jueves, 4 de septiembre de 2008

TRILOGIA DEL EXTRAÑAMIENTO. 1 (YO)

Sucedió una mañana, de repente, sin avisar. Aunque bien pensado, quién podría ser capaz de advertirnos de que algo así nos podría pasar. Nos preparan para muchas cosas, nos enseñan los números, las letras, los ríos y montañas... pero hay otras para las que no hay entrenamiento posible.

Salvador estaba sentado en su mesa marrón de gris oficinista, cansado de revisar expedientes y de contarle las mismas mentiras a todos los clientes. Se levantó a buscar un archivador que tenía a su espalda y al mirar por la ventana se vio a él mismo cruzando la plaza que se extendía delante de su trabajo. Y no había duda de que era el propio Salvador, incluso iba vestido del mismo modo: Camisa amarilla, pantalón crema y zapatos a juego. Atravesó la sala en la que se encontraba con paso rápido, oscilando cada vez más los brazos, mientras sus compañeros le miraban extrañados sin saber a qué se debía aquel desfile que terminó convertido en carrera cuando bajaba saltando los dos tramos de escalera que le separaban de la planta calle, sin tiempo siquiera de responder al saludo que su jefe le lanzó, un segundo antes de que empujara violentamente la puerta que le separaba del mundo exterior.

Una vez allí, incomodado por la obscena luz del sol, cruzó atropelladamente el paso de cebra, temiendo perderse de vista, sin saber qué dirección había tomado y el consiguiente peligro de no volver a verse nunca más. Por suerte, su mirada localizó la espalda amarilla un segundo antes de que doblara la esquina para adentrarse en la calle que él bien conocía, por la que la mayoría de los días regresaba a su casa dando un tímido paseo. Apretó el paso, la sangre golpeando su cabeza, intentando alcanzar aquel punto lo antes posible para saber por dónde se estaba moviendo el otro Salvador. En su camino golpeó a una señora en el hombro, haciendo oídos sordos a la recriminación que dejó al otro lado de la acera. El otro Salvador caminaba a buen paso, deteniéndose apenas en los cruces, girando a la derecha al acabar la sombreada calle.

Cuando lo tuvo al alcance, se detuvo al darse cuenta de lo absurdo de la situación, de que no sabía qué iba a hacer o decir cuando hubiera cazado a su presa. Decidió tomarse un respiro, observar con cuidado al que llevaba un rato persiguiendo, asegurarse de que todo no se trataba de un error, un divertido error. El otro Salvador se detuvo ante el escaparate de una tienda de ropa de mujer, mirando con interés la mercancía allí expuesta. Salvador se colocó a una distancia prudencial, tal y como enseñaban las películas de espías y se demoró en la contemplación del otro. Las piernas le temblaban al mismo tiempo que iba confirmando de que no cabía ninguna duda. Aquel tipo era él, Salvador Martín Moragas. Lo único que no pudo ver del otro fueron sus ojos, ocultos tras las mismas gafas de sol que él había olvidado en su oficina al iniciar su frenética carrera. Un segundo de calma resbaló por su estómago cuando estuvo a punto de decir en alto que aquél no era él, ya que Salvador nunca se pararía de ese modo delante de un escaparate. La tormenta se acercaba de nuevo.

El otro emprendió la marcha después de un tiempo que Salvador no habría podido precisar aunque se estuviera jugando el bote final de un concurso de preguntas de la tele. Los dos estuvieron andando por las calles un buen rato, demorada la marcha, como si ninguno tuviera prisa o estuviera haciendo tiempo para acudir a una cita importante. El primero sacaba excesivamente el pie derecho a cada paso, igual que la madre de Salvador le había dicho desde pequeño, intentando corregir el defecto sin éxito. El segundo se pasó la mano por la cabeza, alisando el escaso pelo, movimiento reflejo al ejecutado por el perseguido cuando entró en una panadería que solía frecuentar el perseguidor. No se atrevió a entrar detrás de él, una vez que éste hubo salido del establecimiento llevando una bolsa por la que asomaba la punta de una barra, por no querer afrontar la reacción del panadero cuando le preguntara si había olvidado algo.

Algunas personas habían mirado extrañadas a Salvador cuando se cruzaban con él, después de haberse cruzado con él, hacía un momento. Entonces tomó conciencia de que la situación no podía sostenerse por mucho tiempo, había que tomar una decisión: Abordar a su gemelo o intentar olvidar lo sucedido. El otro Salvador salió a la avenida principal, con una determinación al andar que no conocía hasta ahora su sombra. Pronto se dio cuenta de que estaban regresando a la plaza en la que se habían conocido. La fatiga y el gentío hacían cada vez más complicada la persecución, llegando incluso a perderle de vista por unos momentos. No le importó dejarle unos cuantos metros de ventaja pues estaba convencido de que conocía el camino que iba a seguir.

"Salva, tío, mira que cundes", le dijo su compañero Manuel cuando se le cruzó en el camino a la oficina. "¿No me acabas de decir que ibas ahora mismo a terminar lo de Salcedo? ¿De dónde sales, macho?". En ese momento, Salvador Martín Moragas decidió que hacía una tarde preciosa para pasear por el parque.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Brutal. La idea buenisima. La desarrollas con un ambiente de suspense maravilloso que te agarra a la pantalla.

El final es marca de JAL, para machos y con varias posibilidades. Algunos dirán que se resuelve en el 2.

Y esto de que sea una trilogía me prodece ansiedad por leer ya el siguiente relato.

La frase "Un segundo de calma resbaló por su estómago...", para enmarcar.

Me encanta tener razón en contigo: deja a los bingueros y al extrañamiento, mamón.

Anónimo dijo...

He llegado hasta aquí porque soy de Don Benito (Badajoz). Mi mujer me ha dicho que había uno que escribía de un extremeño y me ha picao la curiosidad... (Anda que mi mujer también).

Esto más que un extrañamiento es un ESTREÑIMIENTO. ¡¡¡Vaya cagada,macho!!!

De buen rollo. ¿vale?