A Óscar Pérez
In memoriam.
Para Carlos Manjón, que me pidió una dedicatoria cibernética.
Un buen rato antes de que mi radio-despertador reviviera a las 5:30 AM , mis ojos se habían abierto y mi cabeza repasaba los elementos imprescindibles que no podía olvidar en casa para afrontar aquella aventura: Mi primera excursión a la montaña.
Me había acostado hacía unas horas que me parecieron cortísimas. Quería estar lo más descansado posible , dormirme como si fuera la noche de reyes y levantarme lleno de energía para desenvolver los regalos a toda prisa. Hacía calor y la oscuridad era casi completa. Desayuné muy poco, como siempre que estoy nervioso, un batido de chocolate insípido y medio pastelito del mismo material que me obligué a comer, sólo falta que me maree en el viaje. No me afeité para tener más aspecto de montañero y una mayor protección frente al sol que se anunciaba implacable. Cogí la mochila que me había dejado Josemari y salí de la habitación intentando calmar mi corazón. Dos camisetas transpirables, una para la subida y otra para la bajada, regaladas por un cumpleaños olvidado la tarde anterior. Una prenda de abrigo, polar parece que lo llaman las gentes que saben de esto. Unos calcetines recios de repuesto. Unos calzoncillos y un pantalón en los que guardarse si la cosa no salía según lo previsto. Y un chubasquero sin capucha prestado, hay que ser muy cabrón para dejar un chubasquero sin capucha para uno que se va a la montaña. Todo esto reposaba desde la tarde anterior en la mochila y ahora tenía que añadirle el resto, lo más rápido posible, para llegar sin apuros a la cita con el primer e indefinido vehículo. No me parece buena idea aparcar con una furgoneta delante de la Casa Cuartel de la Guardia Civil. De momento no era un problema.
Ahora tocaba el tema alimento-bebida. ¿Qué se come en la montaña?. Algo que te alimente y no te pese, tú mismo, todo gramo de más se paga a 2400 metros, eran las palabras de mi amigo resonando en la cabeza desde la noche anterior en la que me empané cuatro pechugas del Primero ante la desaprobación de mi mujer, no me gusta la carne de ese sitio y menos envasada. No tuve ganas de buscar una carnicería de verdad y comprar pollo con denominación de origen. Bastante sacrificio era salir a la calle a las siete de la tarde a la caza de mi sustento. Me puse unos calzoncillos sin costura que no había estrenado y unas alpargatas de esparto. Un elegante polo y un pantaloncito a juego completaban mi atuendo de supermercado. Imprescindible llevar una botella mediana de plástico de bebida con sales minerales para dar y tomar, y una bolsita con las gominolas más azucaradas que permitiera el Ministerio de Sanidad y Consumo. Deseché la idea de ir a la farmacia a por glucosa, no quería enfrentarme a las preguntas de mi policial farmacéutico. La expedición fue todo un éxito si no contamos con las rozaduras en las ingles y en el dedo gordo del pie derecho. Ya era mala suerte sufrir esos males justo unas horas antes de la aventura. Descarté experimentos con los calzoncillos en un momento tan delicado, sería un suplicio en las cumbres, y opté por los blancos con rendija de toda la vida. El dedo lo recubriría con una tirita y andando. La vida me estaba tratando duro pero yo sabría sobreponerme.
Las pechugas en papel de plata, compraríamos pan en La Nave, dos manzanas pequeñas y un tomatico para untar y que no se haga bolo. Tras rellenar la cantimplora más grande de las dos que me prestó Josemari, es triste no tener de nada pero aquí se portó bien el chaval , introduje el sustento en la mochila y al levantarla ya noté que pesaba demasiado. Me asusté y cambié el agua fría de cantimplora, a la más pequeña, haciéndome la ilusión de que pesaba menos. Gorro de los Simpson muy apropiado, mío, y gafas de sol también adecuadas y mías. Crema solar que no falte. Cerré el petate y me lo eché a la espalda maldiciendo el momento en el que había tocado las cintas para hacer más amplios los tirantes. Sentí que me desnucaba con todo aquel peso cervicales abajo. Casi se me olvida, la cajita con la química: Antiinflamatorios, analgésicos, antihistamínicos, antiácidos y algún anti que no recuerdo. Llevaba unos días dopándome con ellas y esperaba que no me fallaran, siempre confié en la Medicina. Se me hacía tarde y no quería llegar con retraso al lugar en el que me esperaba Santiago y un amigo suyo, ya los imaginaba cacheados por los agentes y con explicaciones colgadas de los piolets. Así que me calcé mis inapropiadas botas de baloncesto, descartadas afortunadamente por lo que luego se verá, las zapatillas sudadas de loneta y me abracé a mi compañera no sin antes dejar una nota de despedida en la cocina y coger llaves, móvil y cartera.
