajadas para localizarlo y cosas así. Decidí que haría un par de copias por si acaso.

Bajo el dibujo de una chica con collar y turbante, una especie de hada de las Mil y una noches enmarcada entre dos volutas jónicas, se leía el nombre del local. Café Vergara Bar. Se situaba en el número 1 de la calle del mismo nombre. En Madrid. Este último dato me sorprendió y me sobresaltó un poco, lo confieso. Aquello se me estaba yendo de las manos. La lectora anónima había estado allí el viernes 30 de mayo de 2014 y había pagado a las 22 horas cuarenta y dos minutos y trece segundos. En concreto había tomado una copa de Rioja de la casa, en la barra, que le había costado 2.30 euros. Había pagado en efectivo y la cantidad justa. No creo que dejara propina. La nota agradecía nuestra visita y nos informaba que el IVA estaba incluido para descanso del ministro de turno. Miro la tercera página de la novela escrita por un aragonés, que había caído boca abajo sobre la colcha de la cama, y veo que la primera edición es de febrero de 2014. Mi cabeza era un hervidero de ideas y mi corazón una olla de sensaciones, sentía tantas cosas a la vez que tuve que levantarme de la silla –como me pasaba siempre en tales circunstancias- y dar una vuelta por casa intentando ordenar toda la información. Me tomé un vaso de agua y eché una buena meada. Algo más sereno volví a mi habitación tras hacerme un bocadillo de jamón con tomate. Cocinar siempre me ayudaba en estos momentos.

Una chica joven a la que le gusta leer, tiene que gustarle leer para haber escogido la última novela de aquel escritor aragonés sin duda minoritario, y tiene que ser joven para estar en Madrid un viernes a esas horas tomando una copa de vino. Seguramente ha ido a pasar el fin de semana, por la mañana antes de coger el AVE se ha acercado a la biblioteca que yo frecuento y ha cogido el libro para echarle un vistazo en el tren, ahora está sola en ese bar esperando a alguien y leyendo la novela que le ha enganchado antes de llegar a Calatayud. Si hubiera ido en su coche no podría haber leído y ahora, a estas horas de la tibia noche primaveral madrileña, está leyendo mientras hace tiempo para ir a cenar o a ver algún espectáculo en la Gran Vía. Espero que no tenga el estómago vacío, el vino no sienta bien si no has comido algo como cualquier madre del mundo sabe, y menos un Rioja de la casa por muy Rioja que sea. Es una chica, está claro, este tipo de vinos es muy del agrado de las chicas, dulzón y suave, nada que ver con la uva tinta de Toro ni siquiera con la garnacha de Borja. Estas denominaciones te permiten beber sustituyendo la comida, un par de vasos y puedes darte por merendado. Un vino de la casa es un vino joven, sin complicaciones, y siempre queda bien pedir un Rioja que es a la enología lo que el Danone a los yogures. Pese a que hace una noche estupenda no ha salido a tomar la consumición a la terraza, porque este bar tiene terraza...Cómo no se me había ocurrido antes. Google street view.

