Coger un libro de una biblioteca pública puede ser el
comienzo de una gran aventura, no solo por la obra literaria que allí se
contiene -que a veces también- sino por el objeto en sí mismo y todo lo que
allí puede encerrarse.
Este verano, en una conocida biblioteca de mi ciudad,
alquilé –si es que puede utilizarse este término que más bien sabe a videoclub
o a prostitución- una novela de Roberto Bolaño, La pista de hielo, ya que
quería leer algo del autor chileno del que tan bien me habían hablado. Al ojear
sus páginas pude ver que estaban en buena parte subrayadas, trabajadas por
distintos lectores, supuse en un primer momento viendo los distintos tipos de
lapicero utilizados para ello –incluso algún desalmado había escrito con
bolígrafo- y que incluso había algunas anotaciones al margen.
Me sorprende que la gente escriba en los libros, no es que
me disguste pero sí me sorprende, no entiendo qué motiva a alguien a dejar su
marca en un libro. Podría ser la búsqueda de la inmortalidad -juntar su torpe
trazo bajo dos líneas, un verso, tres palabras- en la literatura de un autor
famoso hasta que una bibliotecaria puntillosa, de ésas que llevan las gafas en
la punta de la nariz y no usan ropa interior, acabara con su intento de
posteridad armada con una inofensiva goma de borrar. Imagino lectores con
impulsos de escritor reprimidos, gentes tímidas que dejan su huella en la
inmensidad de una biblioteca de barrio a la espera de un compañero que pose sus
ojos en sus líneas temblorosas. Son personas acostumbradas a lanzar botellas
vacías de ron al mar en calma, no saben que en esos casos las tozudas mareas
devuelven siempre los mensajes a sus pies para pasmo de Sting, y que entre
millones de páginas dejan una gota de su sangre para que un pescador del futuro
arranque la espina.
Entiendo que quieren destacarnos algo, decirnos a los
habitantes venideros –que bien puede ser el día siguiente, nada más aterrador
que el futuro contemporáneo- fijaos en esta idea tan hermosa, en esta rima
inverosímil, en este párrafo imposible de igualar en la Historia de la
Literatura por muchas generaciones que vengan de escritores con gafitas negras
y barbas desordenadas –los escritores que a mí me gustan suelen llevar gafas de
pasta o barbas abstractas y en el mejor de los casos ambas a la vez- reparad en
este adjetivo que bien hubiera podido cambiar la Historia de la Humanidad. (Me
gustan las palabras con haches mayúsculas y me he dado cuenta de que leo a muy
pocas novelistas, mal, de igual modo que escucho a muy pocas cantantes, peor todavía).
Otras veces no es admiración ni advertencia lo que lleva a un lector a empuñar
un lapicero, en este caso utilizan más bien un rotulador rojo, sino todo lo
contrario. En los trazos eléctricos sobre alguna palabra, sobre una línea –en
los casos más graves sobre un párrafo e incluso una hoja entera- se detecta una
tendencia homicida hacia el autor tachado o sus ideas. Estas personas son las
mismas que rasgan los lienzos de los pintores españoles de vanguardia en los
museos de Noruega, que interrumpen la interpretación de una pieza dodecafonista
en el auditorio municipal o echan ketchup en un bacalao deconstruido de un
cocinero vasco lleno de estrellas Michelín. Inadaptados.
En estos mismos momentos, alguien, en algún lugar del
mundo está subrayando en un libro de propiedad pública, en un libro de
propiedad pública, y ni tú ni nadie lo podrá impedir. Ni tú ni nadie.
A veces pienso en películas de espías y en mensajes secretos escondidos a lo
largo de la bibliografía de un autor de culto. Otros días, si no tengo muchas
ganas de pensar, me imagino a un aficionado a los crucigramas o simplemente a
un tipo que raya libros para hacer sufrir a la gente sensible. Ya no sé qué
pensar.
