Uno nunca sabe muy bien cuál es su imagen. Cada uno se percibe desde dentro y se ve de frente. En pocas ocasiones, en algún caso ninguna, los demás tienen esa visión de nosotros. Por eso la comunicación es complicada desde el momento en qué no sabemos el color del disfraz que nos han dado en esta función. Esa nariz no es la mía, pensaste el día que por primera vez te miraste de perfil en un espejo. Un día, siendo pequeño, descubres asustado, unos huesos en la espalda, un lunar. Que por fortuna el bulto de tu bañador se ve muy distinto desde abajo. Lo asombroso aumenta si nos vemos en movimiento, cuánta gente no ha tenido este privilegio, si es que es un privilegio. No sabía que torcía la boca cuando hablo, ni que enseño la fila de dientes de abajo, ni, en el peor de los casos, que se me ve hasta la campanilla. Lo de la voz sería tema aparte, muy estudiado por otro lado. La extrañeza aumenta si nos vemos caminando, o saltando, o corriendo... simplemente gesticulando delante de un interlocutor. Nos encontramos torpes, o gordos, o feos... la admisión es el primer paso para la superación. Tantos años metidos en este cuerpo, cada uno en el suyo, lo de meterse en cuerpo ajeno es coyuntural y motivo de otro análisis, para terminar siendo unos completos desconocidos. No me extraña que proliferen como las pecas en un pelirrojo, las sectas, filosofías y grupúsculos varios que te invitan a viajar hacia adentro, no descarten verlo anunciado algún día en la agencia de viajes del barrio. Afortunadamente hay cosas que se pueden corregir, la ciencia hace milagros, para otras quedan las pastillas y la aceptación. Hagan la prueba. Cojan un espejito, colóquenlo cuatro dedos por encima de la frente, ligeramente escorado para contemplar su cogote en el espejo. Pocas imágenes tan desoladoras y enajenantes. Yo lo hice y no pienso repetirlo.
jueves, 4 de septiembre de 2008
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1 comentario:
Bien. Curiosa reflexión. Lógicamente comparado con los dos anteriores, es menor
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