A Josemari
Despertar con la mirada en blanco cuando todos duermen aún
y notar esa punzada en el estómago, la puta lanza en el
costado.
Los números saltan 42 vallas, tropiezan en la última
enredados en una corona de espinas.
Las botas de los soldados romanos sobre el asfalto de
Zaragoza,
un ruido de martillo sobre el yunque
y el golpe de las espadas camino del Calvario.
42195 latidos, 42195 lágrimas, 42195 palmadas
que se borrarán con un disparo y solo será el silencio
y el miedo.
Aquí estoy, voluntariamente entregado
apurando el cáliz en albornoz con la dulcísima mermelada de
moras.
Todos duermen.
En esta hora larga oirás cantar el gallo, Pedro volverá a
negar tres veces.
Por qué me has abandonado.
Las manos se llenan de dedos automáticos, dedos que
escribirán un cantar,
dedos que aprietan un cronómetro, que dan vaselina, mucha
vaselina
que te visten como a un viejo gladiador que pensara en su
aldea quemada.
Son las ingles, el escroto, los pezones
un ritual de amor para vivir en las calles
para sangrar por tus hermosas llagas, por culpa de
nuestros pecados.
Las zapatillas como arma, el dorsal con tres imperdibles,
915 dolores
sentarse y apretar las tripas, saltar a la calle, ligero de
equipaje
como los hijos del mar.
Los autobuses conducen a los hombres a su destino, sin
hablar
ver la ciudad nueva, desmontada, con la mirada de un
partisano
en la tapia del fusilamiento.
Te compro kilómetros a seis minutos, dámelos todos, pobre
hermana china
y vete a dormir con los guerreros de terracota.
En seis minutos una promesa, en seis minutos cabe toda una
sinfonía de amor.
La salida llena de gente, amanece a la sombra de la catedral
encontrar los inesperados ojos amigos de un hermano, de otro
soñador
que piensa en griegos y laureles.
El frío, el miedo, el torero que se persigna de rodillas,
que se muere de ganas de mear.
Huele a cirios de vainilla, todas las limpias calles son
cuesta arriba
como en los cementerios de los pueblos de la montaña.
Alguien lleva una cámara de fotos, guardará la túnica
púrpura
para que nadie se la juegue a los dados
para que el nazareno se vista de nuevo al bajar de la cruz.
Un abrazo, de los que duelen y no se olvidan, otro camarada
empeñado en que esta vez sí, será la Revolución, nos
comeremos
todas las balas, el oro de los palacios, la sonrisa de las
condesas.
Pastillas para correr, gel de dulces colores, un ácido en la
cartuchera
o un plátano a medio camino y agua que se lleve la sal al
fondo del río
que hoy huele a néctar y túnicas blancas mecidas por el
humo.
Me meo otra vez, los ahorcados, la mandrágora.
Una mujer y un hijo, he ahí a tu padre, guárdalo bien, madre
de todos los hombres.
Un beso, una palabra en la garganta, correr hasta morir.
Correr, correr, correr.
La dulce voz del megáfono se sienta y os pide atención
no queda nada y aplaudimos y silbamos y es querer echarse a
llorar
un soldado en una trinchera, un pobre americano en una playa
francesa
los pies llenos de barro buscando la orilla, un toro cegado
por el sol
de las cinco y los clarines. Un disparo.
La serpiente no se mueve, se ha comido al elefante, pero
querría
saltar como en el primer día de las rebajas. Ya.
0
Corre, Filípides, corre hacia Atenas.
Un dorsal que pita, la vida entre dos pitidos, abrir los
oídos
para escuchar ese pitido de una UCI cualquiera, un último
tono en la vida.
Salir deprisa, pisadas como petardos, sentirse repleto y
tener que ser hormiga
cruzar el río, callejear, volver a cruzarlo como un
enamorado
bajo una ventana que no se abre.
Una ciudad llena de tranvías, arrojarse hacia un parque
lejano
demasiado elevado. En Berlín esto no habría pasado.
Las cuestas, la gente que desayuna en las terrazas de los
bares
un amigo pegado a tu hombro, la máquina engrasada, beber gel
para soñar.
10
Corre, muchacho, corre por tu vida.
La pierna pincha un poco y la bella durmiente vive en el
cuento de un niño.
Voces queridas en San Antonio, todo va bien, los italianos y
sus rosquillas
búscame una buena novia que me saque de las calles.
El agua a la vuelta de la esquina, los patos miran
asombrados desde el canal
indiferentes a los aplausos amarillos que saben que no son
para ellos.
Escarcha entre los dientes, el sudor atraviesa los huesos
del pecho.
¡Hermano, ve a la casa del padre! Diles que estoy bien,
tendrán
la cama preparada y un cabrito degollado. No mires atrás,
te convertirás en estatua de sal, corre, yo estaré bien
aunque ya nada más vea
tu lejana espalda entre gente que no conozco. Estás solo.
La ascensión va acabando, el de Arimatea te espera en las
esquinas y sabes
que habrá que bajar buscando la orilla del mar.
Ahora la pierna duele, es un latigazo, una descarga en los
brazos de un negro
vestido de naranja en una silla en Alabama, el cuchillo que
atraviesa el corazón
de una virgen vestida de luto. Y las voces amigas que te ven
sufrir, volver la cara
para intentar tragar una lágrima. No podré llegar.
Respirar hasta no aguantar más, hasta que el ruido de las venas
apague todo lo que no importa.
