Los mendigos de París son los
mejores mendigos del mundo. Están en las calles como esculturas humanas, los clochards
son el contrapunto exacto a tanta belleza, personajes literarios que arrastran
enormes carros de la compra, que se visten con montones de ropas harapientas,
que llevan su soledad con dignidad aristocrática en sus caras cuarteadas por
el frío y el sol, como el campo que ve pasar las cosechas y las estaciones que
tampoco esta vez les dejarán nada. Piden resignados, casi por obligación, en un
perfecto francés escrito en un cartón, al tiempo que leen un libro o escuchan
una música invisible. Y es que una ciudad así exige unos mendigos que sepan
estar a la altura, el Sena y sus múltiples puentes son el lugar idóneo para
vivir y crear una pequeña ciudad infrahumana. Allí eructan vinazo en tetra
brik y se rascan el culo a su
antojo. No tiene que ser fácil ser pobre en París donde todo es tan caro hasta
para un bolsillo de un ciudadano medio. Ellos se saben admirados y respetados,
que cumplen una función turística y social, y por eso desprecian a las hordas
de pedigüeños del Este que pelean en cualquier lugar para conseguir un buen
sitio donde dar pena a los visitantes, a las mujeres renegridas de inevitable
pañuelo en la cabeza que se empujan e insultan cuando alguna quiere ocupar su
sitio en el suelo en el turno convenido de ocho a tres. Son la élite del
lumpemproletariado y algún día heredarán el Reino de los Cielos.
Detrás de Notre Dame hay
un inevitable puente sobre el Sena y allí se reúnen los músicos de jazz para
tocar y hacer más amena la espera de los turistas que comen un bocadillo en el
parque contiguo o que aguardan para subir a la torre y admirarse con las
gárgolas enmohecidas. Hace diez años había cuatro, ahora solo queda un pianista
que toca melodías reconocibles aunque a ratos se deja llevar por la
improvisación y sonríe de medio lado. Casi nadie le hace caso, como tampoco
parecen escuchar al guitarrista cantante que afina alguna chanson y vende un cd con su cara de los buenos
tiempos, porque todos se paran delante de la barandilla para admirarse con los
candados que la gente allí dejó como prueba de su amor de hierro. En el fondo
del río las llaves, matarile rilerón, han debido formar óxido suficiente para
matar al último pez despistado que pasara bajo sus ojos. Imagino que pronto los
soldados que patrullan metralleta en mano alrededor de la Torre Eiffel, a las
puertas del Louvre o en el aeropuerto, lo harán también en este puente de
película para restablecer el orden y las buenas costumbres.
En la margen derecha del río,
cerca de la catedral, se encuentra la librería Shakespeare and Company, un sitio
realmente curioso que mi amigo Antonio Allueva me dijo que no debía perderme. Y
de verdad que le agradezco el consejo. Lo que más impresiona al entrar allí es
la cantidad de libros que tiene, ordenados en sus estanterías hasta el techo
recorrido por vigas de madera. Es una especie de laberinto por el que hay que
discurrir con mucho cuidado para no tropezar con los clientes y curiosos. Se
respira algo especial, no hay duda. Parece ser que tal y como hoy está la fundó
George Withman, un gran nombre, un americano que recaló en París tras la II
Guerra Mundial, allá por 1951. De carácter aventurero y algo estrafalario, le
llamaban el Quijote del Barrio Latino, logró convertir su negocio en una de las
referencias de los artistas y aprendices de escritores que pasaban por la
ciudad. En la segunda planta, a la que se accede por una estrecha escalera, hay
una serie de habitaciones que en su día eran alquiladas a los que allí acudían
a cambio de su trabajo en la librería. Sería algo parecido a una comuna en la
que los jóvenes se cortaban el pelo con sus mecheros. Allí se encuentra la
biblioteca personal, ordenada y comentada, de Sylvia Beach, otro gran nombre.