Tecleo nervioso la dirección y ahí está: el Café Vergara Bar ante mis ojos. Es un sitio pequeño, con la fachada de madera pintada de marrón oscuro. Está en los bajos de un edificio de cuatro alturas rematado por un bello alero artesonado. La casa está pintada de color hueso o vainilla o un beige mezclado con amarillo que haría las delicias de Antonio López para rematar un cuadro gigantesco lleno de gente a la luz del mediodía, uno de esos cuadros que no acaba nunca porque no quiere venderlo y porque siente que no está acabado del todo, siempre queda un matiz imprevisto en el dorso de la hoja de un árbol que se escapa a su control y que hay que volver a atrapar, fijar un instante sin necesidad de la estúpida lente de una cámara fotográfica colgada de un cuello japonés que se resiste a volver a casa. Todas las ventanas del edificio, ventanales de cuerpo entero con sus contraventanas en el primer piso, tienen un balconcillo de hierro forjado en el que reposan los motores de los aires acondicionados que pronto habrá que enchufar –en Madrid pasando San Isidro ya se hace difícil dormir y respirar por las noches- y algunos maceteros llenos de geranios delante de las cortinas de hilo blanco. Justo el piso que está encima del bar se encuentra en venta. Una sábana contiene un número de teléfono semioculto por las ramas de un árbol verde algo esmirriado. Algún vecino se ha cansado de soportar el ruido de la terraza del bar que se cuela, porque el bar tenía terraza como había sospechado, por las ventanas abiertas a la noche del verano en Madrid en las que hasta los gatos sudan y sueñan con la brisa de un mar tan lejano. Los vecinos se cansaron o se murieron o era una viejecita a la que sus hijos tuvieron que llevar a una residencia cuando se fueron de España a trabajar de camareros en una taberna de Dublín tan parecida al Café Vergara Bar.

La chica joven que bebe vino y lee una buena novela de un escritor aragonés, de Huesca para más señas, está muy cerca del Teatro Real, de la Ópera, del Palacio donde un rey de opereta saluda desde el balcón a los españoles que se agolpan en la plaza de Oriente, los mismos españoles que se agolpaban hace pocos años para vitorear a un dictador de opereta que movía la mano igual que el rey que casó al chico pequeño con una novia muy delgada que salía en la televisión y que se operó la nariz para parecerse a una de las reinas que aparecían en el Hola y que nunca, ninguno de todos ellos, habían ido al teatro o la ópera que tan cerca les caía de casa. La chica que lee y bebe sí que va a ir a ver una obra, a lo mejor ha salido ya. Espero que todavía no haya ido, que esté aguardando al compañero –que ya se retrasa- de la noche cultural que se avecina. Pero no, creo que acaba de salir de ver el espectáculo de la Compañía Nacional de Danza, que interpretaba obras de Balanchine y su danza abstracta, de Forsythe y sus electrónicos años ochenta, y de Mats Ek que estrena su obra Casi-Casa. La chica que bebe vino y lee es bailarina. Se ha emocionado con los trajes grises de la compañía, con la doliente puntera de las zapatillas, con la desenfadada ropa de colores que usaban sus compañeros para bailar encima de un sillón. Ha disfrutado mucho con la poética del pequeño mundo de Ek y no ha podido evitar llorar un poco, en silencio y sola. Nadie fue con ella al ballet, nadie vio su largo cuello ligeramente encorvado, nadie sintió la respiración bajo sus pequeños dulces pechos al ritmo de la música, nadie notó los huesos de su mano derecha agarrada al brazo de la butaca, nadie olió su perfume de jazmín. Está acostumbrada a viajar sola, yo no sé viajar solo, y por eso al salir del Teatro Real ha buscado un sitio donde comer algo, quizás ya había estado en el Café Vergara Bar hace unos meses. Al lado hay un kebab y algo más allá un Fosters Hollywood que vende ternera de mentira con actores de mentira. Ha preferido un sitio más típico, más sano, en el que venden cocido y callos, seguramente bocadillos de calamares y unos desayunos con pan tostado, aceite y manteca. En el Café Vergara Bar sirven Mahou y se puede pagar con tarjeta. La bailarina espera a que se quede libre una mesa y bebe vino de Rioja mientras lee la novela que comenzó en el tren y que a ratos bailaba en su cabeza en el teatro.