Nada más salir a la calle noté que mis hombros no se aclimataban a la coqueta mochila del coronel caqui, debería ajustarla antes de la ascensión. Se estaba mejor que en casa, atosigado por el calor y la responsabilidad. Puede que sean imaginaciones pero creo que las putas, los vagabundos insomnes y los borrachos de regreso, me miraban con admiración. Si me llegan a ver con las gafas y la gorra... A lo lejos vi una furgoneta ocupada por dos personas, qué puntuales, y apreté la marcha para no hacerles esperar. Cuando el semáforo se puso en verde aceleraron dejándome con cara de preocupación y mirada de reojo al de la metralleta. La estampa se deshizo cuando la enorme furgoneta que nos llevaría hasta el aparcamiento de un centro comercial en Huesca, me lanzó una ráfaga. Estaba unos metros más atrás de la zona de conflicto con la autoridad y ello me hizo alabar su prudencia. El sobrino de Santiago, el cuarto pasajero, no nos acompañará. Demasiados partidos de tenis el viernes por la tarde. Es quince de Agosto, Día de la Virgen, y comienza el viaje.
La autovía de Huesca está más negra que mis pensamientos y la furgoneta blanca con las ventanillas bajadas, a ver si me da un ataque de alergia, cabalga hacia el punto de encuentro con Josemari que baja del pueblo. Hablamos de la montaña, de mi inexperiencia, de sus ascensiones, de que es un paseo, del pobre Óscar que anda colgado en el Latok a 6300 metros, con una pierna rota y un brazo también. Estoy siguiendo la aventura de su rescate con una cercanía que nunca hubiera podido imaginar, los montañeros siempre me han parecido gente rara, de esa que arriesga su vida y de paso la de los demás. Ahora empiezo a verlo de otro modo, a mirar con gafas polarizadas y crema en los labios. Los Ibones Azules son mi particular cordillera paquistaní. Santiago lo ve difícil pero no imposible, son tíos muy buenos, picos de oro y con los huevos pelaos. Si la suerte acompaña todo acabará pronto. Han salido a buscarle lo mejor de lo mejor, la generación dorada del alpinismo español ya va de camino. Espero que tenga razón.
Cuando llegamos todavía Josemari no estaba, se oye música a lo lejos, son incansables estos peñistas, pero bajamos a estirar las piernas. Muy pronto el dulce rugir de los caballos de un inmaculado vehículo aparca junto a nosotros. Sacamos las mochilas, Santiago no quiere chaqueta pero sí los bastones, y las colocamos en el maletero. Veo que los dos van con pantalón largo y con botas como Dios manda. Empezamos bien. Rumbo a Panticosa según el horario previsto, creo que La Ronda de Boltaña ya atronaba los altavoces del coche, hay que ambientarse. Óscar vuelve al centro de la conversación a tres bandas en pocos minutos. Hasta el de Al filo de lo imposible ha ido a echar una mano y gente que estaba ganado el sueldo del año llevando a ricachones a hacerse una foto en las cumbres no ha dudado en acudir a la llamada. Me quedo pensando un buen rato. Me parece que los raros somos los demás.
Compramos pan en La Nave, un clásico del Prepirineo, una barra poco cocida para mí y una hogaza de pan de pueblo para Josemari. ¿No habíamos quedado en que no había que llevar peso?. Qué sabrás tú de pan, anda, coge un trozo de torta de manzana. De nuevo en el coche, amaneció y no se ve ni una nube a pesar de que anuncian tormentas para la tarde, lo que me faltaba por oír. En un momento hemos dejado atrás el pueblo y nos dirigimos al Balneario, a 1600 metros de altitud, punto de partida de la caminata. Espero que no haya guarda y nos dejen llegar hasta el refugio, la última vez no pudimos pasar, media hora más en cemento. Se piensan que esto es suyo, quién va a venir aquí a dejarse el dinero, la montaña es de los montañeros, brama Josemari mientras sonríe ante el hormigón abandonado. Tenemos suerte, el capital no se ha levantado todavía. Aparcamos al fondo y la cosa va en serio. Me pongo camiseta roja para subir y sudar antes de que queme el sol. La blanca, que dicen repele el calor, para la bajada. Hay que pensar en todo. Me enfundo doble calcetín, me embadurno de crema de sol y ajusto los tirantes de la mochila. A duras penas cierro la correa de la cintura y la del pecho. Bien agarradica, que se amolde a tu cuerpo. Tengo ganas de mear pero me aguanto por no hacerlo en una pared de cinco estrellas. Son las ocho y media, siento frío pero no me abrigo más porque imagino que enseguida no me hará falta. Se respira paz en los alrededores a pesar de que un buen número de personas sigue la senda que lleva hacia el cielo. Parecen montañeros curtidos y me pregunto qué hago yo allí. Algunos llevan equipos que asustan. No te preocupes, ésos van a Los Infiernos. Pues lo mismo que yo, no te digo.
