Arturo abrió el cajón de su mesa de trabajo y se encontró la calculadora encendida. Pensó que algún objeto de los que guardaba junto al ingenio japonés, accidentalmente había presionado la tecla del ON y había puesto a funcionar la maquinaria contable. Lo que no terminaba de comprender era la naturaleza de los extraños signos que se reflejaban en la pantalla líquida. Rayas horizontales, verticales, puntos, asteriscos, números mutilados, configuraban un paisaje difícil de interpretar, bien lejos de las habituales cifras árabes resultantes de una simple operación aritmética o de algún complejo cálculo científico que otras manos más experimentadas que las suyas, hubieran podido arrancar del sonriente aparato negro.
Tocó la tecla OFF para devolver las cosas a su lugar y hacer que de la negrura brotara, de nuevo, el ordenado cero. No consiguió su objetivo en el primer intento y tuvo que utilizar el índice derecho en varias ocasiones. Al fin, las cosas volvieron a su cauce. Las pilas debían estar agotándose, no recordaba haberlas cambiado en los años que llevaba trabajando con aquel aparato. Así que pidió al compañero que le guardaba las espaldas en la inmensidad de la oficina bancaria, que le consiguiera unas de repuesto para poder seguir calculando intereses y mortificando a los sufridos clientes de préstamos e hipotecas.
La burocracia es compleja y los resortes de la logística de una entidad financiera, todavía más. Aquellas pilas, al final sólo le enviaron una después de cotejar que aquel modelo en desuso nada más necesitaba una, tardaron varios días, los que dura el viaje desde la Central hasta la sucursal de barrio en la que pasaba las horas. Entonces pudo devolver la calculadora que compartía con sus ofuscados compañeros y con una alegría que no supo interpretar, se dispuso a colocar el botón plateado en el lugar del viejo cobrizo que había fallecido en acto de servicio.
Pasaban los días y Arturo recuperó su buen humor entre capitalizaciones e intereses compuestos, siempre a mano su fiel calculadora que había recuperado su ancestral precisión. Hasta que un jueves cualquiera, sin avisar, como llegan todas las desgracias, la maquinita comenzó a parpadear. La luz roja oscilaba en el lado izquierdo y de nuevo los números estallaron en revolución. Heridos de guerra pasaban a saludar y ninguno se quedaba en la pantalla que bien pudiera ser la del cine de la esquina. Aquello volvía a ser ininteligible y Arturo se preocupó seriamente. No podía ser un problema de las pilas, de la pila botón en perfecto estado de revista, por lo que temió un problema grave en la salud de su inerte amiga.
Sus compañeros se rieron de él cuando éste les confesó sus cavilaciones en la pausa del café. Le recomendaron que se comprara otra, tecnología punta, el mundo de la calculadora había avanzado siglos en aquellos últimos años. Le dijeron que utilizara la del ordenador, que se descargara algún programa contable que automatizara los estadillos de cuentas.Que se olvidara de aquel asunto y dejara de dar la paliza. Mientras desmontaba por quinta vez en lo que iba de mañana, el armazón y las tripitas llenas de rayas telegráficas, su jefe le llamó al despacho. Habían recibido una queja de un importante cliente, escandalizado al comprobar que se le estaban cobrando unos intereses desorbitados, desproporcionados para el capital prestado. Tras muchas disculpas y reintegros, Arturo volvió a su puesto de trabajo advertido de que no iban a tolerar más errores de ese calibre, inadecuados para una entidad como la que le pagaba regularmente cada fin de mes.
Se sentó triste y avergonzado, mirando de reojo a la culpable de su desgracia, que terminó de malos modos en el fondo del cajón, sin la pila, extraviada entre el montón de papeles. Estaba decidido a acabar con aquella relación y a hacer caso a sus compañeros, sin duda más juiciosos que él. Pero al cabo de unos días los remordimientos le pudieron. Abrió con mimo, con la delicadeza de un novio en la noche de bodas, el cajón en el que había recluído a su amada. Allí la observó, esperando, expectante mientras le recibía con un hermoso 3.1416 en la brillante cara. Arturo la tomó entre sus manos, decidido a reanudar la relación, hasta que con un vuelco de su corazón, descubrió que estaba funcionando sin pila alguna. Aturdido intentó apagarla sin conseguirlo, viendo como los números volvían a desfilar sin control, sin sentido, paralelas y perpendiculares formando extraños dibujos ajenos a la lógica matemática. El miedo no le dejó ver que entre los papeles de la basura, se podía leer HOLA en la vieja pantalla de su querida calculadora.
2 comentarios:
Uala!
Muy chulo, tío.
Me dan un poco de penica, esos viejos aparatos a los que condenamos al fondo de un cajón tras largos años de servicio.
Mi radiodespertador, después de 7 u 8 años de convivencia y de levantarnos juntos cada mañana empezó a fallar.
Su pantalla comenzó a dejar de mostrar los habituales números arábigos y las horas comenzaron a ser "las palote y palote torcido", "las palote torcido menos puntico" o las "dos rayicas en punto".
Yo creo que trataba de decirme algo, pero jamás llegué a comprer su mensaje secreto.
No me he comprado otro, pero tampoco he tirado éste. Permanece encima de mi mesilla de noche, perpetuamente apagado, callado y desconcertante.
En fin...
Estos aparatos, que están locos...
Saludos.
Muchas gracias, Rubén.
Se ve que eres todo un artista.Te ha salido un micro-relato en un comentario...jojojo.
Seguimos en contacto. Un saludo
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