sábado, 18 de abril de 2009

EL DESEO EN TELLERDA









No suelo salir de casa sin mis crampones, soy hombre poco dado a los viajes y las aventuras, y me produce terror que una mañana cualquiera mi jefe me ordene visitar la delegación de Casetas, Utebo o incluso Alagón, poblaciones todas ellas ignotas para mí y que imagino llenas de grandes peligros y abundantes hielos. De tal modo que haciendo caso a mi madre, lleva siempre encima unos crampones limpios no vaya a ser que te atropelle un autobús, rara es la vez que los dejo olvidados en la mesilla de noche. Y para ir a Tellerda sabía que los iba a necesitar.

Me enamoré locamente de Désirée nada más verla en el weblog de Eduard Blanco. Era justamente el tipo de mujer que me gusta: Morena de pelo lacio, blanca de piel, carnosos labios rojos, ojazos verdes y calladita. Vamos, lo que a cualquier hombre que se precie de serlo. Leí que acababa de cortar con su novio y que se había quedado tirada en Barcelona. Yo tenía unos días de fiesta y qué mejor que invitarla a Zaragoza a celebrar la resaca del Bicentenario de Los Sitios. Se me da bien estrechar lazos con culturas distintas. Me estremecí al ver que Eduard la había enviado, no sé con qué intenciones, al pueblo de Berbi. Pobre francesita, dulce colifror escarolada, sola e indefensa en Tellerda. Morales abrió rápidamente sus garras de araña en celo y estaba dispuesto a devorar a la mariposa tricolor. Hice de tripas corazón y me fui a la Estación Central de Autobuses a comprar un billete de ida a Tellerda. No podía consentir que el cuento acabara así.

Intenté explicar a mi mujer que tenía que hacer un viaje urgente, ¿tú? si el viaje más largo lo has hecho al Arrabal, no comprendió que me enfundara en su traje de esquiar y que me calzara mis botas negras de baloncesto. También coloqué en la mochila el trajecito de explorador y el bote de ahuyentar mosquitos que me compré cuando casi me obligaron a viajar a Iguazú los de mi empresa. No seas tonto, hombre, si te ha tocado, te ha tocado. Muchos matarían por estar en tu lugar. Aún recuerdo los gritos de la azafata cuando empuñé la pistola de chocolate para que detuvieran la maniobra de despegue del avión. Besé a mi hijo en la frente y le dije que algún día lo entendería. ¿Me traerás un gormitti?. Lo peor fue al llegar a la estación y la cara que puso el de la taquilla cuando le pedí un billete a Tellerda. ¿Tellerda? Llamó a su supervisor al notar mi desesperación. Su jefe, por algo había llegado a serlo, le explicó que me vendiera un billete a Aínsa y que antes de llegar a término le preguntara al conductor por dónde caía el Tellerda por el que le estaba martirizando. Si no hubiera sido por la mampara que nos separaba le hubiera estampado un beso en la boca. Eso sí, tuve que acampar toda la noche al lado de un banco, bajo la atenta mirada del vigilante de seguridad y las rondas, aparentemente casuales, de la pareja de la policía. El autobús del amor no saldría hasta las ocho de la mañana.

Imaginé la cara de Berbi a la puerta de la taberna de El Zarpas, sentado en un banco de madera, ligeramente achispado por el pacharán de la espera. La perilla que le ha hecho famoso y su legendaria caída de ojos serían armas suficientes para derrotar a mi amada Désirée. No pude conciliar el sueño, casí podía masticar los gritos de la dama del Elíseo momentos antes de ser aplastada por el cuerpo del tellerdano. No llores Desi, no llores, que vas a lograr que se me atragante el bocadillo de jamón con tomate. Fui el primero en subir al destartalado autobús, me senté al lado de la conductora después de haberme cerciorado de que conocía el camino y me agarré lo más fuerte que pude al asiento. Tengo tendencia a marearme y en esta situación me temía lo peor. Antes de pasar la Academia General Militar ya había vomitado tres veces. Serían los nervios, el esófago o el carajillo que desayuné, pero no había manera de dejar de pegar la cara en la bolsa gris con la que me obsequió la amable conductora. Debían ser las doce y media de la mañana cuando besé el suelo de Tellerda.

