jueves, 4 de septiembre de 2008

TRILOGIA DEL EXTRAÑAMIENTO. 2 (GOYA)

Se miró al espejo y vio que era Goya. Francisco de Goya y Lucientes.

Aunque parezca mentira, no se extrañó. Después de un instante de duda, de sorpresa, asumió claramente que la imagen que le devolvía el espejo era la de Goya. Hizo el movimiento reflejo de mirar hacia atrás y, comprobado que no había nadie más en el baño de su casa, confirmó que quién le miraba desde allí era el mismísimo Goya.

Lo primero que le llevó a aceptar lo que estaba pasando era que aquellas patillas eran absolutamente goyescas, descendiendo desordenadamente a lo largo de las generosas mejillas, abundantes las canas, perdiéndose en el abotargamiento de la papada. Los párpados hinchados, las ojeras negruzcas, un algo desolado en la mirada, en aquella mirada que había contemplado la belleza de la maja, desnúdate Cayetana, se van a enterar estos mojigatos, los desastres de la guerra, la pompa y el oropel de la familia real.

No pudo precisar la edad de aquel Goya que le miraba insistentemente, que quizás tomaba notas para un próximo cuadro, tan aficionado a los autorretratos. Desde luego no era aquel Paquito que se pintó siendo un jovenzuelo regordete y mofletudo, coloradico y con algo parecido al miedo en los ojos de los que posan en contra de su voluntad, estate quieto que enseguida acabo, frente ancha y chata nariz sobre abultados belfos. Y tampoco el Don Francisco que nos legó en aquel cuadro en el que parece que se está cayendo, cercanos los setenta, suavizados los rasgos de la cara de alguien al que notamos enfermo, no me gusta nada esa tos, el pelo huyendo en claridad, las patillas a medio dibujar, con ganas de acabar.

Es un Francisco de Goya de aquellos que pintó con sombrero, paleta y pinceles en mano, emergiendo desde la oscuridad en un rincón, consciente de lo histórico de su trabajo, amante de las mujeres y los buenos vinos, el carácter cada vez más agrio, la socarronería olvidada en su negro mundo interior. Un Francisco de Goya entre santos y reyes, siempre a la moda, alborotado pelo negro, a punto de dirigir una orquesta sinfónica, con lentes para distinguir entre los ocres y el cobalto.

Cerró los ojos, tantos recuerdos que querían pasear, encontrar un lugar para descansar. Oye el sonido de los pájaros por la ventana, ni un solo coche que interrumpa la escena y le traiga a este hoy contemporáneo, que acabe con la ilusión, si es que es una ilusión. Escucha las descargas de los franceses, el griterío del pueblo en armas, los olés en las plazas, los reniegos de los borrachos y las putas. Y el olor, ese inolvidable olor que parece colarse por debajo de la puerta. Al abrir los ojos, Goya también lo hace.

Sale al salón, escucha a lo lejos la voz de su mujer que le dice que se marcha a no sé dónde. Últimamente escucha cada día peor, le cuesta seguir las conversaciones y por eso pone cara de que sí, claro, estoy contigo... y sonríe estúpidamente. No sabe qué pensará su mujer cuando se encuentre a Goya en su salón, cuando vuelva a casa, si es que vuelve. Y es que el humor lo está perdiendo, cada vez más metido en su propio mundo de lechuzas y fantasmas, de ahorcados y mutilados.

Las cosas son así, no pueden cambiarse.

Una mano que tiembla, rebusca entre la caja de ceras de su hijo pequeño.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Impresionante dominio del personaje, lo del espejo la escusa para un autoretrato, para repasar sus patillas canosas, el pelo alborotado y ... ¿te das cuenta lo que te pareces? ¿te has mirado hoy al espejo? Ya se lo que has visto