El libro de Bolaño estaba bastante manoseado, era uno de
ésos tras cuyo lectura se exige un enérgico frotar de manos bajo el grifo del
lavabo haciendo mucha espuma con olor a menta, y tenía una bonita portada en la
que se veía a una patinadora con guantes de invierno haciendo tirabuzones sobre
el hielo. Mi corazón tembló cuando encontré una hoja escrita a mano entre sus
páginas. Se me cayó al suelo y tuve que poner mi pie encima para que no se
moviera de allí y alejarla de las miradas indiscretas, como cuando uno se
encuentra un billete de quinientos por la calle con el perfil sonriente –casi
ausente- de la reina Doña Letizia. Cuando me sentí a salvo me agaché y recogí
aquel tesoro entre mis dedos y lo guardé rápidamente en la solapa de la
cubierta. A veces la vida te ofrece estos inesperados regalos.
Salí corriendo de la biblioteca, el vigilante sospechó de
mí y a punto estuvo de darme el alto, para llegar lo antes posible a casa y
estudiar la hoja encontrada. Me encerré en mi habitación. Tiré al suelo a la
pobre patinadora y me acerqué a la ventana. Era una hoja pequeña, rectangular y
blanca, que se notaba que no había sido arrancada de ninguna libreta sino que
había sido recortada a tal fin –como quien usa las hojas de un calendario para
hacerse un bloc de notas satinado- de alguna cuartilla o folio. Alguien la
había dispuesto verticalmente y, con una letra diminuta, la había rellenado de
arriba a abajo. Sentí que era letra de mujer. Parecían unos apuntes sobre un
viaje, una anotación para un diario adolescente, unos comentarios para recordar
algo. Nunca sabré si la dejó ahí perdida a propósito, qué querría decir al
mundo, o si se trató de un descuido, un olvido de alguien que leía y extravió
aquella nota -que bien hubiera podido servir de señal de lectura y en cuyo caso
significaría que no había terminado la novela, se cayó al suelo desde un punto
indeterminado entre la página cien y la ciento cincuenta- en la que iba
escribiendo el rumbo de sus pensamientos caóticos mientras tomaba el sol o
bebía una cerveza en una terraza con vistas al mar. No sé por qué pensé en el
calor, la gente lee más en verano y aquella chica no iba a ser una excepción,
había algo de ocio despreocupado en aquellas líneas que apenas podía entender.
La letra era pequeña y la caligrafía tortuosa, un conjunto tan abigarrado que
parecía la obra de alguien con horror al vacío o muy poco papel para apuntar.
De cualquier modo, fuera cual fuera la verdad, pronto se desinteresó por
aquello que había escrito y que pretendió guardar en un pequeño trozo de papel.
Era eso o alguna explicación más truculenta que no quería ni imaginar y que
incluía un cadáver producto de un homicidio, quién sabe si de un asesinato.
Creí entender algo de un coche, las señas de una ruta para llegar a algún
lugar, ciertos nombres. Lo que sí era indudable es que había anotado que estaba
leyendo a Bolaño, algo así como un cuadro dentro del cuadro, una afirmación que
para ella –tenía que ser ella- era importante por algún motivo que nunca
llegaré a conocer.
Y es que perdí mi tesoro, el pequeño mensaje alrededor del
cual mi mundo giró por unos días desapareció sin avisarme. Terminada la novela
la devolví, dentro del plazo, a la biblioteca. La funcionaria me observó
durante un largo segundo antes de decirme que bien, que si quería algo más.
Imaginé su ropa interior, ésta llevaba ropa interior porque no usaba gafas, y
me turbé hasta enrojecer como un adolescente sorprendido en su habitación con
una revista llena de fotos de mujeres para hombres. Negué con la cabeza y salí
corriendo hacia el fondo, a la derecha, justo a la sección donde los estantes
de narrativa alfabetizada me daban la bienvenida con su sonrisa mellada. Me
detuve en la O, por casualidad, sudando todavía sin poder concentrarme en las
decenas de libros que extendía sus invisibles bracitos hacia mí. Elegí a Ángel
Olgoso, una antología de sus primeros veinte años de cuentos. No había leído
nada de él y un día, en el bar de un hotel de cuatro estrellas, alguien me dijo
que podría gustarme. Hasta que no llegué a casa no me di cuenta de que este
libro también llevaba regalo, como en los puestos de las ferias en los que
siempre toca. A mí me había tocado otra vez y estaba dispuesto a no
desaprovechar mi buena racha.
