domingo, 9 de noviembre de 2014

DOS HORAS MÁS

Los mismos nervios de siempre, el mismo escalofrío en la nuca, el mismo temblor de manos. Como la primera vez.

Es jueves, son las dos de la tarde y esto es la sala VIP del aeropuerto de Madrid Barajas. Creo que ahora le llaman Adolfo Suárez. José Antonio está contento de tener un trabajo que le permite acabar la semana laboral el jueves por la tarde. Hoy ha tenido un duro día, ha movido varios papeles hasta la hora del almuerzo y luego se ha despedido de su secretaria y de los miembros de su grupo, a eso de las doce, hasta el lunes a primera hora si es que el vuelo desde Tenerife no llega con demora a causa de un tifón en el Atlántico o el secuestro de unos islamistas empeñados en estrellarse en el mar por no tener otra cosa mejor en la que entretenerse. José Antonio salió del curro contento, como todos los jueves cada quince días, el chófer lo ha notado cuando le ha dado los buenos días y sus escoltas se han guiñado el ojo al oler el perfume de las grandes ocasiones. Está cada día más delgado, más en forma, como cuando era bombero y alguno de sus compañeros suspiraban por él al cruzarse en las duchas. El color de su piel es envidiable y el cabello, que se ha dejado crecer de un par de años a esta parte, se le está poniendo tan rubio como cuando era el dulce niño que hizo la Primera Comunión vestido de marinerito y al que todas las madres hubieran deseado adoptar. Jose siempre ha sabido ganarse el amor y la confianza de cuantos le rodeaban. Hoy es jueves y cruzará el océano como en las treinta y una veces anteriores. Apenas cuatro horas y estará con ella otra vez tres largos días.   

José Antonio juega con su ordenador portátil dorado en la sala VIP del aeropuerto. Hace tiempo mientras espera que el número de su vuelo, IBS3910 de la compañía Iberia Express, sea anunciado por la megafonía en los idiomas oficiales del Estado español. Le han preguntado si desea tomar un brunch antes del lunch que servirán durante el vuelo. Ha pedido vino de Cáceres y la asistente ha respondido que no tenía. Visiblemente contrariado ha solicitado un tinto canario y la pobre asistente, a la que Jose no dejaba de mirar golosamente las piernas, ha hecho un mohín con su boquita de piñón para negar por segunda vez. Le ha ofrecido Coca Cola Zero y Jose ha dicho que sí pero que le trajeran unas patatas con sabor a jamón ibérico en desagravio. Al alejarse la chica ha balanceado su culo y el pasajero ha depositado sus ojos justo a la altura de tan suculento ejemplar. Una punzada en el estómago, unas ganas inmensas de mear, el pánico a los aviones que solo el amor puede vencer. Ha mirado el relojazo de su muñeca derecha y ha decidido que iría al baño antes de pasar a la zona de embarque. Al salir del excusado ha cruzado la mirada con un tipo de cara conocida. Tiene el pelo moreno escrupulosamente cortado, con raya a la izquierda, mofletes generosos, una corbata azul de nudo gordísimo y unas gafas pasadas de moda. Juraría que trabaja en su misma empresa, en la delegación de ese pueblo, cómo se llama...Teruel, pero desvía la mirada y evita saludarlo porque no recuerda su nombre, Carlos o algo así, y tiene pinta de pelmazo. La voz de la señorita anuncia por fin el vuelo, en inglés, francés, alemán y algo parecido al catalán. Con fastidio deja la Coca Cola en la mesita pero se lleva las patatas con olor a jamón en el maletín del portátil.