Pálido como el sudario de Cristo logré preguntar a un aldeano por el paradero de José María, el de Casa Berbi. Ahí enfrente, la primera que cruza a la derecha, al lado de Casa Raso, un poco más abajo de los Picón. Se quitó la boina y amablemente me dijo que tenía que ir a escamochar unos pepinos y a ver si azuleaban las berenjenas. Por lo visto, en Tellerda es algo así como el deporte nacional. Antes de marchar me contó que no creía que el malhechor estuviera en casa, que por la noche se largó pronto del bar, dando tumbos, abrazado a la cintura de una gabachica que les miraba con cara de susto. Pobreta, no la habrá dejao pegar ojo. Que de buena mañana había pasado bajo su ventana camino del collado. Con Dios, amigo. Mis peores presentimientos se estaban haciendo realidad. Además me empezaba a molestar el tiro del mono de mi mujer y se me había rajado la culera al agacharme para ajustar los crampones a mis Nike. Me unté la cara de Utabón, cogí un palo a modo de bastón y me encomendé a los santos que logré recordar para que me protegieran en esta aventura. Qué bien entendía ahora lo que debía sentir Pauner allá en el Himalaya, rodeado de sherpas y con los dedicos a medio congelar.

Atravesé un mar de árboles en flor que no supe identificar, nunca presté mucha atención en clase de naturales, verdes prados en las faldas de montañas que imaginé poco menores que el Everest, tomé un sendero que me hizo estornudar casi hasta la muerte, atragantado por un olor que rápidamente relacioné con los poleo menta que se toma mi mujer para desayunar. Agotado, me senté a descansar bajo un enorme árbol negro con pinta de ser un olivo, no sé si un cocotero. El sol estaba en lo más alto y una gota de sudor mezclado con pomada antimosquito me resbalaba por mitad de la espalda, terminando su recorrido a la altura de la canaleta del culo. El frío comenzaba a ser intenso y la vegetación cambiante por un pedregal espolvoreado de blanca nieve polar. Arrojé la brújula con rabia al ver que me olvidé las instrucciones en casa, malditos aparatos japoneses, ni el mismísimo Hilary sería capaz de descifralos. Retomé la marcha, aterrorizado por la ventisca y a punto de mandar al cuerno a la francesita, al amor y a la madre que los parió. Mi educación tardofranquista me hizo seguir en el empeño. Con esfuerzo se consigue cualquier meta, rezaba mi libro de Formación del Espíritu Nacional. Al lado de las nubes, aquello cobraba su verdadero sentido.

No podía creerlo, pensé que era uno de esos espejismos que alguna vez leí se producían en las laderas de los montes, provocados por el hambre, olvidé comprar víveres en el colmado del pueblo, y la falta de oxígeno. Pero no, no era un espejismo, aquella perilla escarchada era inconfundible por más que el felón de Berbi hundiera los ojos en su polar rosa chicle. ¿Qué has hecho? ¿Y Désirée? Temí lo peor, un brillo loco refulgía en sus ojos, detrás de sus gafas polarizadas que tan bien le quedaban. Le agarré de un brazo y le zarandeé mientras le gritaba las dos preguntas que el eco me devolvía multiplicadas. Cho-cho, ré-ré, cho-cho-ré-ré... Se zafó rápidamente ayudado por su conocimiento del terreno y por la flaqueza de mis fuerzas. Casi me tira por el precipicio. Llegas demasiado tarde, es lo único que me dijo, que me gritó con su fuerte acento Tellerdano. Arde-arde. ARDE!!! Siguió en su descenso mientras se comía un bocadillo de fuet e iba cantando no sé qué tonada de la Ronda de Boltaña sobre un país perdido. Yo me ajusté los crampones que me estaban haciendo unas rozaduras espantosas y me enfrenté con mi destino. El frío me estaba dejando el ojete como un frigodedo y notaba síntomas de congelación en la punta de la nariz, mi apéndice más prominente cuando estoy vestido.