Me encerré de nuevo en mi habitación y entonces comprobé
que no sabía dónde había dejado la primera nota. Revolví entre los libros apilados
en mi mesa de trabajo, los últimos que había leído y los que aún tenía que leer
en cuanto tuviera ocasión, alguno de ellos todavía con el plástico del
envoltorio puesto, buscando la nota del enigma y no la encontré. Di vueltas por
toda la casa siguiendo la pista de la hoja voladora y no obtuve resultado.
Rebusqué en la basura, en la bolsa de reciclaje de papel y en la de residuos
orgánicos. Las cáscaras de los huevos seguían en su sitio junto a los restos de
las judías verdes recalentadas. La nota oculta entre las hojas de Bolaño nunca
más volvió a mis manos.
El nuevo hijo pronto hizo que olvidara al que se perdió en
la noche de un bosque de noviembre. Éste era mucho más guapo, más grande y
además tenía colores. Alguien con un talento, que yo no pude sino envidiar,
había utilizado un folio blanco para hacer un mini libro, un micro libro con
cinco mini cuentos, una portada, unas instrucciones de montaje y hasta un
índice explicativo que incluía una
dirección de correo electrónico y la de una página web. Asombroso. Era el
anuncio de un libro más grande en el que se nos prometían nuevas emociones
entre indios y humo. El autor nos aconsejaba doblar el folio por la mitad,
luego otra vez y una tercera hasta lograr el librito de tapa amarilla con un
dibujo de una cuadrícula que podía ser el azulejo de un baño de los setenta o
el motivo repetido en el hule de un mantel con aroma caducado. Leí las cinco
historias allí guardadas sin poder decidir si me gustaban o no. Afortunadamente
no tuve que montar aquel pequeño ingenio, utilizando mis pobre dotes
tecnológicas, ya que el autor o un alma caritativa habían hecho por mí el
trabajo. Curioseé en la página del escritor, un blog de los que inundan la red,
y leí algún otro texto conmovido por su fe en la Literatura y las posibilidades
de la mercadotecnia. Allí conocí su nombre y apellidos, que era de Zaragoza e
incluso vi una fotografía distorsionada del escritor en lo que parecía el
vestíbulo del ayuntamiento o una estación de tren semivacía. Vestía abrigo y
llevaba el pelo bastante largo. Ocultaba su cara del objetivo del fotógrafo
mientras podía estar esperando un ferrocarril que le llevara a León o que le
tocara el turno para pagar una multa de aparcamiento o presentar un original al
concurso de relatos de la inmortal ciudad en la que los dos vivimos. Se veía
que era un joven activo, las múltiples entradas en su página así lo
acreditaban, y que aún mantenía la esperanza en el género humano pues había
organizado algún concurso literario e incluso lo había dotado con un premio
económico sufragado de su bolsillo o por el descuido de su madre al volver de
la compra. A punto estuve de mandarle un correo pero el miedo a la sección de
sucesos de los periódicos me lo impidió.
Todavía conservo este micro folio, ahora que escribo esto
lo tengo delante y recuerdo aquellos días calurosos y lo feliz que fui al
encontrarlo. El libro de Olgoso lo leí a medias, creo recordar que tuve que
devolverlo sin haberlo acabado y si lo acabé no me dejó más huella que la de
una gota de lluvia en el parabrisas, utilizando para ello un marca páginas al
uso, uno de tantos que andan perdidos en los cajones hasta que alguien los
rescata para su noble cometido. Fui precavido y el segundo regalo lo guardé en
la librería, junto a la última novela de Javier Marías y una colección de
relatos de los que dejan en la mesilla de los hoteles y que hurté en la maleta
no sin cierto sentimiento de culpa. En mi descargo diré que jamás me he llevado
una toalla ni las muestras de champú ni el abrebotellas del mini bar, puedo
jurarlo sobre la dulce biblia de un motel de Arizona.