Quién dijo sudor y sangre.
Una farola, dos farolas, tres mil farolas.
20
Corre, hijo, corre hasta las colinas
por tu vida, por la suya, por la nuestra.
El calvario sigue subiendo entre los plataneros que hacen
estornudar.
Una chica te grita que aguantes, no puedo, que sigas, no
puedo,
que se lo prometiste, no puedo, que ella seguirá bailando.
No puedo.
Cuando llegue a San José abandonaré, toda la ciudad está
llena de santos
de innumerables mártires numerados, unos mil trescientos.
Desaparecer dejando una bonita estela al pasar, salir del
camino
por un lateral, entre los aplausos y las lanzas que se
volvieron cañas.
Apretando el paso, recogiendo kilómetros a seis minutos, el
negro
deja de sacudirse, la punta del látigo ya no desgarra la
carne, la virgen
se alivia vestida de blanco. Bienaventurado el que cree en
mí.
Retener las lágrimas, que no se escape ni una gota, rascarle
la cabeza
a los ángeles, recoger a un compañero: Lázaro, levántate y
anda.
Es mentira que se vea toda tu vida en un segundo, se ve la
soledad
del desierto, cimientos de casas incendiadas, las venas de un
automóvil
allá donde la ciudad termina y no quedan ni espejismos para
los caídos.
Un montañero ríe y te grita que no llegarás. Llegaré. No
llegarás. ¡Llegaré!
30
Corre, Forrest, corre
maldito sea tu nombre y el de toda tu estirpe inocente.
Un puente levadizo para atravesar un muro, el del castillo
donde duerme
la princesa, un muro de piedra y flechas, un maldito muro
que se va cerrando,
que te ahoga los pulmones, saetas atravesando al bello San
Sebastián
que oirá crujir sus huesos y vomitar en el asfalto. San Pink
Floyd dame fuerzas
enséñame el camino y hazme volar. Un muro.
Nunca habías llegado tan lejos, cumpliste la promesa y
Adrian sonríe
en los brazos de Rocky. La vida es celuloide. Y aire.
Trozos de plátano, gel, agua, dámelo todo, nunca volveré a
pasar hambre.
El pobre negro se quema otra vez, y el látigo, y con espadas
a María
que madre nuestra fue. Un perro agarra sus colmillos en la
pierna.
Te arrastraré, Hijo de Satanás, te llevaré hasta las puertas
del mismísimo infierno y te ahorcaré con una serpiente
venenosa,
Aurora de los glaciares, dame la paz.
Patinadoras guapas reparten agua bendita en spray, deberías
sentir frío
pero solo sientes miedo. Y sed.
Responderás a todo el que lo quiera saber que no piensas
abandonar
un hombre bueno no se rinde jamás.
Unos ojos a la vuelta de una esquina, cuatro pares, te verán
caer
y levantarte, caer y levantar la mirada al cielo, Verónica
lleva un pañuelo
anudado en la cadera.
San Lázaro se asoma al balcón, se levanta y dice que hace
buena mañana
el hueco de piedra de un amigo en el puente
la turba que anima pero que ama a Barrabás.
No quiero volver, no quiero volver, tengo que llegar y
clavar la cruz.
Cruzar otro puente, de hierro, con los gigantes y cabezudos
y un coche alemán que pita para que te apartes.
Juan Alberto llega tarde a rezar el rosario, bendita tú
eres, mientras
un policía deja escapar al malo, entre todas las mujeres.
Aparta de mi camino, mal nacido, o me encontrarás en el
infierno
paso a paso, golpe a golpe.
40
Corre Antoine Doinel, corre antes de que caigan
los 400 golpes, corre amigo Zatopek, corre
porque los poetas del 27 no pudieron cantarte y se
conformaron
con un portero rubio vestido de azulgrana. Corre, descalzo
sobre
la arena mojada de los blancos ingleses de fuego. Corre.
La gente jalea, San Vicente de Paúl, subida en las aceras y
el puto gel
estallará en las alcantarillas formado un arco iris
psicodélico
un remolino alucinado en el que se ahogarán las cucarachas.
Uno, dos. Ritmo. Uno, dos. Seguir. Uno, dos. Un mantra
mágico
que recitan los soldados en calzoncillos ateridos mientras
el sargento negro escupe entre los dientes. Uno, dos,
muchacho, uno, dos.
La gente repite tu
nombre, que casi no recuerdas, y piensas que Dios existe.
Claro que existe. Está en tu interior, en los ojos de tu
hijo, en la mano de tu padre
en tantos madrugones que sucedían a noches de calor en vela,
en los labios
de tu mujer, en el hueco de la almohada, te comiste a Dios
mojado en el café,
el Dios de los
pobres, el de todos los santos que recorren la ciudad huyendo
de las iglesias en las que el vacío retumba en bóvedas
descoloridas.
Cojo, mudo, sin aliento, al tercer día resucitarás y te
sentarás a la diestra
del Presidente del Consejo de Administración.
Aquello del fondo parece la meta, ya está, todo está
consumado.
El garfio de un carnicero repartirá tus tripas entre los presentes,
comed
hermanos, comed todos de él. Un saco de magnesio y una
medalla de latón.
Te abrazan como a un moderno Santo Tomás, la sangre de tu
sangre
baila a tu alrededor y algún día contará que su padre se
disfrazó de héroe
y que del cielo empezó a llover maná.
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