Nada más verla, supo que iba a cambiar su vida. Allí estaba, en un rincón, arriba, casi fuera del alcance de la vista. Permanecía inmóvil y callada, esperando que alguien la rescatara del olvido. Y él la vio: Era la camiseta de baloncesto más hermosa que había visto en su dilatada vida. Azul, con los costados en naranja, sin mangas, a la vez que sin los antiestéticos tirantes que tan mal le sentaban. Las letras de su equipo del alma, en el centro, en mayúsculas y encuadradas. En el reverso, en la parte superior y en pequeñito, el escudo. Producto oficial, por supuesto. He tenido que venir al otro lado del mundo para encontrarte, pensó. Miró la etiqueta y después de ver que era su talla y de convertir mentalmente el precio a euros, la descolgó de la percha y se la llevó al probador.
Un ligero temblor en los dedos demoraba el momento de vérsela encima. Sí. Es ella. El espejo le devolvió la imagen del jugador que siempre había visto en sus sueños. Botó una pelota imaginaria, flexionó las rodillas ligeramente e hizo el gesto del tiro que tanto tiempo llevaba entrenando. La pelota entró sin rozar siquiera, la imaginaria red del imaginario aro. El corazón se le aceleró cuando repitió el movimiento, dando un paso atrás, y la pelota volvió a entrar. No le costó demasiado verla en su mente, ya que utilizó la imagen de la que se había comprado, hacía unos días, en su ciudad. Una pelota hermosa, redondita, blandita pero de bote enérgico, tan adaptada a la palma de su mano que parecía una prolongación de la misma. Sólo me falta la camiseta. Ya la tenía. Volvió a ponerse la camisa y doblando con mimo el objeto de su deseo, se dirigió con paso enérgico, una ligera opresión en el pecho, una lágrima en el ojo y a la caja. Thank you, mister. No. Gracias a usted. Muchas gracias, de verdad. No puede ni imaginárselo.
Afortunadamente, sólo quedaba un día para terminar sus vacaciones. Ya en el avión, vencido por el cansancio y la tensión, se quedó adormilado y recordó cómo había nacido su pasión por el baloncesto. La primera imagen que le vino a la cabeza, su abuela en la cocina de casa. Era muy pequeño, hace muchos años, televisor en blanco y negro. Siempre jugaban el Madrid y el Maccabi. Su abuela, su yaya y él, pegados a la tele. Mira cariño, mira que bien juegan. Él era de Walter y su abuela de Brabender.Su afición al baloncesto, creció a la vez que él también lo hacía. Amaba tanto su deporte que hasta soñaba con él. En los momentos de tensión, antes de un examen, frente a un problema familiar, por un mal de amores... lograba relajarse imaginándose a si mismo tirando a canasta. La pelota venía muy despacio desde muy lejos, la cogía con suavidad con la mano derecha, botaba con gran estilo, a cámara lenta, se pasaba la bola entre las piernas y por detrás, amagaba con entrar a canasta y tirándose hacia atrás, lanzaba, encestando siempre. Y era feliz. Lo demás no importaba, todo podía esperar, anestesiaba las penas y el dolor no existía. La realidad se ralentizaba hasta desaparecer. Perfeccionó hasta el extremo su estilo imaginario, movimientos de ballet, coreografías imposibles, canastas de todos los colores. Eso sí, nunca consiguió machacar el aro, tal vez por que no lo intentó. Lo único que siempre se repetía en su imaginación, era el modo en el que iba vestido, con la camiseta de sus sueños. Y ya la tenía. Por fin.