Al día siguiente volví a la biblioteca. Allí estaba la
funcionaria de las gafas con sus lindos pechos libres bajo la camiseta verde y
el dibujo de una tijera prohibida que no supe descifrar. Yo creo que me sonrió
pero no podría afirmarlo con seguridad. Al acercarme a la sección de narrativa
en español alfabetizada temblaba como el ludópata al pasar delante de un bingo,
como el drogadicto que espera a su hombre apoyado en una farola, como un abuelo
agarrado a la cintura de una mulata cuarenta años menor que él. La boca me
sabía a hierro y notaba una puñalada en la vejiga. Me dejé llevar. Era un
jugador de guiñote que agarra las cartas boca abajo y suelta la primera que le
viene a la mano, un ciego atravesando un paso de cebra en el que le espera la
muerte detrás de un frenazo, un bailarín en una cornisa, un caballero Jedi
despejando pelotitas con su espada láser debajo de un casco negro. Como el
cliente de un prostíbulo que empuja la puerta de una habitación que huele a
sudor, alargué el brazo hacia la estantería a la que me habían conducido mis
pies. Saqué de la balda la novela de un autor aragonés, cuyo nombre omitiré,
que llevaba tiempo queriendo leer pero que no me había comprado por lo cara que
me parecía. Y sí. Igual que Pedro negó tres veces la fortuna estuvo de mi lado
otras tantas. También había algo entre las hojas del libro. Creí perder el
sentido.
La máquina de auto préstamo estaba estropeada y tuve que
acercarme al mostrador donde estaba la empleada de generosos senos para poder
llevarme el regalo, y de paso el libro, a mi casa. Esta vez me miró sin verme.
Llevaba el pelo recogido en una coleta que sujetaba con un lapicero de madera.
Las gafas y los pezones endurecidos por el frío del aire acondicionado hicieron
el resto. Era una de esas chicas, madurita en este caso, que en cuanto te
descuidas se quitan las gafas, deshacen su melena con solo quitarse el lapicero
a la vez que sacan la lengua para humedecerse los labios y se desabrochan el
botón superior de la camisa convirtiendo al patito feo de hace un momento en
una máquina sexual que tumba a su azorada víctima sobre la mesa llena de
papeles y le hace el amor de manera experta y sumamente satisfactoria a tenor
de los gemidos que ambos amantes emiten para regocijo del público presente. Por
lo menos esto es lo que pasa en las películas que me pongo por las noches antes
de dormir. Ni que decir tiene que salí de allí con el libro bajo el brazo y una
considerable erección que casi me hizo olvidar mi buena fortuna y el regalo,
que escondí en el bolsillo trasero de mi vaquero descolorido al que había
remangado los bajos para ir a la moda y parecer un rocker sin tupé pero con
buen gusto.
Mi habitación era mi castillo. Allí estaba largas horas
leyendo, mirando todo tipo de páginas por Internet y jugando al Clash of Clans.
Solo me faltaba una princesa y por eso pasaba bastante tiempo en los sitios de
contactos y cosas así. Cerré la puerta para que no me molestaran, lancé el
libro sobre la cama y saqué del bolsillo mi nuevo descubrimiento. En esta
ocasión se trataba de un ticket de una cafetería. Le habían hecho un par de
dobles quedando el centro de los mismos ligeramente escorado hacia arriba y a
la derecha. Me incomoda la falta de simetría en las cosas que en este caso
achaqué a las prisas y a un cierto descuido. Otra vez imaginé que la
propietaria era una mujer. Un hombre no habría guardado el justificante de una
consumición y mucho menos la habría usado para marcar en qué página dejaba la
lectura de un libro. La tinta de la cuenta empezaba a borrarse y el NIF de la
sociedad, la dirección del bar e incluso lo que había consumido su propietaria
pronto sería imposible de leer. Tendría que hacer una fotocopia y guardar el
original a buen recaudo, como hacen en la mayoría de los museos del mundo que
solo exponen malas imitaciones de los cuadros buenos que se pudren en la
humedad de los sótanos o son prestados a exposiciones temporales e itinerantes
de las que en muchas ocasiones no volverán al origen. Sobre todo pasa con las
obras pequeñas, uno se distrae y acaba olvidando un Velázquez en Chicago o un
Borra en Leningrado –no me sale llamarle San Petersburgo- e incluso cosas
peores. Por eso Barceló, siguiendo el ejemplo del Guernica, no trabaja los formatos
pequeños, que luego uno nunca sabe dónde ha puesto aquel cuadro chiquitín que
tan chulo le quedó y hay que perder toda una tarde llamando a embajadas para
localizarlo y cosas así. Decidí que haría un par de copias por si acaso.