Todavía no alcanzo a imaginar el terreno que nos aguarda, he pensado en ello pero no he visualizado la respuesta. Supongo que habrá una senda entre campos de hierba, lagos enormes que bordeamos y nos refrescan a la sombra de los árboles, un lugar extenso pero con una pendiente no muy pronunciada. No vamos a subir más que ochocientos metros, imagínate. Llegamos al pie de una pared, buscamos alguna indicación y allí está, GR 11, señalado por dos trazos de impermeable pintura, uno rojo y otro blanco. Lo que no veo es el paso al otro lado. Empezamos a ascender por un camino serpenteante con vegetación profusa y piso complicado, al menos para mí, ciudadano de Paseos y Avenidas. Las raíces, los troncos, las ramas... me miran con desconfianza y un punto de agresividad , no siento que estén de mi lado, me raspan en la cara, me arañan si busco una mano que me ayude. Estoy en medio de mis compañeros, soy el jamón de york de un mixto aún por pasar a la plancha. Al menos respiro bien y no me duelen las rodillas. Siempre hay una pechugada al principio, más vale así que tienes la fuerzas intactas, comenta Josemari. Miro hacia arriba, pocas veces porque voy con cuidado mirando al suelo, y no adivino el final. Van a ser tres horas muy largas hasta el destino, los malditos Ibones Azules, me han dicho que son muy bonitos. Tras un breve tramo de descenso, ya pienso que luego habrá que subirlo y que habrá que bajar lo que dejamos atrás, llegamos a un llano al borde de un río en el que paramos a comer una pieza de fruta, puedes tirar las pelazas para que coman los sarrios y las nutrias, no vi ninguno en todo el día, que de algo se tienen que alimentar los bichos. Me acuerdo de que no he meado todavía y lo hago alegremente pensando en el peso que me quito de encima. A partir de aquí, se me emborronan los recuerdos.
Subimos, subimos, subimos... sendas que son pedregales, generosos pedregales que son trampas semimortales para mis pobres Nike de baloncesto. Si me llego a traer las zapatillas de loneta, a estas horas ya estaría muerto o descalabrado esperando el helicóptero del 112. Piedras grandes, pequeñas y medianas, salpimentadas a ratos por breves corrientes de agua que las hacen más divertidas. Oigo el rumor del agua, una cascada aquí, una cascada con su poza allá, el sonido de los pájaros, las cigarras y lo que creo son serpientes de cascabel. El paisaje no lo recuerdo, no pude verlo preocupado en esquivar las caídas y los excursionistas que van y en algún caso vuelven. Prefiero no mirar hacia arriba, a veces, a la vuelta de una esquina o como se llame en la montaña, veo una cresta que me parece un ochomil y que mis compañeros ríen cuando califico de collado. Mira, hasta ahí arriba tenemos que subir, y pienso que es una broma. ¿Cómo vamos a llegar hasta allí? ¿Por qué camino?. Y no era una broma. De bajada, al echar la vista atrás , me impresionará el desnivel que hemos salvado. Dónde estarán los jodidos ibones... Será detrás de esta cresta, seguro que allí se abre una pradera llena de gente almorzando sobre mantelitos de cuadros. ¿Qué tal vas? Un poco más, sólo nos queda un poco más, me miente ahora uno y después el otro. Nos juntamos con una pareja de escaladores que van filmando la ascensión, se paran, les pasamos, nos vuelven a coger... Es un ir y venir de caras que empiezan a ser familiares como en un primer día de clase. Mientras tanto sigo buscando el camino de baldosas amarillas, una piedra, otra, otra... Hay que economizar esfuerzos y buscar el centímetro justo en el que poner el pie. Hace tiempo que voy cerrando el grupo, mis expertos compañeros suben como si estuvieran en las escaleras de la oficina pero me van aguardando para que no me descalabre o ,en el mejor de los casos, me pierda. Sudo pero me aguanto la sed pensando en el Gatorade y lo bueno que me sabrá allí arriba. 500 gramos menos, toma ya. Eso sí, empiezo a dar buena cuenta de las gominolas de fresa para que no se me acalambren los cuadriceps, si me siento no me podrán levantar, me tendrán que pegar un tiro. Me resbala crema de sol por los brazos, se junta con el sudor y el agua y a punto están de arruinar el reloj que me molesta en la muñeca y más aún en el bolsillo del pantalón. Y noto una rozadura en el empeine del pie derecho. Me curaré cuando la cordada haga cumbre. Me acuerdo de Óscar, no tengo tanta imaginación para pensar en cómo está, en su dolor, en el miedo, en la soledad, en la sonrisa de su amigo cuando le dice que pronto volverá, en su hambre, en su sed, en el frío, en el viento, en la oscuridad, en la luz que se apaga, en las hélices que no escucha, en la desesperanza. Me he puesto el gorro pese a que no siento la molestia del sol. Óscar ya no tendrá de nada.
