No podía creer lo que estaba viendo. Y eso que lo tenía ahí, a escasamente un metro de su vista, en el trozo de césped que se esforzaba por dar un poco de naturalidad a la gran ciudad. Se la encontró en uno de los bancales que separaban la acera del asfalto y pasada la inicial incredulidad, agachándose un poco para confirmar su primera impresión, vio que no le engañaban sus ojos. Era una dentadura. Para ser más concretos, la mitad de una dentadura, con su material sonrosado y su hilera de dientes. Allí estaba, una hermosa media dentadura, boca abajo que parecía estar pastando, entre una colilla, una caca de perro y una chapa de Coca-cola.
Lo que más le llamó la atención es que se encontraba en perfecto estado, reluciente, incongruentemente limpia para hallarse en tal situación de abandono. No hubiera podido precisar si se trataba de la parte superior o de la parte inferior, sus escasos conocimientos odontológicos no daban para más. Su aproximación a este mundo, al menos hasta este momento, se limitaba a la admiración infantil que le producían los colmillos de Drácula, al lejano recuerdo del ratoncito Pérez y a sus traumáticas y esporádicas visitas al sillón de su vecino dentista. Unas cuantas muelas por aquí, unos incisivos por allí y una inmaculada prótesis de un bello rosa anaranjado, era lo que tenía frente a sí.
Vencida la sorpresa y el asco inicial, se decidió a coger el artilugio con la precisión de un neurocirujano, utilizando pulgar e índice de la mano derecha previamente protegidos por la enorme hoja caída de un plátano adyacente. La miró, la remiró, le dio la vuelta. Sí. Una obra de arte de la estomatología, un bello ejemplar que bien merecía otro destino más allá del que el azar le había otorgado. Casi podía aventurarse a confirmar, en los foros científicos correspondientes, que aquello que brillaba eran restos de saliva. Esta idea le produjo un escalofrío que le hizo soltar de inmediato su hallazgo, su pequeño tesoro. Este cayó desordenadamente a tierra, al lado de sus eventuales y menos sofisticados compañeros, quedando con una expresión de desamparo que le produjo lástima. Rápidamente se agachó de nuevo para comprobar que la sonrisa estaba intacta. Suspiró aliviado. Una conversación a su espalda, el ruido de un coche ajeno a la tragedia, el traqueteo de unos tacones le sacaron de su ensimismamiento y le devolvieron al aquí y ahora. A punto estuvo de meterse el aparato en la boca cuando quiso alejarlo de indiscretas miradas y de explicaciones incomprensibles. Un rastro de cordura depositó el marfileño conjunto en el bolsillo de su pantalón.
Le costaba hacerse una idea de cómo habría ido a parar hasta allí y eso que él no andaba mal de imaginación precisamente. Que se lo preguntaran a su prima Montse para que recordara las tardes de verano, a la hora de la siesta en el desván de la casa de la abuela. Había oído historias acerca de dentaduras olvidadas en un vaso, encima de la mesita del cuarto de alguna putilla al que había ido a parar un abuelete deseoso de recordar vigores olvidados. Dentaduras guardadas en un pañuelo, en el bolsillo de la americana del familiar que aguardaba la salida, que no se produjo, del quirófano. Prótesis rescatadas por el codicioso incinerador justo antes de que el fuego consumiera para siempre el cuerpo sin vida. Piezas dentales arrancadas para no dejar rastro que seguir por la policía, en la investigación de un crimen no resuelto, quién sabe si aún por cometer. Dentaduras de un ser amado reutilizadas obligados por la penuria y una pizca de fetichismo. Historias increíbles que no podían justificar la presencia de su media sonrisa.
Mientras se alejaba del lugar de los hechos, ocupado en darle una explicación a lo sucedido, el politono de su móvil le arrastró de nuevo a ras de suelo. Cuando lo extrajo del bolsillo del vaquero, justo un segundo antes de contestar, se dio cuenta de que la dentadura volvía a recobrar su libertad bajo la incrédula mirada de un paseante. El encontronazo del diente con el asfalto y de los ojos del mirón con su conciencia no quedaron sin consecuencias. Una mella en el esmalte y una irresistible sensación de vergüenza fueron la respuesta. Se sentía un fugitivo, un apestado que guardaba un secreto y que en cualquier momento podía ser interrogado acerca de aquel disparate. No podía seguir así. Decidió acabar con la situación devolviendo al incómodo pasajero al lugar donde lo encontró y que no debió abandonar.
Dando la espalda al lugar del crimen, imaginó aquella mitad en la hermosa boca de una joven, víctima años atrás de un terrible accidente que la obligó a reconstruir su expresión. Pensó en los dientes que echaban de menos a sus compañeros de viaje, añorando el entrechocar de su pareja, sintiéndose huérfanos y ortopédicos. En la dentadura que había malogrado la carrera de un actor que no superó con éxito la prueba para su incorporación a la compañía de teatro de vanguardia. En aquella madre que no pudo contar el cuento de costumbre al niño reticente al pijama y las buenas noches. No merecía aquel final. Debía buscar una solución al enigma recurriendo, si era necesario, a las fuerzas del orden y a los medios de comunicación. Animado por esta idea deshizo el camino de la huída. Cuando llegó al escenario, el protagonista ya no estaba. Pese a la angustia que sentía, no pudo dejar de fijarse en unos ojos que esquivaban su mirada, en algo parecido a una mueca de felicidad.
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