La he buscado en Google pero no estaba. Los de las cámaras solo trabajan de día y no pasaron por allí un viernes de mayo pasadas las diez de la noche. Me quedé un rato a ver si anochecía en la pantalla del ordenador y ella terminaba por venir al bar, terminaba entrando o saliendo con su paso ligero y sus piernas delgadas bajo una falda excesivamente larga. Llevaría un bolso al hombro del que sobresaldría la esquina doblado de un libro recogido unas horas antes en una biblioteca de Zaragoza, nuestra ciudad. Un pañuelo anudado al cuello y el pelo recogido con un coletero sin necesidad de un lapicero. No lleva gafas y es bastante plana pero huele muy bien. Ni anocheció en la pantalla ni ella pasó por el bar a comer una ensalada y un filete de merluza, sin sal por favor. En la calle es de día y tres abuelos toman café sentados en una mesa. Van en mangas de camisa, como las que nos ponemos en mayo, pero la bailarina no estaba. Esperando el segundo plato se ha sumergido en la lectura y unos bailarines de mallas apretadas han hecho piruetas entre las líneas que hablaban de gente que se quiere como solo se quiere la gente en los libros o en las malas películas de amor. Un camarero de camisa blanca remangada y el pelo negro húmedo le ha dejado un plato con un trozo de merluza acompañado con la misma ensalada de antes y un poco de mahonesa. Ella ha sonreído y él ha buscado con la mirada debajo de su blusa. La chica que bebía vino y leía ha cerrado el libro no sin antes marcarlo con la nota de la barra, justo en la página noventa y dos, y ha bajado los ojos hacía el pescado pensando que empieza a hacerse tarde y que anda algo cansada después del viaje y la función. Mastica muy despacio, coge un trozo de pan y lo unta en la salsa. Una miguita se le ha quedado pegada en el labio superior pero nadie se lo podrá decir.

Esa noche soñé con la bailarina, soñé que llegaba un poco tarde a nuestra cita, que ella tomaba una copa de vino, Rioja, antes de que fuéramos juntos a la danza. Yo pedí un refresco de naranja, no me gusta beber alcohol cuando tengo una cita con una chica y mucho menos si es tan guapa como ésta. Mi madre siempre me decía que hay que beber con el estómago lleno y que hiciera la cama de mi habitación antes de salir de casa. Estaba un poco nervioso porque era una de las primeras veces que nos veíamos, no logré recordar cómo nos habíamos conocido, y me sudaban las manos y casi beso sin querer sus labios al saludarnos. No bebo alcohol si estoy nervioso porque las tripas me dan vueltas y siempre acabo con ganas de vomitar. Le mentí, le dije que me gustaba la danza y acepté encantado la sugerencia de ir a ver a un grupo de gente que lleva mallas ceñidísimas para marcar un paquete exageradamente grande que se pasan dos horas dando saltos y haciendo piruetas terribles para la espalda. A mí siempre me duele la espalda cuando estoy nervioso, tengo complejo de alto y termino andando agachado por la calle para que la gente no me señale. Acabo lleno de contracturas y moviéndome como si fuera un autómata de feria. Apuramos nuestra consumiciones y solo tuvimos que cruzar la calle para llegar al Teatro Real ante el que se agolpaba una multitud deseosa de disfrutar de dos horas de ingravidez y música contemporánea. Olía estupendamente. A flores o algo así. Acercaba el oído a su boca fingiendo que no había escuchado lo que me decía, hay mucho ruido aquí para estar entre amantes del ballet y el silencio, y entonces aspiraba profundamente su olor, el perfume que para siempre asociaría a la felicidad y que me llegaba como en un sueño cada vez que ella, la bailarina que había quedado conmigo y me esperaba bebiendo vino y leyendo un libro de un escritor extravagante, movía sus manos para señalarme alguna cosa o para sacarme del embobamiento que me producían sus palabras y que ella recibía con una sonrisa triste alborotándome el pelo.   

