martes, 3 de septiembre de 2013

SOLEIL LEVANT



Los mendigos de París son los mejores mendigos del mundo. Están en las calles como esculturas humanas, los clochards son el contrapunto exacto a tanta belleza, personajes literarios que arrastran enormes carros de la compra, que se visten con montones de ropas harapientas, que llevan su soledad con dignidad aristocrática en sus caras cuarteadas por el frío y el sol, como el campo que ve pasar las cosechas y las estaciones que tampoco esta vez les dejarán nada. Piden resignados, casi por obligación, en un perfecto francés escrito en un cartón, al tiempo que leen un libro o escuchan una música invisible. Y es que una ciudad así exige unos mendigos que sepan estar a la altura, el Sena y sus múltiples puentes son el lugar idóneo para vivir y crear una pequeña ciudad infrahumana. Allí eructan vinazo en tetra brik  y se rascan el culo a su antojo. No tiene que ser fácil ser pobre en París donde todo es tan caro hasta para un bolsillo de un ciudadano medio. Ellos se saben admirados y respetados, que cumplen una función turística y social, y por eso desprecian a las hordas de pedigüeños del Este que pelean en cualquier lugar para conseguir un buen sitio donde dar pena a los visitantes, a las mujeres renegridas de inevitable pañuelo en la cabeza que se empujan e insultan cuando alguna quiere ocupar su sitio en el suelo en el turno convenido de ocho a tres. Son la élite del lumpemproletariado y algún día heredarán el Reino de los Cielos.

Detrás de Notre Dame hay un inevitable puente sobre el Sena y allí se reúnen los músicos de jazz para tocar y hacer más amena la espera de los turistas que comen un bocadillo en el parque contiguo o que aguardan para subir a la torre y admirarse con las gárgolas enmohecidas. Hace diez años había cuatro, ahora solo queda un pianista que toca melodías reconocibles aunque a ratos se deja llevar por la improvisación y sonríe de medio lado. Casi nadie le hace caso, como tampoco parecen escuchar al guitarrista cantante que afina alguna chanson  y vende un cd con su cara de los buenos tiempos, porque todos se paran delante de la barandilla para admirarse con los candados que la gente allí dejó como prueba de su amor de hierro. En el fondo del río las llaves, matarile rilerón, han debido formar óxido suficiente para matar al último pez despistado que pasara bajo sus ojos. Imagino que pronto los soldados que patrullan metralleta en mano alrededor de la Torre Eiffel, a las puertas del Louvre o en el aeropuerto, lo harán también en este puente de película para restablecer el orden y las buenas costumbres.

En la margen derecha del río, cerca de la catedral, se encuentra la librería Shakespeare and Company, un sitio realmente curioso que mi amigo Antonio Allueva me dijo que no debía perderme. Y de verdad que le agradezco el consejo. Lo que más impresiona al entrar allí es la cantidad de libros que tiene, ordenados en sus estanterías hasta el techo recorrido por vigas de madera. Es una especie de laberinto por el que hay que discurrir con mucho cuidado para no tropezar con los clientes y curiosos. Se respira algo especial, no hay duda. Parece ser que tal y como hoy está la fundó George Withman, un gran nombre, un americano que recaló en París tras la II Guerra Mundial, allá por 1951. De carácter aventurero y algo estrafalario, le llamaban el Quijote del Barrio Latino, logró convertir su negocio en una de las referencias de los artistas y aprendices de escritores que pasaban por la ciudad. En la segunda planta, a la que se accede por una estrecha escalera, hay una serie de habitaciones que en su día eran alquiladas a los que allí acudían a cambio de su trabajo en la librería. Sería algo parecido a una comuna en la que los jóvenes se cortaban el pelo con sus mecheros. Allí se encuentra la biblioteca personal, ordenada y comentada, de Sylvia Beach, otro gran nombre. Fue la primera propietaria. Impresiona coger uno de sus libros anglosajones, llenos de polvo en muchos casos, y hojear su contenido subrayado y anotado. Adjetivos enmarcados, imágenes que recordar, un libro vivido y seguramente amado. Varios carteles te dicen que puedes coger lo que quieras pero que debes dejarlo en su sitio tras su consulta o lectura. Gente bohemia se desparrama por el lugar sentados en sucios sillones, en un colchón testigo de historias de novela, cerca de una ventana pequeña y demacrada, al lado de una underwood  descacharrada. Salí de allí en silencio, como quien abandona una iglesia, pensando en las maravillas que esconden los libros y las vidas de los muertos.

Y es que en las iglesias, en las catedrales, en Notre Dame, se ruega silencio para que podamos seguir haciendo negocio dentro del recinto. Dos mil años después, un montón de evangelios y no hemos aprendido nada de nada.

Quise comprar una guillotina de recuerdo, pequeña, bien engrasada. En la tienda no tenían. Me extrañó no poder adquirirla, algunos llevan colgado al cuello sobre el pecho otros instrumentos de tortura y muerte, y me quedé con las ganas. Eso sí, en el libro de visitas de la Conciergerie, prisión en la que los monárquicos hacían tiempo antes de pasar por el cadalso, escribí mi queja exponiendo que en España nos estaba empezando a hacer falta una.

Una negra grande, de película, con la belleza que solo los negros pueden tener, atiende y ordena ocho horas al día a los visitantes que van a mear en el urinario público situado a espaldas de la catedral. Respiraba una alegría que solo volví a ver en el personal que trabajaba en los barcos que recorren el río, los bateaux mouches. Aquella negraza era feliz entre la mierda igual que los niños millonarios se mueren de aburrimiento y Armani.