Despertó cuando su mujer le pegó un codazo para que se abrochara el cinturón y pusiera el respaldo del asiento en posición vertical. Con qué soñabas, parecías contento. No recuerdo, supongo que contigo. Por cierto, cuando lleguemos a casa, iré un rato a la piscina, a echar unos tiros. ¿ No puedes esperar? No, no puedo esperar. De acuerdo, si te parece, yo iré más tarde. De acuerdo. En el vestuario, se puso la ropa de deporte, igual que los guerreros medievales antes de comenzar la batalla final, con el ritual de un torero antes de salir a Las Ventas, con el mimo de una novia el día de su boda. Salió al estruendoso sol de las cinco de la tarde y se dirigió a la cancha. Vacía, claro. Sólo un loco se arriesgaría a moverse de la toalla en una tarde como aquella. Y empezó a lanzar a canasta, primero de cerca y contra el tablero de cristal, asegurando. Riss. Dentro. Nada le gustaba más que el sonido de la cesta acariciada por el balón. Riss. Un poco más atrás. Canasta. Un tiro libre, un gancho desde la botella, una penetración, otra a aro pasado, un triple, otro, otro... No había fallado ni uno de los 10 primeros tiros. Ni de los 10 siguientes. No falló ni uno solo de los que intentó. Rectificando en el aire, girando sobre si mismo, con los ojos cerrados. Estaba en un estado muy similar al trance. No sudaba. Algunos curiosos se acercaban a la valla a contemplar lo que allí pasaba, pronto se inició un murmullo, la gente cada vez era más numerosa. Hay un tío tirando a canasta y no falla una. Venid, venid... es increíble. El rumor se fue extendiendo y pronto desbordó los límites del recinto. Comenzaron a llegar curiosos desde todas las partes de la ciudad. Tuvieron que abrir las puertas para contener la avalancha humana. La policía, miembros de Protección Civil y equipos sanitarios y de bomberos, tomaron posiciones en los alrededores al lugar del milagro, como ya lo llamaban. Cuando llegó su mujer y observó el panorama, no pudo más que abrir la boca y ponerse a llorar. Es la mujer, es la mujer... gritaban los periodistas intentando obtener unas declaraciones a la vez que corrían detrás de ella. Cariño, ¿qué haces? Déjalo ya, hombre, déjalo ya. No puedo, algo en mi interior me pide que siga lanzando. Vete a casa, en cuanto pueda voy. Se la tuvieron que llevar en ambulancia presa de un ataque de histeria. Era noche bien entrada, la cancha iluminada por la débil luz de un foco, y aquello estaba alcanzando dimensiones de acontecimiento nacional. Los avispados de turno estaban haciendo su agosto vendiendo camisetas con el lema de " Yo estuve allí el día del milagro" y vendiendo postales con la imagen del lanzador prodigioso. Alguna cadena nacional de televisión estaba preparando la infraestructura para conectar en directo con el prodigio y difundir las imágenes urbi et orbe. Entonces sucedió.
Al amanecer, con la primera luz del día, una enorme nube se posó encima de la cancha. El aire se volvió espeso y el silencio se hizo total. Un trueno anunció que el momento había llegado. El cielo se abrió y de allí, mientras él seguía encestando una y otra vez, dos ángeles con la cara del mismísimo Michael Jordan bajaron ante el pasmo de la muchedumbre y sus bocas abiertas. Le tomaron con delicadeza de las axilas y tal y como estaba, le ascendieron hasta donde alcanzaba la vista entre resplandores celestiales y fanfarrias dulcísimas. El cielo se cerró y sólo se oyó una voz final que decía: Estoy en la Gloria, en la Glooooriiiiiaaaaaaaa. Y si piensas que no habías oído nada ni en la tele, ni en la radio ni en los periódicos, es porque nadie dijo ni una palabra. ¿Alguien se lo iba a creer?
4 comentarios:
Bonito sueño.
Humor jaloziano 100%.
De un tema tan limitado un buen relato.
Buenísimo el momento en el que la gente empieza a acercarse. Tan bien hecho que ves la película en pantalla grande. Al estilo sueño americano pero en Zeta.
Un fuerte abrazo.
A im neibmat em atsug le otsecnolab.
Nu odulas edsed Leuret!
Qué susto me has dado, invisible. Pensé que un alemán me quería comprar los derechos de autor.
Artista, más que artista.
Esa canasta... Dos más uno...
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