Hoy quiero recuperar un texto que escribí hace un tiempo, en un día parecido al de hoy. Cristo sigue muriendo todos los días, en cualquier lugar del mundo, en nuestras calles. Hora sería de ir haciendo algo.
Son las doce de la noche y es Jueves Santo. La plaza de San Prudencio se acaba de quedar a oscuras. Como todos los años, con la última campanada del cercano reloj de la Diputación, se han apagado las farolas que a diario iluminan tenuemente la calle, dándole un aspecto irreal, casi fantasmagórico. La fachada de la Iglesia de San Marcial Mártir parece desplomarse sobre quienes la contemplan, barroca y sobrecargada, incapaz de soportar el dolor y la culpa de los vecinos. Los árboles desnudos mueven sus esqueléticas ramas queriendo agarrar las almas de los allí congregados. Hace frío y el silencio lo ocupa todo.
Al abrirse pesadamente las dos hojas del portalón de madera de la vieja iglesia, Juan siente un peso en los ojos. Lleva el estandarte de la Cofradía de Cristo Claveteado y Nuestra Señora del Infinito e Injusto Dolor. Ya son muchas procesiones a sus espaldas, tantas como Semanas Santas que falta su padre desde que aquella bala se alojó en su cerebro. Juan intenta acostumbrar su vista al negro exterior y con paso tambaleante inicia el camino al compás que marca un tambor y un bombo. La negra sotana no va a ser suficiente para proteger su enfermo cuerpo. Piensa que debería haberse ajustado mejor el tercerol plisado que cae por su espalda y que oculta su rostro a la multitud. Hasta que no hagan la primera parada no podrá recomponerlo. Y se le ha olvidado mear.
El leve repique de los instrumentos sale de las manos de Tomás y Mateo, hermanos que llevan tiempo sin hablarse y que sólo coinciden en estas fechas. No han tenido valor para mirarse a la cara. Hay días que Tomás se siente sucio, indigno. No está bien enamorarse de la mujer de tu hermano. Mucho menos pedirle que le abandone y que escape contigo lejos de aquello. Tocan bajito, con soltura, ya son muchos años de ensayo y callos en las manos. Se sienten bien por un momento. Ven la espalda de Juan y confían en que pueda acabar la procesión. La hilera de velas pasa a su lado y oscilan las caras de los invisibles cofrades que van apareciendo desde la oscuridad del templo. La sección de tambores se ha puesto en marcha con el chirriante toque del cornetín. Decenas de palos acarician los parches manchados de tinta y sangre.
Para Santiago ésta es la primera vez. Sus amigos del instituto han venido a verle y luego han quedado para beber en el bar de siempre. Le gustaría llevar capa encima del hábito, se vería más guapo, pero lo da por bien empleado a cambio de participar en el principal desfile de la ciudad. Muchos no han sido aceptados en la Hermandad. A él se lo debían. Su madre lleva años bordando el manto de la Virgen y decorando con flores los pasos que desfilan año tras año. Cuando Santiago le dijo que quería entrar en la cofradía, ésta tuvo ganas de llorar. El Claveteado había hecho el milagro y había apartado a su único hijo de las malas compañías y de toda esa mierda que ella sabía que consumía. A partir de ahora todo cambiaría. Tenía que cambiar. A cada golpe de timbal, Santiago piensa en las chicas que se le acercarán al final, en el cuerpo desnudo de Cristina que le dijo que hacerlo con un tío vestido así, sería como hacerlo con un cura. Y qué jodidas ganas de fumar un poquito de lo que le pasó Abel. El ruido va subiendo y cree que se va a marear.
Los penitentes van ocupando su sitio alrededor de la plaza, es una coreografía tantas veces ensayada, esparto sobre cera, negro sobre negro. El viento huye de San Prudencio como si le aburriera la estampa de siempre. Cientos de bombos y tambores, cientos de golpes enmudecidos van cayendo sobre los allí congregados como latigazos en la espalda lacerada de Jesús. Los farolillos que portan las mujeres del Claveteado hacen que la luz crezca como recién salida de una lamparita de gas, que al girar la ruedecilla, iluminara la habitación de un tuberculoso. Magdalena va descalza, casi se está arrepintiendo, acaba de pisar un chicle y maldice al que lo escupió hace poco tiempo, según deduce al sentir la saliva en la planta del pie. Le gustaría cambiar de vida pero no sabe cómo. Dos bocas que alimentar y un chulo insaciable no le dejan muchas salidas. Si sus clientes la vieran allí, sería la ruina para su negocio. En la iglesia alguno pareció reconocerla después de un instante de duda al buscar sus formas debajo del ropaje y el cíngulo de tres nudos. Al año que viene se quitará las cadenas de los tobillos, seguro. Tampoco hay que pasarse.
Alguien da una señal con el brazo levantado, suenan las trompetas y después de tres estruendos que pudieran levantar las faldas de las chicas, silencio. El murmullo de los que comentaban protegidos por el sonido de los tambores, queda obscenamente al descubierto a la vez que un siseo les afea y les ordena callar. Ahora sí. SILENCIO. Sólo escucharías el tintineo de las argollas golpeando los atributos metálicos procesionales, si hubieras podido colocarte en la primera fila de la plaza reventada. Juan se ajusta por fin el tercerol después de reposar el estandarte en el suelo. Traga saliva y los pulmones le hacen apretar la mandíbula. Un brutal golpe en un bombo hace que los hermanos en Cristo se vuelvan hacia la oscura puerta de San Marcial. Se acerca el momento. Las trompetas lo señalan. Los focos laterales de la descascarillada portada churrigueresca, descargan una luz que hace daño. Al fondo se puede adivinar a la policía nacional en traje de gala llevando en andas el paso del crucificado, que un año más, se dispone a pasear por la ciudad. El cabo Pedro no sabe que sus compañeros tienen orden de arrestarlo nada más terminar el ritual. Sus manejos fueron descubiertos por un confidente. Comienza el redoble de los tambores y poco a poco va subiendo en intensidad al mismo tiempo que se une el martilleo de timbales y bombos. La recoleta plaza ya es atronadora. El paso se acerca tristemente al dintel. Un desgarrador toque de corneta que pudiera provenir de otro tiempo marca el momento. Las muñecas casi no dan más de sí, los hombros elevan brazos al cielo que descargan con furia en los sufridos parches. El frenesí se apodera de la noche cuando al fin el muerto sale a la calle. Duelen los oídos y los huesos cuando inician el redoble final los enlutados y das gracias a Dios cuando aquel infierno termina.
1 comentario:
He acabdo leyéndolo con la voz de Matías Prats Padre, ha sido un fenómeno involuntario. Me sumergí en la lectura y sucedió.
PD Ha hecho falta la francesita para que escribieras un comentario en mi casa. Anda, que no tienes delito.
La Maga, supongo que cada uno la imagina a su modo, la construye en su imaginación con la fuerza del deseo más que con la realidad de Cortazar.
Una vez la vi en foto, bueno, una mujer que decía serlo, una entrevista del país a dos páginas.
Concluí que lo mejor sería no haberla visto jamás. Me hubiera ahorrado la decepción.
Un abrazo on-line
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