Sigo mi particular ballet, danza de hipopótamos en tutú y con zancos de payaso, busco la casilla correcta, ficha perdida en el tablero que espera que el blanco no se abra bajo sus pies. Masajeo mis piernas e intento respirar por la nariz. A ratos hay más gente que en la plaza de Tellerda cuando son las fiestas. Me aparto, se apartan, nos saludamos pero no veo a nadie. Si pasara mi madre por aquí ni la reconocería. Un gordito ya va de bajada, nos dice que queda poco y que se va al bar a por una cerveza. Casi me voy con él. Un señor de setenta y nueve años que se mueve como Fred Astaire nos desea buenos días y no sé si me alegro de verle. Sin noticias de los Ibones ni de la madre que los parió. Equivocamos la ruta y tenemos que vadear un río. Qué bien, más diversión. A las 12 h. llegamos al primer Ibón. La gente come sus bocadillos y yo me tumbo en el suelo. Unas cuantas fotos para inmortalizar el momento y el sol que empieza a apretar. Me cambio la camiseta y me invento una sombra. No tengo ni hambre. En qué piensas. No pensaba en nada. Está comprobado científicamente que es imposible no pensar en nada. Pensaba que no pensaba en nada. Me acuerdo de Óscar, casi no le pongo cara, y me siento pequeño. Pequeño y gordo. Pequeño, gordo y torpe. Lo menos perderás cuatro kilos. Me gustaría ayudarle pero por no saber, no me acuerdo ni de rezar. Media pechuga entre el pan, se me olvida el tomate para ablandarlo, y bebida naranja con sales y no sé que más a tope. No me parece que una tortilla de jamón sea lo más adecuado, dijiste que ojito con la sed. Me remojo en el Ibón, una nube negra nos hace de toldo y después de dudarlo me quito las botas para ponerme un esparadrapo en la rozadura. Temía no poder calzarme después. Habrá que ponerse en marcha. No me gusta esa nube. Qué poco dura lo bueno. Me engañan y subimos al segundo ibón dejando las mochilas abajo, no sé si fiarme de esta panda de. Pues no era para tanto. Un poco antes de la una empezamos a bajar y la gente sigue subiendo. Me extraña ver a algunos niños. Cuando llegue a casa tengo que acordarme de prohibirle a mi hijo que se acerque a ningún monte. Que los vea en la tele, por lo menos hasta los treinta.
La bajada es mejor, ya verás, sin peso, con la corriente a favor... A mitad del camino las fuerzas me abandonan y el tramo final se me hace interminable, como esta narración. Mojo una y otra vez mi gorro en cualquier charco que me encuentro y sigo comiendo gominolas a ver si me ayudan con los calambres. Ahora parezco un concursante del un, dos, tres, eligiendo la piedra en la que apoyarme. Un trozo de una canción de Vetusta Morla me da vueltas por la cabeza, un cedé entre dos camisetas de montaña. Hay tanto idiota ahí afuera... Esa noche soñaré con piedras que pasan delante de mis ojos, sigo caminando como si huyera de las brasas, como si hubiera estado mucho rato jugando con la máquina de los marcianitos y éstos siguieran ahí, disparando a pesar de haber cerrado los ojos. Me resbalo, me voy quedando atrás, lástima no tener fotos del momento. Veo paisajes por primera vez y me parece que el final está fuera del mapa. Desde aquí ya se ven los coches, intentan animarme cuando todavía falta una hora. Y ya no recuerdo nada más hasta un refugio en el que me descalcé y me agarré a una jarra de cerveza, como si en ello me fuera la vida, a eso de las cuatro de la tarde. Fin de trayecto.
Cansado pero contento me disponía a meterme en la cama veinticuatro horas después de lo que antecede. Agujetas en las piernas pero una sensación de placer. Era un reto y lo superé, mal que bien. Se me quedó un beso en los labios cuando en la televisión dijeron que dejaban definitivamente el rescate de Óscar.