Fue la primera propietaria. Impresiona coger uno de sus libros anglosajones,
llenos de polvo en muchos casos, y hojear su contenido subrayado y anotado.
Adjetivos enmarcados, imágenes que recordar, un libro vivido y seguramente amado.
Varios carteles te dicen que puedes coger lo que quieras pero que debes
dejarlo en su sitio tras su consulta o lectura. Gente bohemia se desparrama por el lugar sentados en sucios sillones, en un colchón testigo de historias de
novela, cerca de una ventana pequeña y demacrada, al lado de una underwood descacharrada. Salí de allí en silencio, como
quien abandona una iglesia, pensando en las maravillas que esconden los libros
y las vidas de los muertos.
Y es que en las iglesias, en las
catedrales, en Notre Dame, se ruega silencio para que podamos seguir haciendo
negocio dentro del recinto. Dos mil años después, un montón de evangelios y no
hemos aprendido nada de nada.
Quise comprar una guillotina de recuerdo,
pequeña, bien engrasada. En la tienda no tenían. Me extrañó no poder
adquirirla, algunos llevan colgado al cuello sobre el pecho otros instrumentos
de tortura y muerte, y me quedé con las ganas. Eso sí, en el libro de visitas
de la Conciergerie, prisión en la que los monárquicos hacían tiempo antes de
pasar por el cadalso, escribí mi queja exponiendo que en España nos estaba
empezando a hacer falta una.
Una negra grande, de película, con la
belleza que solo los negros pueden tener, atiende y ordena ocho horas al día a
los visitantes que van a mear en el urinario público situado a espaldas de la
catedral. Respiraba una alegría que solo volví a ver en el personal que
trabajaba en los barcos que recorren el río, los bateaux mouches. Aquella
negraza era feliz entre la mierda igual que los niños millonarios se mueren de
aburrimiento y Armani.
Las viejas japonesas con su iphones del
último número asesinan con sus flases los cuadros impresionistas en el museo de
Orsay. Creen que les han estado esperando ciento treinta años para que les
hagan una foto que no mirarán ni en Tokio ni en Fukushima. Si se gastaran algún
puto yen podrían comprar una guía con todas las miradas asustadas que se
salvaron de su estupidez. Recordará la foto movida y desenfocada por culpa de
un español maleducado que le tocó el brazo y le dijo que no. El piloto del
Enola Gay debió apuntar mejor y acertar en pleno salón de té de la casa de su
madre, al lado del palacio del emperador.
En los museos como el Louvre hay que
actuar con la estrategia de un cazador. Entrar en una de sus muchas salas,
mirar los cuadros expuestos sobre cada centímetro de sus paredes y elegir una
presa. Acercarse y buscar una cara, unos ojos, una mirada. Perderse en ella,
cientos de años atrás, notar el calambre y ser feliz. Una vigilante, que huele
a sudor y no levanta la mirada de su teléfono móvil, te responde cuando
preguntas por la sala número cuatro sin mirarte, aburrida: est fermée.
Está triste, sin ganas de hablar, parece una autista que pasó las pruebas de
acceso por casualidad. Un poco más allá, su compañero dormita sentado en una
silla. Los párpados se le cierran sobre los ojos, es lunes, y los felices
turistas manosean a su antojo el mármol de las esculturas griegas y sienten un
vértigo y un placer de más dos mil años. Al recorrer el patio, buscando la
salida, nos encontramos con una tercera colega que no dejaba de gritar: don´t
touch, please. Su voz nos asusta un poco pero no dejamos de admirarla en
secreto.
En el Panteón, entre tanta tumba de
hombres ilustres, puedes entender a los políticos de la actualidad. Qué les
lleva a complicarse la vida, a ser criticados, dicen que mal pagados. Y no es
ni más ni menos que la Historia. El recuerdo mayúsculo de la Posteridad que
mucho tiempo después hará que les admiren los visitantes del futuro al ver la
lápida en su tumba. Nadie recordará su inutilidad, ni su torpeza, ni si fueron
buenos o malos. La muerte que iguala y los años que difuminan. Tan solo que un
tal Mariano Rajoy Brey fue el último Presidente del Reino de España entre
2011-2013. Descanse en paz.
