Estaba a punto de desempolvar el ácido relato de todos los años cuando llegan estas fechas. Otra vez. Dadle las gracias al "¡Calla, tonta!", de Pilar Aguarón, de que no lo haya hecho.
Me he despertado pasadas las nueve, llevaba seis horas y media durmiendo, últimamente con eso parece que tengo bastante. Puede que haya sido la vecina de arriba que madruga muchísimo aunque no tenga nada que hacer, sus zapatillas de tacón restallan por toda la casa y ya no hay manera. Hacía frío. Es Navidad. La ciudad parece dormida, nada escucho desde la cama si descontamos los pasitos de mi vecina. Me vuelvo del otro lado y cierro fuerte los ojos. Entonces oigo el clic del termostato, la casa está a 17º C y la maquinaria del agua caliente se pone en marcha para darnos calorcito. Me levanto para terminar con el estrépito de los radiadores, no son horas, mi familia duerme y quiero que siga durmiendo. Vuelvo a la cama y sé que ya no me volveré a dormir. Las campanas de la torre me dicen que ha dado la media y pienso que algún año debería tomarme las uvas asomado a la ventana. Me levanto.
Me he puesto los calcetines, he buscado mi gruesa bata verde y no la he encontrado en la percha. Mi mujer se quedó dormida en el sofá pese a la hora en que volvimos a casa después de la cena familiar. Le gusta taparse con ella y sé dónde tendré que ir a buscarla. Vuelvo la puerta tras de mí y hago lo mismo con la del niño después de arroparle. En el baño me traspasa la luz como si me clavaran alfileres en los ojos. Así son las viejas casas y sus grandes ventanales. Al salir veo que Papá Noel ha hecho su trabajo y debajo del arbolito ha dejado unos cuantos regalos bien ordenados. No recuerdo haber oído ningún ruido, todavía no sé cómo lo hace. Decido no levantar la persiana del salón para no molestar y con el libro entre mis manos me dirijo a la cocina.
He pensado que sería una buena idea acabármelo mientras espero que la casa se desperece. Me siento en el taburete y abro un batido de chocolate para desayunar. Lo tomo del tiempo desde hace años, frío en esta ocasión, para que no me dé la tos. Desde la puerta de la terraza veo que la calle está vacía y que sólo el viento se ha decidido a pasear y remover las ramas desnudas y golpear las persianas bajadas. Ya en la cama andaba dándole vueltas a los relatos que empecé a leer, hace poco más de treinta horas, en el centro comercial donde habíamos quedado con unos amigos. Me parecía un buen momento para terminarlos.
En la página 135 me querían contar la historia de Juan Irineo. Luego vino la puerta mágica de Luisito e Íñigo. Poco después una historia breve. Y problemas con las tragaperras, el funeral de D. Malaquías y las sandalias, una caja de galletas canadiense, un par de cuentos de Navidad con suicidio y un sin techo, las natillas de Franco, la soledad en el Miguel Servet, familia, papel, café, invierno, seductor, doce palabras, Nayaf, otra vez, la increíble historia de Jonás y se acabó. Cerré el libro y me quedé mirándolo entre las manos, saboreándolo como me pasa a veces, viendo el dibujo de la mirada triste de la autora que apoya la cabeza en su mano izquierda.
He escuchado voces en la escalera que no he sabido identificar, extrañas en los rellanos semivacíos, en la casa de al lado no vive nadie, abajo la viejita que inspiró El abrigo rojo imagino que se consume en algún convento... El ascensor se para y alguien arrastra una bolsa que bien pudiera estar llena de regalos. Me gusta el silencio y en esta mañana cualquier sonido me molesta. Son casi las diez y media, no tengo nada que hacer. Me siento extrañamente feliz. Pienso que podría intentar escribir esta sensación pero decido que no lo haré, me basta con imaginar que lo hago.
He abierto la puerta lentamente y me he quitado la bata verde. Me meto en la cama con los calcetines puestos, como cuando era pequeño. Busco su cuerpo y me abrazo a él. Es Navidad.