El momento del despegue es parecido a un nacimiento. Uno se agarra con fuerza pero al final sales despedido quieras o no. José Antonio ha pedido al subir una copa de vino de Badajoz pero la azafata le ha dicho que no podía ser. Tampoco tenía Coca Cola Zero ni sin Zero, podía ofrecerle un amplio abanico de bebidas refrescantes o alcohólicas, por algo viajaba en business class, pero justo lo que el señor deseaba no estaba a su alcance. Le ha dicho no te preocupes, guapa –son muchos viajes a Tenerife en los últimos tiempos y uno termina conociendo a la tripulación- y se ha puesto a mirar por la ventanilla. Ha declinado la invitación del comandante, el antiguo bajista de Los Nikis, y en esta ocasión no pasará a cabina para tranquilizarse ante el inminente despegue. Recuerda el día que le dejaron llevar un ratito el avión, casi se mea del susto, aunque está convencido de que lo manejaba el piloto automático y que solo lo hicieron por complacerle y alabar su pericia al poner el aparato boca abajo. Dos filas más atrás está Carlos, sí, se llamaba Carlos, con su cara de curita y su sonrisa beatífica. Ha pedido vino del Somontano y enseguida le han complacido con una botellita de tinto y un poquito de queso de Tronchón. Los dos han clavado la mirada en el mismo punto de la entrepierna de la azafata, sentada de cara al pasaje, nada más que ésta ha terminado de dar las explicaciones sobre catástrofes aéreas a las que nadie presta atención. José Antonio se ha puesto a sudar y ha dirigido el chorro del aire, a la máxima potencia, hacia su pálida cara con cuidado para no despeinarse. Ha cerrado los ojos y se ha puesto a pensar en ella.

Mi morena de dulce acento, ojos rasgados, naricilla respingona en la que tantas veces he depositado mis labios cansados, mi muchachita ultramarina de cintura estrecha y caderas de merengue, la sonrisa más blanca que nunca vi, mi niña de pelo negro y ojos de pozo profundo, mi mamacita de largos tacones, vestidos de noche y palabra de honor, promesas de sus labios rojos y de sus ubérrimos rotundos pechos, duros como la mala conciencia, dulces como el mango tropical, oscuros como los días sin ella en un Madrid sin palmeras, tan lejos del mar, tan lleno de inviernos e indignados que rodean la oficina, que hacen ruido a todas horas, que no me dejan pensar en ti, mi princesita de prometedora carrera, tan modelo, tan candidata a Miss Tenerife, tan parecida a las actrices de las telenovelas que tanto gustan a mi mujer, mi amor inesperado con sus sabios dedos de uñas moradas que se pierden y juegan en mi bragueta logrando que mi virilidad emerja como esta avión que ahora despega, por fin, y me lleva a tus brazos de cielo y chocolate.

Jose abre los ojos justo cuando un insistente pitido recuerda que pueden quitarse los cinturones de seguridad. El bajista de Los Nikis ha estabilizado el aparato y se prevé un vuelo de tres horas hasta llegar al destino. Allí le esperan veintitrés grados centígrados, una humedad relativa que no logra escuchar y un viento calmado. Ha cogido un ejemplar del ABC y otro de La Razón, que sabe no va a poder leer a ocho mil metros del suelo, y ha optado por una ensalada de canónigos y vieiras con reducción de Pedro Ximénez, un lenguadito, vuelta y vuelta, con patatas pommier y una macedonia de postre con unas gotitas de Cointreau. Lleva un par de años cuidándose, haciendo bicicleta y running, además de seguir los consejos de un entrenador personal que le mata con abdominales y de una nutricionista suiza que le ha prohibido el chocolate y le mira con cara de asco cuando le ve comer jamón con las manos. En el reproductor de música y vídeo de su asiento de primera clase de negocios importantes un tipo canta, con una voz nasal que le hace cambiar rápidamente buscando Los 40 Principales, me da la espalda, me dice que el amor un día se acaba. Carlos también ha pedido una comida baja en calorías, borraja y ternasco a la plancha, y hace tiempo leyendo el Heraldo de Aragón. El Zaragoza otra vez eliminado de la Copa del Rey a las primeras de cambio.

