sábado, 13 de diciembre de 2008

SANTIAGO.RAMÓN.CAJAL.

La lluvia y las burbujas que restallan en los charcos. Alguien me contó que seguirá lloviendo. Desde mi mesa de mármol escucho a una mujer cantando algo tan triste como esta tarde. Mi pie sigue apesadumbrado el compás sobre la barra de hierro de la vieja máquina de coser en desuso, en la que se apoya el sucio tablero. Miro a través de los empañados cristales del vetusto portalón de madera que da al amplio jardín inundado de verde. Centenarios troncos enmohecidos evocan un paisaje tropical que bajo los amplios techos bien pudiera ser cubano.

Te recuerdo de blanco lino y mal afeitada barba, guiñando los ojos bajo el abrasador sol del verano americano. Aquí hace frío y un pájaro desorientado me mira titubeante desde su acogedor agujero de madera. Al otro lado de la ventana, los arbustos parecen echarse encima de mí y me asusta enfermar de malaria y no regresar nunca más. Levanto la vista y veo palmeras, helechos y cien variedades que ahora me pena no reconocer. Y es Ramón y Cajal tomando las aguas en un balneario alfonsino, con su arrinconado ascensor al que ni las carpas del lago querrían ir a parar. Santiago se ríe a mi espalda, ahora debe andar en el Paraninfo, tableteando el embaldosado pasillo, cansado de mirar por el microscopio y no ver lo que sabe que debería ver. Le ha quedado el andar bamboleante de los que vivieron en un barco de vapor o fueron heridos por las flechas de los indios.

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Una vez que se hubo secado la tinta, dobló cuidadosamente las cuartillas por la mitad, hasta que alcanzaron el tamaño adecuado para guardarlas en el bolsillo interior de la americana. Poco podía imaginar que era lo último que escribía en su vida y que años más tarde, su hijo sostendría aquellas hojas entre sus manos emocionadas.

Estaba pasando unos días en el balneario, reponiéndose de las últimas tensiones y de las malas noticias. Su familia le aconsejó que fuera allí, que se olvidara de todo y se relajara. Cuando se disponía a salir al jardín, se desplomó al borde de la escalinata de mármol y cayo rodando hasta el último peldaño. Parada cardio-respiratoria, certificaría minutos más tarde el médico que poco pudo hacer por recuperarle. "Es el de la 471", se oyó decir a uno de los camareros. "Habrá que avisar a la familia".

Cuando llegó el hijo, el director del balneario ya estaba esperándole. Tras las condolencias de rigor y las apresuradas explicaciones, le acompañaron en comitiva hasta la habitación que había ocupado su difunto padre durante los días que había permanecido en el complejo. El cadáver reposaba en la cama, apenas despojado de la americana, el nudo de la corbata aflojado, una llamativa herida en la sien derecha contrastaba con la palidez de la cara. "No sufrió nada", susurró el director mientras apoyaba una mano en el hombro del reciente huérfano. Con el mismo sigilo con el que llegaron, salieron de la habitación para dejar al hijo a solas con el padre.

Minutos más tarde, abrió la puerta e invitó a entrar a los que respetuosamente esperaban en el pasillo. Le informaron de los trámites realizados con la funeraria y de que no tardarían en llegar para hacerse cargo del cuerpo e iniciar el viaje de vuelta hasta su lugar de residencia. Le preguntaron si deseaba ayuda para hacer el equipaje y contestó que no. Fue recogiendo rápidamente la ropa, los enseres y utensilios que estaban repartidos por toda la estancia. Era como si el tiempo se hubiera instalado por encima de todas las cosas, dándoles otra dimensión distinta a la que habían tenido hasta hace unas horas escasas. El periódico abierto se apoyaba absurdo sobre la mesa, las zapatillas que aguardaban debajo de la silla el regreso de su dueño, una botella de agua bien mediada y una manzana junto a una caja de pastillas y un olvidado paquete de tabaco. En el baño, la colonia, la navaja, el jabón y el peine, tampoco se explicaban lo sucedido. Con la maleta prácticamente cerrada, alguien hizo notar que se olvidaba de la americana que llevaba puesta cuando murió y que reposaba en una silla del rincón, casi oculta por la cortina descorrida al abrir la ventana para ventilar el ambiente cada vez más cargado. La situó encima del resto y cerró la maleta definitivamente. "Nosotros se la bajamos al hall, no se preocupe, señor". "Está bien, gracias". Los de la funeraria ya habían llegado y todos abandonaron el lugar con una rara sensación de pérdida.

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Nacimos por segunda vez aquel día del setenta y cinco en el que nos dijeron que preparásemos nuestras cosas, que embarcábamos hacia España. Flacos, ojerosos y magullados , formamos un improvisado concierto de tos y lágrima, abrazados en la penumbra del barracón, la mente en el horizonte de un mar inacabable. Ramón y Santiago, Santiago Ramón, los ramones como algunos nos llamaban, los inseparables amigos supervivientes preparando las maletas rumbo a casa.