No puedo precisar el tiempo que pasó, no podría decir los kilómetros que ascendí por aquel paraje terrible antes de encontrarme con aquel horror. Mon amour francés estaba congelada, recostada contra una piedra, una sonrisa en los labios y un hilillo de sangre de fresa en la frente. La cima estaba repleta de excursionistas desprevenidas a las que una ola de frío había dejado inmortalizadas para la posteridad. Eran hermosas, jóvenes para siempre, vestidas con ropas no muy distintas a las mías, ojos de ginebra azul que parecían mirarme con amor. Dudé por un segundo dejar que la montaña incrementara su colección, hacer que uniera otra pieza más a su macabra galería. Con lágrimas en los ojos que el viento convertía en copitos de nieve, me abalancé con furia loca y ciego de amor sobre el cuerpo de mi cruasantito. Le golpeé dulcemente en las mejillas, le dije que no se durmiera, la abrigué con mi trajecito de explorador. Pero no reaccionaba, estaba rígida, helada. Le abracé con todo mi cuerpo, intenté transmitirle mi calor, la poca vida que sentía me quedaba dentro, agotado por la ascensión y la inanición. Empecé a masajearla, intentando que el color volviera a ella, que brotara la primavera en mitad del más duro invierno. Primero los brazos, luego las piernas, demorándome en sus muslos, en sus duras nalgas, frotándome en las partes sensibles de su anatomía. La besé en los labios sintiéndome un príncipe azul de frío. No despertó. Deseé que como aquella lejana vez, dos ángeles con la cara de Michael Jordan bajaran del cielo y nos llevaran lejos de aquel infierno. Cuando alcé mis ateridos ojos, próxima la noche, sólo alcancé a ver negros nubarrones barrigudos que no presagiaban nada bueno.

El descenso fue complicado, peligroso, de no ser por mis crampones jamás habría escrito esto. Pese a todo resbalé, resbalamos y caímos al suelo varias veces. Creo que eso me ayudó a entrar en calor y a madame assoupie a volver a la vida a base de golpes y heridas por las que brotaba algo parecido a la sangre. Sus mejillas se colorearon y sus púpilas volvieron a ser tan verdes como el mar menorquín. Me deshice de la inútil mochila y la coloqué a corderetas, a punto de llorar por el acalambramiento de mis vigorosos brazos. Creí morir de emoción al ver a los lejos, en medio de las laderas verdes, los tejados pizarrosos de las primeras casas de Tellerda. Aguanta, aguanta, un poco más, pronto llegaremos a Eurodisney, le dije al ser la primera cosa francesa que me vino a la cabeza. Cuando llegamos a la plaza del pueblo, tristemente iluminada por tres bombillas desvencijadas, los lugareños debieron pensar que éramos el mismísmo hombre de las nieves y su novia a la vuelta de la luna de miel.

Allí estaba Angélica, con lágrimas en los ojos y creo que eran de verdad, uno nunca sabe con las actrices. Poco tiempo después, delante de un plato de migas a la pastora y una botella de vino tinto que sabía a rayos, me contó que habían venido en cuanto se enteraron, nada más que Luis dio la voz de alarma al leer el mensaje de Berbi el perillán. Me costó más encontrar a su marido, el Señor Ubé y su manía de la invisibilidad. Ahí estaba, tras sus gafas de pasta y una poblada perilla que me hizo estremecer de miedo. Enseguida reconocí a Borrás, no nos habíamos visto en la vida pero le distinguí por su porte elegante y la educación que transpiraba. Nos abrazamos los cuatro en silencio y casi se me cae al suelo la pobre Désirée. No me avergüenza confesar que lloré y que alguien me tocó el culo con disimulo. Luis, que hacía unas horas había aterrizado con su avión privado en un sembrado cercano ante el pasmo y disgusto de un lugareño, me hizo un gesto con la cabeza. En una esquina de la plaza, entre una pareja de hermanos de la guardia civil, Joel y Ethan, destinados en el cuartelillo de Fago, estaba Berbi. Impertérrito, con la mirada en lo alto de la montaña, parecía estar muy lejos de allí. El alcalde, el cura y el médico, tras presentarse con mucha educación y respeto, me explicaron que lo habían detenido nada más aparecer en el término municipal, avisados de lo que había hecho y esperando que el peso de la ley cayera sobre su canosa cabeza. Estaban organizando una partida para salir en nuestra búsqueda nada más clarear el cielo.