Me había acostado hacía unas horas que me parecieron cortísimas. Quería estar lo más descansado posible , dormirme como si fuera la noche de reyes y levantarme lleno de energía para desenvolver los regalos a toda prisa. Hacía calor y la oscuridad era casi completa. Desayuné muy poco, como siempre que estoy nervioso, un batido de chocolate insípido y medio pastelito del mismo material que me obligué a comer, sólo falta que me maree en el viaje. No me afeité para tener más aspecto de montañero y una mayor protección frente al sol que se anunciaba implacable. Cogí la mochila que me había dejado Josemari y salí de la habitación intentando calmar mi corazón. Dos camisetas transpirables, una para la subida y otra para la bajada, regaladas por un cumpleaños olvidado la tarde anterior. Una prenda de abrigo, polar parece que lo llaman las gentes que saben de esto. Unos calcetines recios de repuesto. Unos calzoncillos y un pantalón en los que guardarse si la cosa no salía según lo previsto. Y un chubasquero sin capucha prestado, hay que ser muy cabrón para dejar un chubasquero sin capucha para uno que se va a la montaña. Todo esto reposaba desde la tarde anterior en la mochila y ahora tenía que añadirle el resto, lo más rápido posible, para llegar sin apuros a la cita con el primer e indefinido vehículo. No me parece buena idea aparcar con una furgoneta delante de la Casa Cuartel de la Guardia Civil. De momento no era un problema.
Ahora tocaba el tema alimento-bebida. ¿Qué se come en la montaña?. Algo que te alimente y no te pese, tú mismo, todo gramo de más se paga a 2400 metros, eran las palabras de mi amigo resonando en la cabeza desde la noche anterior en la que me empané cuatro pechugas del Primero ante la desaprobación de mi mujer, no me gusta la carne de ese sitio y menos envasada. No tuve ganas de buscar una carnicería de verdad y comprar pollo con denominación de origen. Bastante sacrificio era salir a la calle a las siete de la tarde a la caza de mi sustento. Me puse unos calzoncillos sin costura que no había estrenado y unas alpargatas de esparto. Un elegante polo y un pantaloncito a juego completaban mi atuendo de supermercado. Imprescindible llevar una botella mediana de plástico de bebida con sales minerales para dar y tomar, y una bolsita con las gominolas más azucaradas que permitiera el Ministerio de Sanidad y Consumo. Deseché la idea de ir a la farmacia a por glucosa, no quería enfrentarme a las preguntas de mi policial farmacéutico. La expedición fue todo un éxito si no contamos con las rozaduras en las ingles y en el dedo gordo del pie derecho. Ya era mala suerte sufrir esos males justo unas horas antes de la aventura. Descarté experimentos con los calzoncillos en un momento tan delicado, sería un suplicio en las cumbres, y opté por los blancos con rendija de toda la vida. El dedo lo recubriría con una tirita y andando. La vida me estaba tratando duro pero yo sabría sobreponerme.
Las pechugas en papel de plata, compraríamos pan en La Nave, dos manzanas pequeñas y un tomatico para untar y que no se haga bolo. Tras rellenar la cantimplora más grande de las dos que me prestó Josemari, es triste no tener de nada pero aquí se portó bien el chaval , introduje el sustento en la mochila y al levantarla ya noté que pesaba demasiado. Me asusté y cambié el agua fría de cantimplora, a la más pequeña, haciéndome la ilusión de que pesaba menos. Gorro de los Simpson muy apropiado, mío, y gafas de sol también adecuadas y mías. Crema solar que no falte. Cerré el petate y me lo eché a la espalda maldiciendo el momento en el que había tocado las cintas para hacer más amplios los tirantes. Sentí que me desnucaba con todo aquel peso cervicales abajo. Casi se me olvida, la cajita con la química: Antiinflamatorios, analgésicos, antihistamínicos, antiácidos y algún anti que no recuerdo. Llevaba unos días dopándome con ellas y esperaba que no me fallaran, siempre confié en la Medicina. Se me hacía tarde y no quería llegar con retraso al lugar en el que me esperaba Santiago y un amigo suyo, ya los imaginaba cacheados por los agentes y con explicaciones colgadas de los piolets. Así que me calcé mis inapropiadas botas de baloncesto, descartadas afortunadamente por lo que luego se verá, las zapatillas sudadas de loneta y me abracé a mi compañera no sin antes dejar una nota de despedida en la cocina y coger llaves, móvil y cartera.
