Os dejo, te dejo, un texto que escribí hace tiempo, tanto que mi corta memoria, desgastada de tanto usarla como el amor que cantaba la Jurado, no recuerda porqué.
Lo tenía en una carpeta que titulé Descartes, cosas que no tenían cabida en el fallido De Ciento a Viento, que ni ya es Ciento ni casi Viento, otro proyecto, como tantas cosas en mi vida, que se quedó aparcado casi antes de nacer. Pese a todo, es hijo mío y le quiero. Lo tenía guardado en un frasquito de formol. Esta mañana me he tropezado con él y al mirarle a sus ojos tristes he decidido sacarle a pasear.
Guardaba tantas cosas esperando el día señalado, como la novia que va haciendo su ajuar a base de ganchillos y sábanas de hilo, que me veo en la obligación de abrir la nevera para que vayan entrando otros cadáveres.
Copio y pego mientras escucho a los Yo La Tengo.
Erase una vez, un mundo feliz. Y cuando digo feliz, digo feliz, con mayúsculas y sin vuelta de hoja. No existían los cementerios porque nadie había muerto jamás, ni siquiera las mascotas de los niños. Perros, gatos, tortugas, pajaritos, peces... Nadie tuvo que llorar su pérdida. La gente nacía y era para siempre. El amor y la amistad eran para toda la vida. Un mundo sin funerarias ni médicos. La gente derrochaba la salud sin miedo al mañana, no había peligro, no había dolor. Las únicas cruces verdes que veías por las calles eran las de las cometas de los niños sonrientes y las de los estampados de las faldas de las mujeres. Ninguna sirena que perturbara la paz, ninguna cruz roja pintada en coches blancos, ni tipos con casco, manguera y hacha para derribar las puertas y sofocar las llamas. No había policía ni ejército, ¿para qué? Todos los ciudadanos cumplían con sus obligaciones, eran buenos y benéficos, nadie quería lo que tenía el de al lado y los distintos países estaban satisfechos con lo que era suyo y no ansiaban anexionarse ningún territorio limítrofe. Las gentes hacían cinco comidas al día, ricas en hidratos y proteínas. Los niños comían helados y caramelos, y tenían la posibilidad de cambiar el menú si éste no era de su agrado. Te podías comprar lo que quisieras, los sueldos eran opulentos y los precios simbólicos. La gente trabajaba en lo que le gustaba y si un día no te apetecía ir, bastaba con avisar al supervisor de producción para que un chinito, con su contrato y todo, ocupara tu lugar. Los veranos eran perfectos y duraban todo el año, la temperatura ideal y los atardeceres plenos de cromatismo, invitaciones al amor entre los seres humanos y sus animales de compañía. Todo esto por no hablar de la programación de la televisión. Bastaba con desearlo para que apareciera en tu seductora pantalla plana, lo que te apeteciera en ese momento. Tus series favoritas no acababan nunca y el telediario duraba dos minutitos. Erase una vez, un mundo tan feliz, tan feliz que no conocía la palabra fin.
1 comentario:
Curioso mundo. No sé si tan feliz. ¿Cómo podrían sus habitantes saber que eran felices, si no conocían otra cosa?
Lo leí escuchando también Yo la tengo.
Saludos, brindando por un mundo mejor... que dicen por ahí que es posible...
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