Las islas afortunadas. Volar ganándole tiempo al tiempo, entrar en una máquina y aparecer en un paraíso en el que todos somos más jóvenes y algo más lentos. Ella aún no habrá salido de la academia de inglés y la doncella ecuatoriana estará apunto de prepararle su baño de sales. A Jose le vuelve loco su olor y la desnuda con manos nerviosas nada más atravesar el coqueto recibidor. Le hace el amor con ímpetu, con la pericia de un gran amante y la dulzura de un adolescente, y le gustaría tener mil dedos y varias decenas de lenguas para cubrirla por completo, para enterrarla con su pasión y ser un sexo tridimensional con sabor a leche agria, la doncella de hierro medieval en la que ella moriría en cada encuentro para renacer al rato, una vez que sus miradas se encontraran vagando perdidas por el techo. Es una suerte viajar hacia atrás cuando uno va en busca de la felicidad, luego regresar de noche para que pronto sea mañana y la rutina nos ensucie la mirada hasta que vuelva a ser jueves, y otra vez jueves, y nos pongamos el perfume que ella nos regaló, cojamos el portátil dorado y vaciemos la cabeza de los problemas de los demás que a nadie le importan. Es bonito recoger los billetes, de ida y vuelta, Don José Antonio, sin preocuparse del precio ni de buscar la tarjeta de crédito de Caja Madrid, solo extender la mano, sonreír a la chica del pañuelo verde anudado al cuello y dar gracias a San Pedro de Alcántara por nuestra buena suerte.  

Tenerife tiene forma de pequeña España, de raya sumergiéndose en las frías aguas de un mar de mentira, del recogedor que utilizan los barrenderos, de Concorde a punto de despegar, de un pato levantando el vuelo hacia el lugar por donde todas las mañanas sale el sol, de sirena saltando desde un trampolín en un concurso de televisión, de bacalao abierto desalado que huele a arenque rancio, de chica tomando el sol desnuda con las manos detrás de la cabeza, de cuchara llena de caviar, de pene en erección. En Tenerife siempre es primavera. Nos vigila el padre Teide, entre el fuego y la nieve, y algún día la lava lo arrasará todo y solo quedarán amantes petrificados en un coito infinito entre el olor del infierno. El desierto, la costa de arenas negras y precipicios inacabables desde los que los amantes saltan al vacío con el corazón hecho jirones. En carnaval jugaremos al golf esquivando el viento alisio y las gana de llorar.

Carlos se ha aflojado el enorme nudo de su corbata azul y mira la dorada calva de José Antonio. Vuela a Tenerife en viaje de negocios, va a visitar una delegación de su empresa –que dirige una empleada que por lo visto es un pimpollito- que no está dando los resultados que se esperaban, y se alegra de que su compañero se haya hecho el despistado cuando salía del servicio de la sala VIP. A él tampoco le apetecía saludarle, menos en esas circunstancias en las que uno desconoce los hábitos de higiene de las personas, y afortunadamente no le ha tocado un asiento contiguo que habría hecho imposible evitar la conversación. Ha comido estupendamente, lo del Zaragoza no tiene remedio, ha leído la media página que dedicaban a Teruel que sigue sin existir, ha saboreado un delicioso caldo del Somontano, ha visto el sol reflejado en el ala derecha del avión. La vida le sonríe. Su jefa, Luisa Fernanda, la dama de hierro aragonesa engrasada con aceite del Bajo Aragón, le ha advertido que no tolerará ninguna irregularidad más. Ella empezó de huésped en la pensión, como en la zarzuela, ahora es la dueña del hotel pero Carlos desearía enviarla a las dehesas extremeñas para perderla de vista. Su corazón vibra al escuchar la palabra amor con mayúsculas, buen nombre para un congreso a celebrar en un futuro en la ciudad de los amantes del que él podría ser el pregonero y el monaguillo. Anota la idea en su cuaderno de trabajo en blanco.