Nada más salir a la calle noté que mis hombros no se aclimataban a la coqueta mochila del coronel caqui, debería ajustarla antes de la ascensión. Se estaba mejor que en casa, atosigado por el calor y la responsabilidad. Puede que sean imaginaciones pero creo que las putas, los vagabundos insomnes y los borrachos de regreso, me miraban con admiración. Si me llegan a ver con las gafas y la gorra... A lo lejos vi una furgoneta ocupada por dos personas, qué puntuales, y apreté la marcha para no hacerles esperar. Cuando el semáforo se puso en verde aceleraron dejándome con cara de preocupación y mirada de reojo al de la metralleta. La estampa se deshizo cuando la enorme furgoneta que nos llevaría hasta el aparcamiento de un centro comercial en Huesca, me lanzó una ráfaga. Estaba unos metros más atrás de la zona de conflicto con la autoridad y ello me hizo alabar su prudencia. El sobrino de Santiago, el cuarto pasajero, no nos acompañará. Demasiados partidos de tenis el viernes por la tarde. Es quince de Agosto, Día de la Virgen, y comienza el viaje.
La autovía de Huesca está más negra que mis pensamientos y la furgoneta blanca con las ventanillas bajadas, a ver si me da un ataque de alergia, cabalga hacia el punto de encuentro con Josemari que baja del pueblo. Hablamos de la montaña, de mi inexperiencia, de sus ascensiones, de que es un paseo, del pobre Óscar que anda colgado en el Latok a 6300 metros, con una pierna rota y un brazo también. Estoy siguiendo la aventura de su rescate con una cercanía que nunca hubiera podido imaginar, los montañeros siempre me han parecido gente rara, de esa que arriesga su vida y de paso la de los demás. Ahora empiezo a verlo de otro modo, a mirar con gafas polarizadas y crema en los labios. Los Ibones Azules son mi particular cordillera paquistaní. Santiago lo ve difícil pero no imposible, son tíos muy buenos, picos de oro y con los huevos pelaos. Si la suerte acompaña todo acabará pronto. Han salido a buscarle lo mejor de lo mejor, la generación dorada del alpinismo español ya va de camino. Espero que tenga razón.
Cuando llegamos todavía Josemari no estaba, se oye música a lo lejos, son incansables estos peñistas, pero bajamos a estirar las piernas. Muy pronto el dulce rugir de los caballos de un inmaculado vehículo aparca junto a nosotros. Sacamos las mochilas, Santiago no quiere chaqueta pero sí los bastones, y las colocamos en el maletero. Veo que los dos van con pantalón largo y con botas como Dios manda. Empezamos bien. Rumbo a Panticosa según el horario previsto, creo que La Ronda de Boltaña ya atronaba los altavoces del coche, hay que ambientarse. Óscar vuelve al centro de la conversación a tres bandas en pocos minutos. Hasta el de Al filo de lo imposible ha ido a echar una mano y gente que estaba ganado el sueldo del año llevando a ricachones a hacerse una foto en las cumbres no ha dudado en acudir a la llamada. Me quedo pensando un buen rato. Me parece que los raros somos los demás.
Compramos pan en La Nave, un clásico del Prepirineo, una barra poco cocida para mí y una hogaza de pan de pueblo para Josemari. ¿No habíamos quedado en que no había que llevar peso?. Qué sabrás tú de pan, anda, coge un trozo de torta de manzana. De nuevo en el coche, amaneció y no se ve ni una nube a pesar de que anuncian tormentas para la tarde, lo que me faltaba por oír. En un momento hemos dejado atrás el pueblo y nos dirigimos al Balneario, a 1600 metros de altitud, punto de partida de la caminata. Espero que no haya guarda y nos dejen llegar hasta el refugio, la última vez no pudimos pasar, media hora más en cemento. Se piensan que esto es suyo, quién va a venir aquí a dejarse el dinero, la montaña es de los montañeros, brama Josemari mientras sonríe ante el hormigón abandonado. Tenemos suerte, el capital no se ha levantado todavía. Aparcamos al fondo y la cosa va en serio. Me pongo camiseta roja para subir y sudar antes de que queme el sol. La blanca, que dicen repele el calor, para la bajada. Hay que pensar en todo. Me enfundo doble calcetín, me embadurno de crema de sol y ajusto los tirantes de la mochila. A duras penas cierro la correa de la cintura y la del pecho. Bien agarradica, que se amolde a tu cuerpo. Tengo ganas de mear pero me aguanto por no hacerlo en una pared de cinco estrellas. Son las ocho y media, siento frío pero no me abrigo más porque imagino que enseguida no me hará falta. Se respira paz en los alrededores a pesar de que un buen número de personas sigue la senda que lleva hacia el cielo. Parecen montañeros curtidos y me pregunto qué hago yo allí. Algunos llevan equipos que asustan. No te preocupes, ésos van a Los Infiernos. Pues lo mismo que yo, no te digo.