Las viejas japonesas con su iphones del último número asesinan con sus flases los cuadros impresionistas en el museo de Orsay. Creen que les han estado esperando ciento treinta años para que les hagan una foto que no mirarán ni en Tokio ni en Fukushima. Si se gastaran algún puto yen podrían comprar una guía con todas las miradas asustadas que se salvaron de su estupidez. Recordará la foto movida y desenfocada por culpa de un español maleducado que le tocó el brazo y le dijo que no. El piloto del Enola Gay debió apuntar mejor y acertar en pleno salón de té de la casa de su madre, al lado del palacio del emperador.

En los museos como el Louvre hay que actuar con la estrategia de un cazador. Entrar en una de sus muchas salas, mirar los cuadros expuestos sobre cada centímetro de sus paredes y elegir una presa. Acercarse y buscar una cara, unos ojos, una mirada. Perderse en ella, cientos de años atrás, notar el calambre y ser feliz. Una vigilante, que huele a sudor y no levanta la mirada de su teléfono móvil, te responde cuando preguntas por la sala número cuatro sin mirarte, aburrida: est fermée. Está triste, sin ganas de hablar, parece una autista que pasó las pruebas de acceso por casualidad. Un poco más allá, su compañero dormita sentado en una silla. Los párpados se le cierran sobre los ojos, es lunes, y los felices turistas manosean a su antojo el mármol de las esculturas griegas y sienten un vértigo y un placer de más dos mil años. Al recorrer el patio, buscando la salida, nos encontramos con una tercera colega que no dejaba de gritar: don´t touch, please. Su voz nos asusta un poco pero no dejamos de admirarla en secreto.

En el Panteón, entre tanta tumba de hombres ilustres, puedes entender a los políticos de la actualidad. Qué les lleva a complicarse la vida, a ser criticados, dicen que mal pagados. Y no es ni más ni menos que la Historia. El recuerdo mayúsculo de la Posteridad que mucho tiempo después hará que les admiren los visitantes del futuro al ver la lápida en su tumba. Nadie recordará su inutilidad, ni su torpeza, ni si fueron buenos o malos. La muerte que iguala y los años que difuminan. Tan solo que un tal Mariano Rajoy Brey fue el último Presidente del Reino de España entre 2011-2013. Descanse en paz.

Podría pasarme el día entero viajando en metro, en el metropolitaine, pasando por sus estaciones todas distintas, admirando su mobiliario, los carteles publicitarios, las máquinas que venden chocolate blando y bebidas rojas, sintiendo el miedo a los descarrilamientos, a los apagones, a quedarme en medio de un túnel teniendo que bajar a las vías a notar las ratas entre las chancletas, oliendo a grasa y escuchando el chirriar sobre los raíles, cambiando de línea solo por capricho llegando hasta el final, sin entender cómo fue posible, cómo el río no lo anegó todo, mirando las caras de las gentes, a esos chicos que beben cerveza en lata y hablan fuerte, son jóvenes y hermosos, de muchos colores y modernos peinados, con las mismas marcas pero todos diferentes, que van al Bois de Boulogne a fumar y a bailar, como los grupos que lo hacen a orillas del Sena, salsa, tango o minué, espiando a las chicas que te golpean al pasar con su perfume en la cara, como la pálida delgadita de blanco que se sentó junto a su novio indio oscuro en el centro del barco, sin mirarle mientras él hablaba y le sostenía una bolsa de ropa cara, sin hacerle mucho caso, componiendo un perfil digno de fotografiar, poniéndose y quitándose sus gafas de sol rosas, pensando en qué estará haciendo ahora Scarlett Johansson a la que le han dicho que se parecería un poco si tuviera más tetas, podría pasarme el día entero aquí abajo hasta quedarme solo, hasta que un altavoz dijera que van a cerrar y tuviera que chuparme el dedo para encontrar una corriente de aire que me llevara a la superficie.

Uno de los trabajos más arriesgados del mundo es el de la persona que está dentro del traje de Minnie Mouse. En Disney todo es posible como nos dijo la vendedora de entradas con su gorro del veinte aniversario que hacía propaganda entre los aburridos turistas en la cola de la catedral. Te puedes curar, rejuvenecer, enamorarte, perderte, quedarte sin una moneda... Es difícil ser turista, jornadas maratonianas en sentido estricto, caminatas de nueve a seis. Forman un ejército triste que se arrastra por las calles y los sitios que hay que ver porque si no para que viniste hasta aquí. Se les ve cansados y aburridos, añorando su sillón orejero y una tortillita de patatas o vaya usted a saber. En Disney es aún más trágico. Los padres empiezan ilusionados y los niños también, hacen filas con una sonrisa bajo el sol sin miedo a los carteristas, pero a medida que pasa el día se multiplican las discusiones, los niños se aburren, se duermen, ya no saben qué más comprar y los padres les chillan para que se lo pasen bien, que para eso han pagado una pasta por las entradas, y les obligan a quedarse hasta que explote el último cohete de la gran traca final. Y la pobre Minnie aguantando los tumultos que se forman a su alrededor, grandes y pequeños, hombres y mujeres que se quieren acercar a ella y hacerse una foto, tocarla, darle un beso, una palmadita en el culo de la pobre chica, o chico, que está debajo y que ni siquiera puede lanzar un juramento porque les tiene prohibido hablar, un pobre lituano no entendería que Minnie dijera un improperio en francés, que ni a mear la dejan ir tranquila pese a los esfuerzos de sus escoltas que para sí los quisiera la mismísima Reina de Inglaterra. Ya ves, un problema que ya resolvieron los franceses hace mucho, mucho tiempo.  

       

  





            









2 comentarios:

Ramona dijo...

This is fantastic!

DePelos dijo...

Me gustó o que leí.Buen blog