Bajo el dibujo de una chica con collar y turbante, una
especie de hada de las Mil y una noches enmarcada entre dos volutas jónicas, se
leía el nombre del local. Café Vergara Bar. Se situaba en el número 1 de la
calle del mismo nombre. En Madrid. Este último dato me sorprendió y me
sobresaltó un poco, lo confieso. Aquello se me estaba yendo de las manos. La
lectora anónima había estado allí el viernes 30 de mayo de 2014 y había pagado
a las 22 horas cuarenta y dos minutos y trece segundos. En concreto había
tomado una copa de Rioja de la casa, en la barra, que le había costado 2.30
euros. Había pagado en efectivo y la cantidad justa. No creo que dejara
propina. La nota agradecía nuestra visita y nos informaba que el IVA estaba
incluido para descanso del ministro de turno. Miro la tercera página de la
novela escrita por un aragonés, que había caído boca abajo sobre la colcha de
la cama, y veo que la primera edición es de febrero de 2014. Mi cabeza era un
hervidero de ideas y mi corazón una olla de sensaciones, sentía tantas cosas a
la vez que tuve que levantarme de la silla –como me pasaba siempre en tales
circunstancias- y dar una vuelta por casa intentando ordenar toda la
información. Me tomé un vaso de agua y eché una buena meada. Algo más sereno
volví a mi habitación tras hacerme un bocadillo de jamón con tomate. Cocinar
siempre me ayudaba en estos momentos.
Una chica joven a la que le gusta leer, tiene que gustarle
leer para haber escogido la última novela de aquel escritor aragonés sin duda
minoritario, y tiene que ser joven para estar en Madrid un viernes a esas horas
tomando una copa de vino. Seguramente ha ido a pasar el fin de semana, por la
mañana antes de coger el AVE se ha acercado a la biblioteca que yo frecuento y
ha cogido el libro para echarle un vistazo en el tren, ahora está sola en ese
bar esperando a alguien y leyendo la novela que le ha enganchado antes de
llegar a Calatayud. Si hubiera ido en su coche no podría haber leído y ahora, a
estas horas de la tibia noche primaveral madrileña, está leyendo mientras hace tiempo
para ir a cenar o a ver algún espectáculo en la Gran Vía. Espero que no tenga
el estómago vacío, el vino no sienta bien si no has comido algo como cualquier
madre del mundo sabe, y menos un Rioja de la casa por muy Rioja que sea. Es una
chica, está claro, este tipo de vinos es muy del agrado de las chicas, dulzón y
suave, nada que ver con la uva tinta de Toro ni siquiera con la garnacha de
Borja. Estas denominaciones te permiten beber sustituyendo la comida, un par de
vasos y puedes darte por merendado. Un vino de la casa es un vino joven, sin
complicaciones, y siempre queda bien pedir un Rioja que es a la enología lo que
el Danone a los yogures. Pese a que hace una noche estupenda no ha salido a
tomar la consumición a la terraza, porque este bar tiene terraza...Cómo no se
me había ocurrido antes. Google
street view.