Todavía no alcanzo a imaginar el terreno que nos aguarda, he pensado en ello pero no he visualizado la respuesta. Supongo que habrá una senda entre campos de hierba, lagos enormes que bordeamos y nos refrescan a la sombra de los árboles, un lugar extenso pero con una pendiente no muy pronunciada. No vamos a subir más que ochocientos metros, imagínate. Llegamos al pie de una pared, buscamos alguna indicación y allí está, GR 11, señalado por dos trazos de impermeable pintura, uno rojo y otro blanco. Lo que no veo es el paso al otro lado. Empezamos a ascender por un camino serpenteante con vegetación profusa y piso complicado, al menos para mí, ciudadano de Paseos y Avenidas. Las raíces, los troncos, las ramas... me miran con desconfianza y un punto de agresividad , no siento que estén de mi lado, me raspan en la cara, me arañan si busco una mano que me ayude. Estoy en medio de mis compañeros, soy el jamón de york de un mixto aún por pasar a la plancha. Al menos respiro bien y no me duelen las rodillas. Siempre hay una pechugada al principio, más vale así que tienes la fuerzas intactas, comenta Josemari. Miro hacia arriba, pocas veces porque voy con cuidado mirando al suelo, y no adivino el final. Van a ser tres horas muy largas hasta el destino, los malditos Ibones Azules, me han dicho que son muy bonitos. Tras un breve tramo de descenso, ya pienso que luego habrá que subirlo y que habrá que bajar lo que dejamos atrás, llegamos a un llano al borde de un río en el que paramos a comer una pieza de fruta, puedes tirar las pelazas para que coman los sarrios y las nutrias, no vi ninguno en todo el día, que de algo se tienen que alimentar los bichos. Me acuerdo de que no he meado todavía y lo hago alegremente pensando en el peso que me quito de encima. A partir de aquí, se me emborronan los recuerdos.
Subimos, subimos, subimos... sendas que son pedregales, generosos pedregales que son trampas semimortales para mis pobres Nike de baloncesto. Si me llego a traer las zapatillas de loneta, a estas horas ya estaría muerto o descalabrado esperando el helicóptero del 112. Piedras grandes, pequeñas y medianas, salpimentadas a ratos por breves corrientes de agua que las hacen más divertidas. Oigo el rumor del agua, una cascada aquí, una cascada con su poza allá, el sonido de los pájaros, las cigarras y lo que creo son serpientes de cascabel. El paisaje no lo recuerdo, no pude verlo preocupado en esquivar las caídas y los excursionistas que van y en algún caso vuelven. Prefiero no mirar hacia arriba, a veces, a la vuelta de una esquina o como se llame en la montaña, veo una cresta que me parece un ochomil y que mis compañeros ríen cuando califico de collado. Mira, hasta ahí arriba tenemos que subir, y pienso que es una broma. ¿Cómo vamos a llegar hasta allí? ¿Por qué camino?. Y no era una broma. De bajada, al echar la vista atrás , me impresionará el desnivel que hemos salvado. Dónde estarán los jodidos ibones... Será detrás de esta cresta, seguro que allí se abre una pradera llena de gente almorzando sobre mantelitos de cuadros. ¿Qué tal vas? Un poco más, sólo nos queda un poco más, me miente ahora uno y después el otro. Nos juntamos con una pareja de escaladores que van filmando la ascensión, se paran, les pasamos, nos vuelven a coger... Es un ir y venir de caras que empiezan a ser familiares como en un primer día de clase. Mientras tanto sigo buscando el camino de baldosas amarillas, una piedra, otra, otra... Hay que economizar esfuerzos y buscar el centímetro justo en el que poner el pie. Hace tiempo que voy cerrando el grupo, mis expertos compañeros suben como si estuvieran en las escaleras de la oficina pero me van aguardando para que no me descalabre o ,en el mejor de los casos, me pierda. Sudo pero me aguanto la sed pensando en el Gatorade y lo bueno que me sabrá allí arriba. 500 gramos menos, toma ya. Eso sí, empiezo a dar buena cuenta de las gominolas de fresa para que no se me acalambren los cuadriceps, si me siento no me podrán levantar, me tendrán que pegar un tiro. Me resbala crema de sol por los brazos, se junta con el sudor y el agua y a punto están de arruinar el reloj que me molesta en la muñeca y más aún en el bolsillo del pantalón. Y noto una rozadura en el empeine del pie derecho. Me curaré cuando la cordada haga cumbre. Me acuerdo de Óscar, no tengo tanta imaginación para pensar en cómo está, en su dolor, en el miedo, en la soledad, en la sonrisa de su amigo cuando le dice que pronto volverá, en su hambre, en su sed, en el frío, en el viento, en la oscuridad, en la luz que se apaga, en las hélices que no escucha, en la desesperanza. Me he puesto el gorro pese a que no siento la molestia del sol. Óscar ya no tendrá de nada.