Tú volviste a la Medicina, a estudiar, a investigar, a leer sin pausa, a vivir a ratos. Yo tuve que ganarme la vida como pude, tiempos de alambre para alguien sin recursos. Pasaron los años, muchos, demasiados, hasta que nos encontramos una tarde después del café, paseando por el Coso. Te reconocí al instante. Poco pelo te quedaba pero la misma mirada soñadora de siempre. Cuando te llamé por tu nombre algo brilló en tu sonrisa. Ramón, cuánto tiempo. Entonces me enteré de que te habías casado, que habías tenido dos hijos, Fe y Santiaguito, que habías estado en Madrid, en Valencia, que la gente venía de muy lejos para escuchar tus clases. Me sentí poca cosa, imposible no hacerlo ante un gigante como en el que te habías convertido.

Paseamos un rato, te conté de mi vida, te dije alguna mentira. Me invitaste a entrar en la Facultad, en tu despacho, en tu laboratorio. Andabas detrás de no sé qué cosa del sistema nervioso. Me dijiste mira y acerqué torpe y avergonzado mi ojo al microscopio. Nunca olvidaré aquellas imágenes. Sentí que estaba cerca de algo importante. Las manos me sudaban y sin querer me apoyé en una de aquellas plaquitas de cristal. No te preocupes, aparta un momento, voy a comprobar que no se ha dañado la muestra. Tu calva se abalanzó sobre el aparato, te quedaste callado. Al cabo de un tiempo opaco, levantaste la mirada y me pareció que aguantabas las lágrimas. Lo tengo. Cuando volviste del lugar al que te llevaron tus pensamientos, recordaste que yo estaba a tu lado. Perdóname, se hace tarde, me ha encantado charlar contigo, espero volver a verte. Una estudiante me acompañó a la salida y me comentó que andabas obsesionado con aquel experimento. Pasados un par de años me enteré de que te habían dado un premio en Suecia.

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Santiago entró en la casa de sus padres sabiendo que era la última vez que lo hacía. Desde que murió su padre, en pocas ocasiones daría vuelta por allí. Habían pasado muchos años, casi tenía tantos como su padre el día que le sorprendió la muerte en el balneario. La casa llevaba demasiado tiempo cerrada, ajeno a los que le criticaban por no cuidarla más, por no ponerla en venta y sacar un dinero. No le importaba. Tenía la sensación de que si vendía aquel piso oscuro y empolvado, estaba traicionando la memoria de sus mayores. Por eso había aguantado tanto. Pero ya no podía más. Las deudas se le comían casi a la misma velocidad que el cáncer y por eso necesitaba dinero para hacer frente a las dos enfermedades.

Tuvo que abrir una ventana para que el aire dejara de parecerse a una pasta de guisantes, el polvo revoloteando en los rayos de luz, y conseguir que se le aflojara el nudo de la garganta. Quería recoger algún recuerdo, rescatar algo que pudiera tener valor antes de que los nuevos propietarios comenzaran a derribar tabiques, a cambiar puertas y ventanas, a bajar los techos enmohecidos. Entró en el dormitorio. Abrió el armario y descubrió varios vestidos suicidados en las perchas, igual que acabó su madre, colgada de la lámpara del salón.

Recogió la maleta que su padre no pudo hacer en su última morada, la abrió buscando su rastro, tal vez un olor si había suerte. Allí estaba la chaqueta que llevaba el día que murió, más grande de lo que la recordaba, mucho más recia de lo que la moda presente aconsejaba. Al doblarla de nuevo para depositarla junto al resto de sus compañeros de viaje, una hojas amarillas cayeron al suelo. Reconoció la letra redondeada y los renglones nerviosos de su padre. La lluvia y las burbujas que restallan en los charcos. Alguien me contó que seguirá lloviendo.

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Y aquí me tienes, Santiago, acordándome de ti en esta tarde gris, escribiendo no sé porqué estas líneas que nunca leerás, ahora que me acabo de enterar de que has muerto un diecisiete de octubre, a los ochenta y dos años, y que España ha perdido un genio y yo un amigo. Me alegra haberle puesto a mi hijo como tú. Tengo que avisarle para que te lleve unas flores. Tuyo, Ramón.







2 comentarios:

Anónimo dijo...

He puesto un enlace a tú página en la lista de escritores, con tu nombre, en mi blog.
Es poca cosa, pero sirva al menos de reconocimiento a tu literatura sin ninguna clase de interrogación. Para mí es una afirmación rotunda.
Y lo que escribes, esa literatura, sin condiciones, ni dudas, un fantástico, sorprendente y maravilloso lugar en el que disfrutar.
Apúntame en tu lista de lectores.
Un abrazo.

Anónimo dijo...

Cada día me sorprendes, y eso es especial ... me gusta la ambientación en la que haces sumergirse al lector y me dejas boquiabierto con los Ramones ... al final haremos de tí un escritor de historias... de fino estilismo, eso sí. Sin pueblos ni ribazos, pero eso ... eso se lo dejamos a otro.