Teníamos una buena butaca, muy cerca del escenario, ligeramente escorados a la izquierda. Cuando se apagaron las luces yo pude concentrarme en su olor, en su perfil, en el pelo recogido que dejaba al aire una nuca huesuda, en el roce de sus manos apoyadas en el brazo de la butaca, en las lágrimas que rodaron por su cara blanca y que ahogó con su dedo índice un momento antes del final. Estuvimos mucho rato de pie, aplaudiendo, correspondiendo a los aplausos de los miembros de la compañía, ¿no son increíbles?, dando bravos cada vez que bajaba el telón, poniéndonos de puntillas para sentir su dolor en los pies. Sí, es increíble. Salimos del Teatro y aunque yo no tenía hambre volvimos al bar en el que habíamos quedado para picar algo. Es un buen sitio y se está tranquilo, me decía la bailarina mientras se colgaba de mi brazo. Yo casi no cené, por los nervios y la impertinencia de aquel camarero tan guapo que miraba sin disimulo las tetas de mi novia, pero ella comió con ganas una ensalada y un trozo de merluza a la romana con mahonesa. Como en aquella película, se le quedó un poco de pan en la comisura de los labios y yo se la quité, torpe y avergonzado, con el índice de mi mano derecha. La conversión terminó por ceder, a la bailarina se le cerraban los ojos al pasar la medianoche. Me dijo que estaba cansada, que el día había sido largo y yo lo entendí. Le dije que le acompañaba a su hotel y terminé despertando en mi cama de Zaragoza.

Nunca me he sentido tan solo como aquella mañana al amanecer en mi cuarto. Como alguien que bebe vino en un bar de una ciudad extraña sin esperar a nadie, como alguien que ve un espectáculo perdido en la multitud llorando a oscuras antes de que enciendan la luz, como alguien que viaja en un tren sin dirección, como alguien que busca una persona entre un millón en las fotografías falsas de Google. Esperé hasta que dieron las diez de la mañana, salí de casa deprisa y fui a la biblioteca con el libro entre mis manos. Cómo no se me había ocurrido antes. Me atendió la bibliotecaria sin gafas, sin pelo recogido, sin pechos y con ropa interior. Al preguntarle si podía darme la relación de los usuarios que había retirado el libro desde su adquisición me dijo que no. Alegó algo de unas normas, de leyes de protección de datos, del deber de la confidencialidad, de la deontología profesional, del secreto de la confesión. Creo que le supliqué, lo hice, esto casi seguro, que me dijera al menos el nombre de la chica que lo había leído antes de mí. Volvió a negar elevando el tono de voz y un hombre mayor bastante gordo, supongo que su jefe, se acercó a nosotros preguntando si pasaba algo al tiempo que hacía un gesto con la cabeza al guardia de seguridad de la puerta. Respondí que no, que ya me iba, que solo estaba preguntando algo a aquella señora tan amable. Cuando ya me iba la bibliotecaria me dijo que me dejaba el libro, que si no iba a seguir usándolo. Le dije que no, que se lo metiera por donde le cupiera, que a mí la literatura aragonesa me importaba una mierda.

Llevo dos meses yendo a diario a la biblioteca, montando guardia en la entrada por si la bailarina que bebe vino decide volver, preguntando a las chicas delgadas con poco pecho si les gusta el ballet, si usan un perfume que huele a jazmín o algo así, recibiendo sus miradas asustadas o de desprecio, arrodillándome ante ellas para probarles un imaginario zapato de cristal que olvidaron al salir del baile, burlando al vigilante cada vez que sale a fumarse un cigarro o hace su ronda por el pasillo del fondo, justo en el que se apilan los libros de narrativa en español ordenados alfabéticamente en el que la figura de un hombre alto, triste, desgarbado y solitario pasea como el fantasma de un castillo sin dueño lanzando los libros al aire para ver si de sus páginas llueve alguna noticia sobre la chica de sus sueños.    

               

1 comentario:

NINGUNO dijo...

No olvides que fue un monje, seguramente uno de los "foramontanos" del Alto Ebro, el que empezó a hacer "las anotaciones al margen" en esta herramienta que tú usas y que se llama también Lengua Castellana. Un abrazo.
Mariano Ibeas