Nada más verla supe que era ella. Llevábamos un rato en el
bar, haciendo lo de siempre, bebiendo, hablando y oyendo música. Retumbaba en
el techo bajo de La Recogida una canción de Clovis. Éstos se habían puesto un
poco pesados contando sus hazañas sexuales y daban aburridos consejos acerca de
sus drogas favoritas y cómo mezclarlas. Entonces una chica entró y a su
alrededor revolotearon algo así como unas pompas de jabón color amarillo,
marrón, de un dorado intenso. Estaba perdida y algo ridícula con sus zapatos de
tacón y unos increíbles calentadores rosas que bien podían ser la última moda
en la Quinta Avenida pero que aquí, en Zaragoza, quedaban fuera de lugar. Me
gustó su bolsa deportiva, de la que sobresalían algo así como unas mallas
blancas, y pensé que iba a juego con mis Reebook naranja. Cruzamos las
miradas. Tenía los ojos llorosos y estaba pálida como el mármol veneciano. Me
preguntó por los baños y le indiqué con un dedo que estaban al fondo, a la
derecha, como siempre. Me dio las gracias y precipitadamente se fue abriendo
paso entre la gente mientras Clovis daban por acabado su tema. Un segundo de
vacío y un nuevo hit del indie patrio atronó la oscuridad del bar.
Me pedí otro daiquiri y cogí una
de las margaritas que decoraban el tirador de la cerveza y me la coloqué sobre
la oreja. La chica tardó un buen rato en volver y cuando al fin la distinguí
entre los saltos de los chavales pensé que era un vampiro de Crepúsculo o algo
así. La cogí del brazo cuando pasaba a mi lado y le pregunté si se encontraba
mal. Olía dulce, a fresa, y temblaba un poco o eso me pareció. Era muy delgada
y andaba como flotando sobre el suelo pegajoso del bar, parecía que fuera de
puntillas, y daba la sensación de ir a desmayarse en cualquier momento. Le pedí
un botellín de agua que bebió de un trago. Me contó algo de un novio, de una
pelea, de un escapar hacia cualquier sitio, de entrar por casualidad en aquel
lugar segura de que él nunca la buscaría allí. Había vomitado de los nervios y
decía que todo era una mierda. Me dijo su nombre, la verdad es que no lo
recuerdo, pero yo cuando pienso en ella siempre la llamo Coppelia. Me gusta el
nombre, Coppelia, no sé si será por las dos pes o porque la imagino poniendo en
los labios un gesto de niña mimosa, enfadada, malcriada, cada vez que
pronunciaba el título de aquel ballet que me contó que nunca podría
protagonizar. Coppelia. Como un pez que lanzara burbujas al besar el cristal
del acuario, como una esfera de jabón que explota al contacto de un dedo, como
un amante exhausto que lanza su último jadeo.
Durante un buen rato se estuvo
desahogando conmigo, me hablaba muy cerca del oído, de mis pendientes de
colores a lo largo de toda mi oreja izquierda, gritaba mucho para que pudiera
entenderla bajo el muro de guitarras al que no estaba acostumbrada. La invité a
un martini, no sé porqué pensé que bebería martini, y mientras se lo tomaba y
chasqueaba la lengua al contacto de su dulzor helado, yo la iba notando cada
vez más relajada, como una bella mariposa desprevenida en una tarde de verano.
Mis colegas se fueron a otro garito, bromeando sobre mi nueva amiga y
lanzándome interrogaciones con sus gestos y miradas. Coppelia estaba ajena a
todo y seguía hablándome de aquel chico, de la bruja de su compañera de danza y
de su insoportable casera. Tenía unos ojos bonitos, pómulos marcados y unas
muñecas delgadísimas en las que se enrollaban varias cintas de la Virgen del
Pilar. Era más alta que yo y por eso se agachaba un poco para hablarme dejando
al descubierto un tímido escote en su blusa blanca. Pedí unos tequilas a Juan,
el camarero de toda la vida, y le robé otra margarita que fue a parar a la
trenza de Coppelia. Eres la alegoría de la primavera, le dije, una chica tan
guapa no debería estar nunca triste. Sonrió y estoy segura de que enrojeció
hasta las pestañas.
Entonces fui yo quien la cogió
del hombro para hablarle muy cerquita, mirándole a los ojos como tantas veces
había hecho con tantos chicos, convencida de que mi mirada afilada y mi sonrisa
blanda harían el resto. Le dije que no dejara que nadie la dañara, que se
olvidara de todo por un rato, que disfrutara de aquel encuentro casual y se
dejara llevar por la música, como yo, como todos aquellos desconocidos que
compartían un pedazo de sus vidas entre alcohol y algo parecido a la amistad.
Recuerdo que se estremeció cuando le susurré al oído, tan cerca que podía notar
su corazón acelerado, tan pegada a ella que notaba su pecho pujante bajo la
tela de su camisa. Siempre había pensado que las bailarinas eran planitas, todo
fibra y hueso, pero aquella carne tan próxima me desmentía mis ideas
preconcebidas. Le sudaba la mano cuando se la apreté dulcemente con la mía,
cuando me eché sobre ella para rozar el lóbulo de su oreja con mi lengua
desatada y jadear su nombre mientras le prometía hacerle olvidar sus problemas.
No tardó mi mano en desparecer bajo su falda, en acariciar un culo redondo,
pequeño y duro, tal y como lo había imaginado hacía un instante. Sr. Chinarro
cantaba Una llamada a la acción y aquella me pareció la señal esperada. Creo
que le dije algo en francés que pretendía sonar sexy y la acerqué hacia mí con
decisión apretándola contra mi pecho acelerado. La besé cerrando los ojos y
buscando su lengua entre los dientes.
Casi puedo oír sus tacones
alejándose del bar, sus calentadores rosas, sus flexibles piernas acostumbradas
a otro tipo de barras, el roce de sus medias al contacto con la falda que
ocultaba lo que yo ya conocía. Una margarita quedó flotando en el aire, en
suspensión, junto con las pompas de jabón –amarillo, dorado, marrón- al tiempo
que Los Planetas cantaban lo que pudo haber sido. Allí me quedé, soportando la
sonrisa del camarero, agarrada a la copa número, sintiéndome como el delantero
centro que remata de cabeza al larguero desde el área pequeña. Supongo que
Coppelia, Ofelia, Noelia salió corriendo en busca de aquel novio del que había
escapado huyendo hacía un momento, las tripas revueltas por el tequila, la sal
y el limón, por el vacío que sintió bajo unos pies no tan acostumbrados a
flotar. Salí a la calle y agradecí la fina lluvia sobre mi pelo lacio. Saqué un
cigarro, pedí fuego, sonreí como sabía que pocas chicas eran capaces de hacer,
miré el reloj. Hora de buscar un taxi y volver a casa. Otra noche quemada. Creo
que soñé con tutús y moños altos, con bailarinas que danzaban al son de cajitas
de nácar y música. En la luna llena difuminada la cara de un inventor pálido
veló mis sueños, la muñequita había escapado, un soldado de plomo quemó su
corazón. Frankenstein agarró una margarita al vuelo y se la ofreció a una niña
justo antes de ser quemado en el molino. Un sabor a fresa me despertó por la
mañana y como una pompa absurda explotó para siempre entre mis labios.
2 comentarios:
Qué bueno eres, cabrón.
Nos vemos el 18.
Un beso,
Anabel
Nos vemos. Muchas gracias, me ha encantado el comentario jojojo. Y si te ha gustado es muy buena señal.
A sus pies.
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