sábado, 1 de noviembre de 2008

LA SUERTE DEL CAMPOSANTO


Todos los días va al cementerio, desde que él murió no ha faltado ni uno solo. Haga frío o calor, tenga que trabajar o esté disfrutando de su día de descanso semanal, se encuentre bien o le duela todo el cuerpo a causa de la enfermedad que un día a ella, también la matará.

Le gusta ir al mediodía, un poco antes, un poco después o en lugar de la comida. Saluda con naturalidad al guarda de la puerta y atraviesa la desvencijada cancela que da paso al camposanto. Una viejecita arregla unas flores, otra de negro riguroso busca cincuenta céntimos entre los pañuelos de su monedero para coger una escalera, para liberarla del candado con el que atan los carros en el supermercado del barrio, para jugarse el tipo y subir al quinto piso de la hilera de nichos y adecentar un poco la lápida de su hermana, muerta ya hace demasiado tiempo, llena de polvo y comido el color por el salitre del mar. Hoy se ha llevado un bocadiillo para comérselo en cuanto cambie el agua a los claveles, adormecida por el calor del sol de junio, arrullada por el sonido del mar que pareciera querer entrar entre los muros del lugar para refrescar a los muertos y dar alegría a los pocos vivos que se asoman por allí.

Es siempre lo mismo. Saca el paño que compró en una zapatería, le echa un poquito de jabón que lleva en un bote de leche en polvo, restriega con fuerza sobre las letras del nombre que un día pronunció con tanto amor, sobre las fechas de un nacimiento y una muerte temprana, después de besar el Corazón de Jesús, santiguarse y acariciar el mármol gris. Si está de buen humor, le canta un poquito, por Camarón, como a él le gustaba. Y no lo hace mal. Le cuenta a las vecinas del patio que ella tiene mucho arte y que si no hubiera sido por su mala suerte y la envidia de algunos, habría llegado lejos en el mundo del flamenco. Canta con sentimiento, con las tripas, a veces bajito, como si quisiera dormirlo, a veces desgarrando el silencio, a ver si te despiertas de una vez, que como broma ya me está empezando a dejar de hacer gracia. En otras ocasiones no tiene ganas de cantar, últimamente cada vez son más las tardes que se le quiebra la voz nada más arrancarse, nada más que se acuerda de la pena negra y de lo triste que se ha quedado.

Hay algunos que no cantan tan bien, pero en este sitio se les perdona a todos. Hay dos pájaros que se han llegado hasta San Fernando, vienen desde Málaga, a presentar sus respetos a José Monge, a tocar el pie de la estatua que colocaron sobre su tumba y en la que si cierras un poquito los ojos, si das dos pasos hacia la izquierda, parece que el Maestro empieza a afinar la voz, buscando el tono justo, palmeando quedamente para que entre el bordón por derecho y de verdad. Aquí están estos dos, si no fuera porque les da vergüenza se secarían los mocos con la manga de la cazadora vaquera que ya no se quitan ni en verano, no vaya a ser que hoy no pillen algo bueno y les entre la tiritona que les ahoga las venas y les hace apretar el cinturón. Cantan mal, muy mal. Será por la falta de algún diente, por la mala memoria, por la emoción. Emborronan dos versos y se callan solemnes. Yo no me sepo más, cagón Dios. La hermana de José Monge, Camarón, se sonríe levemente, tendría miedo de aquellos dos en cualquier otro sitio pero allí no, mucho menos si supieran quién es ella y la llenaran de besos y le dijeran lo que admiraban al más grande, la de veces que han cantado sus canciones hasta enronquecer, hasta que la lengua no les daba para más. Adiós,señora, que usted lo pase bien. Perdone que no le hayamos traído ni una flor, es que no tenemos un buen día. No os preocupéis, él os lo agradece igual. Tened cuidado, no piséis el barro. Acabo de echar un cubo de agua, para refrescar el ambiente, no mucho, eso sí, que era una miajita friolero. Con Dios.

Cerca de allí, devorado el bocadillo, ya ha recogido el bote de leche, ya ha limpiado con el pincelito los huecos de las letras, ya ha sacado brillo al crucifijo deshabitado y ordenado las flores rojas que da gusto verlas, rosas para un día de cumpleaños, para un día menos hasta la muerte. Hasta mañana, cariño, que descanses, mi bien. Las piernas le flojean y con cuidado sortea el camino que le conduce hasta la puerta, saluda con la cabeza a un caballero que lee el periódico sentado en un banco. Él levanta su gorra de marinero y con un gesto antiguo, le desea buenas tardes. Al otro lado de la puerta, Miguelito vocea que tiene el gordo para hoy mientras piensa que ójala venga algún autobús de turistas y le compren todos los putos cupones, que ya no siente ni los pies.

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