Tras dejar a mi amada en pleno deshielo, en manos de las enlutadas y velludas mujeres que se arremolinaban en silencio alrededor nuestro, no tuve valor para cruzar mi mirada con la del delincuente novato. A empujones lo llevaban a la casa del alcalde donde esperarían refuerzos para conducirle al juzgado de Aínsa. La pareja de hermanos bigotudos atricorniados habían desestimado llevarle a Fago por el alto riesgo de fuga, de pequeño estaba todo el día huído de clase martirizando lagartijas, nos contó más tarde Don Anselmo, el maestro. Sus explicaciones quedaron interrumpidas por el ruido de las hélices del helicóptero del 112 que iba a trasladar a Désirée al Miguel Servet de Zaragoza. Me negué a acompañarles, que una cosa es el amor y otra que a uno le guste quebrar las leyes de la gravedad en el primer artefacto que te presenten. Veinticuatro horas después me quité los crampones y pensé que Tellerda era un buen lugar para descansar. Después de todo, Casa Berbi iba a estar vacía diez años y un día.


NOTA: Para la cabal comprensión del texto, si ello es posible, se recomienda leer el relato Désirée, la Francesa, de Eduard Blanco http://eduardblanco.wordpress.com/2009/04/08/desiree-la-francesa/ y la francesita Désirée, de José María Morales http://unodetellerda.blogspot.com/2009/04/la-francesita-desiree.html

Dios les perdone.

Gracias a Angélica, Ubé y Borrás, constantes fuentes de inspiración

4 comentarios:

Anónimo dijo...

Menudo nivel. Así no hay quien se atreva a coger la pluma.
Voy a tener que dejar la perrería a un lado y hacerme francesa de Loarre.

Saludos de viento y ciento

Edu dijo...

Nunca esperé menos de vuestra ciencia y consecuente arrojo. Me duele por el Berbi, pero cualquiera que mal haga ha de pagar el pecar y con la gabachita el juicio es además de supremo, divino.
Duerma tranquilo que ya cumplió.

PD Con ese juego de pluma y muñeca ha puesto el listón a la altura de los satélites. Ahora, a ver quién le alcanza.

Un abrazo de un ex-critor Iluso de apellido.

Luis Borrás dijo...

Estimado Jaloza:
¿Porte distinguido? ¿avión privado?me confunde usted, seguramente, con alguno de mis primos, los famosos jugueteros de Ibi, a los que Ubé conoce bien.
En mi caso, ni tan siquiera me alcanza para el viaje en autobús. Soy de la misma estirpe de Jose Vicente Torrente Secorún, y Ciro Bayo, peregrino entretenido, andarín, coleccionista de estampas y momentos de silencio.
Tremendo relato. Siempre se lo he dicho, su envidiable buen humor le salvará de cualquier tormenta. Ese pantalón roto, esa pareja de guardias civiles cineastas, ese anónimo que le palpó el trasero.
Tremenda saga la de Tellerda. Clásica en la voz de Berbi. Contemporánea y ecléctica en la de Jaloza.
En ambos casos, este humilde y torpe escribidor, se descubre ante el regalo de su prosa, y el favor de su amistad.
Un fuerte, agradecido y emocionado abrazo heterosexual.

José Manuel Ubé González dijo...

¿Y qué va a pasar ahora? Ya estoy con la mosca detrás de la oreja, y ya sabe lo molesto que es eso, especialmente si la mosca está en celo. ¿Quién va a ser el próximo en continuar la historia? Si lo desean, puedo atar a Angélica (todos conocen mis tendencias fetichistas) con corsé y patucos, frente al ordenador hasta que haga una nueva entrega. Propongo además que este grupo compre los autoslocos (aquella fantástica serie de dibujos animados) y hagan carreras literarias por los prados y campos de berenjenas de Tellerda. Chis pum.