Sigo mi particular ballet, danza de hipopótamos en tutú y con zancos de payaso, busco la casilla correcta, ficha perdida en el tablero que espera que el blanco no se abra bajo sus pies. Masajeo mis piernas e intento respirar por la nariz. A ratos hay más gente que en la plaza de Tellerda cuando son las fiestas. Me aparto, se apartan, nos saludamos pero no veo a nadie. Si pasara mi madre por aquí ni la reconocería. Un gordito ya va de bajada, nos dice que queda poco y que se va al bar a por una cerveza. Casi me voy con él. Un señor de setenta y nueve años que se mueve como Fred Astaire nos desea buenos días y no sé si me alegro de verle. Sin noticias de los Ibones ni de la madre que los parió. Equivocamos la ruta y tenemos que vadear un río. Qué bien, más diversión. A las 12 h. llegamos al primer Ibón. La gente come sus bocadillos y yo me tumbo en el suelo. Unas cuantas fotos para inmortalizar el momento y el sol que empieza a apretar. Me cambio la camiseta y me invento una sombra. No tengo ni hambre. En qué piensas. No pensaba en nada. Está comprobado científicamente que es imposible no pensar en nada. Pensaba que no pensaba en nada. Me acuerdo de Óscar, casi no le pongo cara, y me siento pequeño. Pequeño y gordo. Pequeño, gordo y torpe. Lo menos perderás cuatro kilos. Me gustaría ayudarle pero por no saber, no me acuerdo ni de rezar. Media pechuga entre el pan, se me olvida el tomate para ablandarlo, y bebida naranja con sales y no sé que más a tope. No me parece que una tortilla de jamón sea lo más adecuado, dijiste que ojito con la sed. Me remojo en el Ibón, una nube negra nos hace de toldo y después de dudarlo me quito las botas para ponerme un esparadrapo en la rozadura. Temía no poder calzarme después. Habrá que ponerse en marcha. No me gusta esa nube. Qué poco dura lo bueno. Me engañan y subimos al segundo ibón dejando las mochilas abajo, no sé si fiarme de esta panda de. Pues no era para tanto. Un poco antes de la una empezamos a bajar y la gente sigue subiendo. Me extraña ver a algunos niños. Cuando llegue a casa tengo que acordarme de prohibirle a mi hijo que se acerque a ningún monte. Que los vea en la tele, por lo menos hasta los treinta.
La bajada es mejor, ya verás, sin peso, con la corriente a favor... A mitad del camino las fuerzas me abandonan y el tramo final se me hace interminable, como esta narración. Mojo una y otra vez mi gorro en cualquier charco que me encuentro y sigo comiendo gominolas a ver si me ayudan con los calambres. Ahora parezco un concursante del un, dos, tres, eligiendo la piedra en la que apoyarme. Un trozo de una canción de Vetusta Morla me da vueltas por la cabeza, un cedé entre dos camisetas de montaña. Hay tanto idiota ahí afuera... Esa noche soñaré con piedras que pasan delante de mis ojos, sigo caminando como si huyera de las brasas, como si hubiera estado mucho rato jugando con la máquina de los marcianitos y éstos siguieran ahí, disparando a pesar de haber cerrado los ojos. Me resbalo, me voy quedando atrás, lástima no tener fotos del momento. Veo paisajes por primera vez y me parece que el final está fuera del mapa. Desde aquí ya se ven los coches, intentan animarme cuando todavía falta una hora. Y ya no recuerdo nada más hasta un refugio en el que me descalcé y me agarré a una jarra de cerveza, como si en ello me fuera la vida, a eso de las cuatro de la tarde. Fin de trayecto.
Cansado pero contento me disponía a meterme en la cama veinticuatro horas después de lo que antecede. Agujetas en las piernas pero una sensación de placer. Era un reto y lo superé, mal que bien. Se me quedó un beso en los labios cuando en la televisión dijeron que dejaban definitivamente el rescate de Óscar.
4 comentarios:
Vengo del blog de Berbi y ambos coincidís en el tema.
Un suceso terrible.
Hace pocos meses murió un amigo mío en la montaña mientras realizaba un trabajo científico, en los Cárpatos. La nieve lo sepultó. Estos días me he estado acordando de él.
Un brindis por Óscar, a su memoria.
Tras leer estas líneas veo que no me ganará la vida como guía de montaña...
Las pinceladas sobre Óscar le dan un toque serio, humano y de calidad, dentro de la soberbia humorada.
Si es que estás hecho para el humor, en tu sufrimiento fuiste capaz de vez el lado cómico.
Hi, I have visited your blog and enjoy. Success for you. One world one dream: peace.
Sigues siendo "el verbo". Enhorabuena crack.
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