Tecleo nervioso la dirección y ahí está: el Café Vergara
Bar ante mis ojos. Es un sitio pequeño, con la fachada de madera pintada de
marrón oscuro. Está en los bajos de un edificio de cuatro alturas rematado por
un bello alero artesonado. La casa está pintada de color hueso o vainilla o un
beige mezclado con amarillo que haría las delicias de Antonio López para
rematar un cuadro gigantesco lleno de gente a la luz del mediodía, uno de esos cuadros
que no acaba nunca porque no quiere venderlo y porque siente que no está
acabado del todo, siempre queda un matiz imprevisto en el dorso de la hoja de
un árbol que se escapa a su control y que hay que volver a atrapar, fijar un
instante sin necesidad de la estúpida lente de una cámara fotográfica colgada
de un cuello japonés que se resiste a volver a casa. Todas las ventanas del
edificio, ventanales de cuerpo entero con sus contraventanas en el primer piso,
tienen un balconcillo de hierro forjado en el que reposan los motores de los
aires acondicionados que pronto habrá que enchufar –en Madrid pasando San
Isidro ya se hace difícil dormir y respirar por las noches- y algunos maceteros
llenos de geranios delante de las cortinas de hilo blanco. Justo el piso que
está encima del bar se encuentra en venta. Una sábana contiene un número de
teléfono semioculto por las ramas de un árbol verde algo esmirriado. Algún
vecino se ha cansado de soportar el ruido de la terraza del bar que se cuela,
porque el bar tenía terraza como había sospechado, por las ventanas abiertas a
la noche del verano en Madrid en las que hasta los gatos sudan y sueñan con la
brisa de un mar tan lejano. Los vecinos se cansaron o se murieron o era una
viejecita a la que sus hijos tuvieron que llevar a una residencia cuando se
fueron de España a trabajar de camareros en una taberna de Dublín tan parecida
al Café Vergara Bar.
La chica joven que bebe vino y lee una buena novela de un
escritor aragonés, de Huesca para más señas, está muy cerca del Teatro Real, de
la Ópera, del Palacio donde un rey de opereta saluda desde el balcón a los
españoles que se agolpan en la plaza de Oriente, los mismos españoles que se
agolpaban hace pocos años para vitorear a un dictador de opereta que movía la
mano igual que el rey que casó al chico pequeño con una novia muy delgada que
salía en la televisión y que se operó la nariz para parecerse a una de las
reinas que aparecían en el Hola y que nunca, ninguno de todos ellos, habían ido
al teatro o la ópera que tan cerca les caía de casa. La chica que lee y bebe sí
que va a ir a ver una obra, a lo mejor ha salido ya. Espero que todavía no haya
ido, que esté aguardando al compañero –que ya se retrasa- de la noche cultural
que se avecina. Pero no, creo que acaba de salir de ver el espectáculo de la
Compañía Nacional de Danza, que interpretaba obras de Balanchine y su danza
abstracta, de Forsythe y sus electrónicos años ochenta, y de Mats Ek que
estrena su obra Casi-Casa. La chica que bebe vino y lee es bailarina. Se ha
emocionado con los trajes grises de la compañía, con la doliente puntera de las
zapatillas, con la desenfadada ropa de colores que usaban sus compañeros para
bailar encima de un sillón. Ha disfrutado mucho con la poética del pequeño
mundo de Ek y no ha podido evitar llorar un poco, en silencio y sola. Nadie fue
con ella al ballet, nadie vio su largo cuello ligeramente encorvado, nadie
sintió la respiración bajo sus pequeños dulces pechos al ritmo de la música,
nadie notó los huesos de su mano derecha agarrada al brazo de la butaca, nadie
olió su perfume de jazmín. Está acostumbrada a viajar sola, yo no sé viajar
solo, y por eso al salir del Teatro Real ha buscado un sitio donde comer algo,
quizás ya había estado en el Café Vergara Bar hace unos meses. Al lado hay un
kebab y algo más allá un Fosters Hollywood que vende ternera de mentira con
actores de mentira. Ha preferido un sitio más típico, más sano, en el que
venden cocido y callos, seguramente bocadillos de calamares y unos desayunos
con pan tostado, aceite y manteca. En el Café Vergara Bar sirven Mahou y se
puede pagar con tarjeta. La bailarina espera a que se quede libre una mesa y
bebe vino de Rioja mientras lee la novela que comenzó en el tren y que a ratos
bailaba en su cabeza en el teatro.