Los compañeros a su pesar se duermen justo en el mismo instante. La digestión y la altura se llevan mal. Jose está más acostumbrado a estos viajes pero aún así no puede evitar ceder al sueño de Morfeo en el que canta una morenita que no está mal, una que salía con el piloto del cuello gordo, aunque de ubérrimos pechos nada de nada. Carlos ha tomado demasiado vino tinto y el ternasco lo empieza a empapar. Los dos sueñan lo mismo, los dos tienen una pesadilla idéntica. Un montón de clientes han rodeado la oficina, han cerrado las puertas, se han tragado las llaves, rocían con bidones de gasolina media tonelada de viejos Boletines Oficiales del Estado y le prenden fuego con una antorcha que sujeta en la mano izquierda un tipo de coleta vestido con chándal. Pronto el calor es insoportable, abren y cierran ventanas por las que se cuela un humo negro como el de la chimenea del Vaticano el día que el Espíritu Santo anda despistado. Van a morir. El teléfono no funciona, los bomberos están en huelga, la policía está viendo el último capítulo de un culebrón venezolano, los cristales empiezan a estallar y, como en la películas de cataclismos, los muros ceden y aplastan a las personitas. Huele a barbacoa por todo Madrid. Se despiertan gritando y sudando en medio de una turbulencia.

La azafata de muslos rotundos calma a José Antonio. La azafata de muslos rotundos calma a Carlos. Jose se siente algo indispuesto y se encierra en el baño de la business class. En estos sitios siempre huele a limón del bueno. Con los pantalones por los tobillos empieza a respirar hondo y, sin querer, se pone a pensar. Un día alguien revisará los papeles. Un día alguien mirará las cuentas. Un día dejarán de creerse que viajaba a Canarias, la delegación que le adjudicaron en un golpe de suerte, porque había que estar encima del negocio. Un día se darán cuenta de que Las Palmas también existe. Un día algún periodista cabrón se irá de la lengua. Un día algún compañero hijo puta hará fotocopias y las repartirá por toda la empresa. Respira hondo, nota una fuerza que le succiona por el lado oscuro de su anatomía. Se levanta, se limpia y aprieta el botón de la cisterna. A dónde irá a parar toda la mierda. Enseguida deja de pensar y se sube los pantalones. Al otro lado de la puerta Carlos golpea tímidamente con los nudillos. Vuelven a cruzarse sus caminos. Al cerrar y sentarse sobre el inodoro caliente comprobará que ciertos olores no se disimulan ni con el mejor limón del mundo.

Anuncian la maniobra de aterrizaje, es el sonido de los cierres de los cinturones, los respaldos de los asientos en posición vertical. El mar es tan azul y la pista tan pequeña. Mirar al frente, justo al borde de la falda de la azafata sobre las piernas cruzadas. Un zumbido en los oídos, un taponamiento que no se quita tragando saliva. Hace calor ahí adentro, el mismo que en una hoguera con su santo churruscadito, el mismo que en una chimenea de una casa norteamericana habitada por una familia de psicópatas aguardando al bueno de Papá Noel. Ella le estará esperando, la azafata descruza las piernas y las abre por un instante, el gran pájaro vibrador surca los aires canarios rompiendo todas las barreras con su cabeza granate, como Rocco Siffredi en la noche de bodas de una virgen, el miembro volador se acerca a tierra, las olas son olas, la espuma es espuma caliente, la lava de un volcán empuja desde el centro ardiente de la Tierra, José Antonio se agarra a los brazos de piel marrón del asiento, ella se rompe una uña al apretar unas sábanas de seda y ahoga un gemido en la almohada de plumas de ganso, el avión toma tierra, rebota, vuelve a rebotar, empuja el asfalto queriendo llegar hasta el final, una explosión dentro de un pantalón, entre las nalgas morenas de una chica tan guapa que parece una presentadora de televisión, el corazón bombea chorros de sangre y es no poder levantarse, otra vez, hasta que todo el pasaje haya abandonado el avión. Les deseamos que el vuelo haya sido de su agrado. Esperamos volver a verles a bordo muy pronto.

El pegajoso aire canario, los plátanos, la náusea.