Podría pasarme el día entero viajando en
metro, en el metropolitaine, pasando por sus estaciones todas distintas,
admirando su mobiliario, los carteles publicitarios, las máquinas que venden
chocolate blando y bebidas rojas, sintiendo el miedo a los descarrilamientos, a
los apagones, a quedarme en medio de un túnel teniendo que bajar a las vías a
notar las ratas entre las chancletas, oliendo a grasa y escuchando el chirriar
sobre los raíles, cambiando de línea solo por capricho llegando hasta el final,
sin entender cómo fue posible, cómo el río no lo anegó todo, mirando las caras
de las gentes, a esos chicos que beben cerveza en lata y hablan fuerte, son
jóvenes y hermosos, de muchos colores y modernos peinados, con las mismas
marcas pero todos diferentes, que van al Bois de Boulogne a fumar y a bailar,
como los grupos que lo hacen a orillas del Sena, salsa, tango o minué, espiando
a las chicas que te golpean al pasar con su perfume en la cara, como la pálida
delgadita de blanco que se sentó junto a su novio indio oscuro en el centro del
barco, sin mirarle mientras él hablaba y le sostenía una bolsa de ropa cara,
sin hacerle mucho caso, componiendo un perfil digno de fotografiar, poniéndose
y quitándose sus gafas de sol rosas, pensando en qué estará haciendo ahora
Scarlett Johansson a la que le han dicho que se parecería un poco si tuviera
más tetas, podría pasarme el día entero aquí abajo hasta quedarme solo, hasta
que un altavoz dijera que van a cerrar y tuviera que chuparme el dedo para
encontrar una corriente de aire que me llevara a la superficie.
Uno de los trabajos más arriesgados del
mundo es el de la persona que está dentro del traje de Minnie Mouse. En Disney
todo es posible como nos dijo la vendedora de entradas con su gorro del veinte
aniversario que hacía propaganda entre los aburridos turistas en la cola de la
catedral. Te puedes curar, rejuvenecer, enamorarte, perderte, quedarte sin una
moneda... Es difícil ser turista, jornadas maratonianas en sentido estricto,
caminatas de nueve a seis. Forman un ejército triste que se arrastra por las
calles y los sitios que hay que ver porque si no para que viniste hasta aquí.
Se les ve cansados y aburridos, añorando su sillón orejero y una tortillita de
patatas o vaya usted a saber. En Disney es aún más trágico. Los padres empiezan
ilusionados y los niños también, hacen filas con una sonrisa bajo el sol sin
miedo a los carteristas, pero a medida que pasa el día se multiplican las
discusiones, los niños se aburren, se duermen, ya no saben qué más comprar y
los padres les chillan para que se lo pasen bien, que para eso han pagado una
pasta por las entradas, y les obligan a quedarse hasta que explote el último
cohete de la gran traca final. Y la pobre Minnie aguantando los tumultos que se
forman a su alrededor, grandes y pequeños, hombres y mujeres que se quieren
acercar a ella y hacerse una foto, tocarla, darle un beso, una palmadita en el
culo de la pobre chica, o chico, que está debajo y que ni siquiera puede lanzar
un juramento porque les tiene prohibido hablar, un pobre lituano no entendería
que Minnie dijera un improperio en francés, que ni a mear la dejan ir tranquila
pese a los esfuerzos de sus escoltas que para sí los quisiera la mismísima
Reina de Inglaterra. Ya ves, un problema que ya resolvieron los franceses hace
mucho, mucho tiempo.
2 comentarios:
This is fantastic!
Me gustó o que leí.Buen blog
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