La he buscado en Google pero no estaba. Los de las cámaras
solo trabajan de día y no pasaron por allí un viernes de mayo pasadas las diez
de la noche. Me quedé un rato a ver si anochecía en la pantalla del ordenador y
ella terminaba por venir al bar, terminaba entrando o saliendo con su paso
ligero y sus piernas delgadas bajo una falda excesivamente larga. Llevaría un
bolso al hombro del que sobresaldría la esquina doblado de un libro recogido
unas horas antes en una biblioteca de Zaragoza, nuestra ciudad. Un pañuelo
anudado al cuello y el pelo recogido con un coletero sin necesidad de un
lapicero. No lleva gafas y es bastante plana pero huele muy bien. Ni anocheció
en la pantalla ni ella pasó por el bar a comer una ensalada y un filete de
merluza, sin sal por favor. En la calle es de día y tres abuelos toman café
sentados en una mesa. Van en mangas de camisa, como las que nos ponemos en
mayo, pero la bailarina no estaba. Esperando el segundo plato se ha sumergido
en la lectura y unos bailarines de mallas apretadas han hecho piruetas entre
las líneas que hablaban de gente que se quiere como solo se quiere la gente en
los libros o en las malas películas de amor. Un camarero de camisa blanca
remangada y el pelo negro húmedo le ha dejado un plato con un trozo de merluza
acompañado con la misma ensalada de antes y un poco de mahonesa. Ella ha
sonreído y él ha buscado con la mirada debajo de su blusa. La chica que bebía
vino y leía ha cerrado el libro no sin antes marcarlo con la nota de la barra,
justo en la página noventa y dos, y ha bajado los ojos hacía el pescado
pensando que empieza a hacerse tarde y que anda algo cansada después del viaje
y la función. Mastica muy despacio, coge un trozo de pan y lo unta en la salsa.
Una miguita se le ha quedado pegada en el labio superior pero nadie se lo podrá
decir.
Esa noche soñé con la bailarina, soñé que llegaba un poco
tarde a nuestra cita, que ella tomaba una copa de vino, Rioja, antes de que
fuéramos juntos a la danza. Yo pedí un refresco de naranja, no me gusta beber
alcohol cuando tengo una cita con una chica y mucho menos si es tan guapa como
ésta. Mi madre siempre me decía que hay que beber con el estómago lleno y que
hiciera la cama de mi habitación antes de salir de casa. Estaba un poco
nervioso porque era una de las primeras veces que nos veíamos, no logré
recordar cómo nos habíamos conocido, y me sudaban las manos y casi beso sin
querer sus labios al saludarnos. No bebo alcohol si estoy nervioso porque las
tripas me dan vueltas y siempre acabo con ganas de vomitar. Le mentí, le dije
que me gustaba la danza y acepté encantado la sugerencia de ir a ver a un grupo
de gente que lleva mallas ceñidísimas para marcar un paquete exageradamente
grande que se pasan dos horas dando saltos y haciendo piruetas terribles para
la espalda. A mí siempre me duele la espalda cuando estoy nervioso, tengo
complejo de alto y termino andando agachado por la calle para que la gente no
me señale. Acabo lleno de contracturas y moviéndome como si fuera un autómata
de feria. Apuramos nuestra consumiciones y solo tuvimos que cruzar la calle
para llegar al Teatro Real ante el que se agolpaba una multitud deseosa de
disfrutar de dos horas de ingravidez y música contemporánea. Olía
estupendamente. A flores o algo así. Acercaba el oído a su boca fingiendo que
no había escuchado lo que me decía, hay mucho ruido aquí para estar entre
amantes del ballet y el silencio, y entonces aspiraba profundamente su olor, el
perfume que para siempre asociaría a la felicidad y que me llegaba como en un
sueño cada vez que ella, la bailarina que había quedado conmigo y me esperaba
bebiendo vino y leyendo un libro de un escritor extravagante, movía sus manos
para señalarme alguna cosa o para sacarme del embobamiento que me producían sus
palabras y que ella recibía con una sonrisa triste alborotándome el pelo.
Teníamos una buena butaca, muy cerca del escenario,
ligeramente escorados a la izquierda. Cuando se apagaron las luces yo pude
concentrarme en su olor, en su perfil, en el pelo recogido que dejaba al aire
una nuca huesuda, en el roce de sus manos apoyadas en el brazo de la butaca, en
las lágrimas que rodaron por su cara blanca y que ahogó con su dedo índice un
momento antes del final. Estuvimos mucho rato de pie, aplaudiendo,
correspondiendo a los aplausos de los miembros de la compañía, ¿no son
increíbles?, dando bravos cada vez que bajaba el telón, poniéndonos de
puntillas para sentir su dolor en los pies. Sí, es increíble. Salimos del
Teatro y aunque yo no tenía hambre volvimos al bar en el que habíamos quedado para
picar algo. Es un buen sitio y se está tranquilo, me decía la bailarina
mientras se colgaba de mi brazo. Yo casi no cené, por los nervios y la
impertinencia de aquel camarero tan guapo que miraba sin disimulo las tetas de
mi novia, pero ella comió con ganas una ensalada y un trozo de merluza a la
romana con mahonesa. Como en aquella película, se le quedó un poco de pan en la
comisura de los labios y yo se la quité, torpe y avergonzado, con el índice de
mi mano derecha. La conversión terminó por ceder, a la bailarina se le cerraban
los ojos al pasar la medianoche. Me dijo que estaba cansada, que el día había
sido largo y yo lo entendí. Le dije que le acompañaba a su hotel y terminé
despertando en mi cama de Zaragoza.
Nunca me he sentido tan solo
como aquella mañana al amanecer en mi cuarto. Como alguien que bebe vino en un
bar de una ciudad extraña sin esperar a nadie, como alguien que ve un
espectáculo perdido en la multitud llorando a oscuras antes de que enciendan la
luz, como alguien que viaja en un tren sin dirección, como alguien que busca
una persona entre un millón en las fotografías falsas de Google. Esperé hasta
que dieron las diez de la mañana, salí de casa deprisa y fui a la biblioteca
con el libro entre mis manos. Cómo no se me había ocurrido antes. Me atendió la
bibliotecaria sin gafas, sin pelo recogido, sin pechos y con ropa interior. Al
preguntarle si podía darme la relación de los usuarios que había retirado el
libro desde su adquisición me dijo que no. Alegó algo de unas normas, de leyes
de protección de datos, del deber de la confidencialidad, de la deontología
profesional, del secreto de la confesión. Creo que le supliqué, lo hice, esto
casi seguro, que me dijera al menos el nombre de la chica que lo había leído
antes de mí. Volvió a negar elevando el tono de voz y un hombre mayor bastante
gordo, supongo que su jefe, se acercó a nosotros preguntando si pasaba algo al
tiempo que hacía un gesto con la cabeza al guardia de seguridad de la puerta.
Respondí que no, que ya me iba, que solo estaba preguntando algo a aquella
señora tan amable. Cuando ya me iba la bibliotecaria me dijo que me dejaba el
libro, que si no iba a seguir usándolo. Le dije que no, que se lo metiera por
donde le cupiera, que a mí la literatura aragonesa me importaba una mierda.
Llevo dos meses yendo a diario a
la biblioteca, montando guardia en la entrada por si la bailarina que bebe vino
decide volver, preguntando a las chicas delgadas con poco pecho si les gusta el
ballet, si usan un perfume que huele a jazmín o algo así, recibiendo sus
miradas asustadas o de desprecio, arrodillándome ante ellas para probarles un
imaginario zapato de cristal que olvidaron al salir del baile, burlando al
vigilante cada vez que sale a fumarse un cigarro o hace su ronda por el pasillo
del fondo, justo en el que se apilan los libros de narrativa en español
ordenados alfabéticamente en el que la figura de un hombre alto, triste,
desgarbado y solitario pasea como el fantasma de un castillo sin dueño lanzando
los libros al aire para ver si de sus páginas llueve alguna noticia sobre la
chica de sus sueños.
1 comentario:
No olvides que fue un monje, seguramente uno de los "foramontanos" del Alto Ebro, el que empezó a hacer "las anotaciones al margen" en esta herramienta que tú usas y que se llama también Lengua Castellana. Un abrazo.
Mariano Ibeas
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