viernes, 15 de agosto de 2008

EXCURSION POR EL DESIERTO


Eran una pareja de novios común y corriente: Tenían unas casas comunes y unas vidas corrientes. Se casaron y fueron de viaje de novios a Egipto. José María siempre había sido un apasionado de todo lo que oliera a pirámides, faraones y desiertos. No tuvo que insistir mucho para que Laura accediera cuando propuso como destino nupcial el país de los jeroglíficos. Laura no era mujer de decisiones y lo que le contó José María acerca de aquella civilización perdida, fue más que suficiente para ir cogidos de la mano a la agencia de viajes más cercana y reservar unos billetes hacia la inmortalidad.


Pasaron diez días maravillosos, así al menos lo contaron a su regreso de El Cairo, Nilo arriba, Nilo abajo, sorteando ejércitos de desarrapados, viendo miles de piedras y regateando en los inacabables mercadillos que vendían cualquier cosa innecesaria. Lo que jamás podrían olvidar fue la excursión por el desierto, el mercurio dando la vuelta al termómetro de la tarde amarilla, en la frontera con Sudán. Y tanto. Vestidos como lobos de los oasis, Peters O’Tooles de ocasión, pasaron varias horas vagando por las interminables dunas que se extendían ante sus semicerrados ojos, siempre atentos a las sabias indicaciones del guía nativo, el único acostumbrado a tales aventuras.


Hassan les había aleccionado acerca de los peligros de la excursión, les recomendó las cremas solares con el factor de protección adecuado, la cantidad y la frecuencia con la que debían beber agua. Y que bajo ningún concepto levantaran ninguna piedra que pudieran encontrarse por el camino, ya que corrían grave riesgo de ser atacados por un escorpión, especialmente en la época del año en la que se encontraban, pues era la elegida para poner los huevos con los que perpetuar la especie y seguir matando turistas con su picadura venenosa.


El paseo mereció la pena. Era muy fácil trasladarse con la imaginación a cualquiera de las películas o libros que sobre el asunto, cada uno hubiera podido ver o leer en su vida. Y era bonito sentirse un aventurero romántico aunque fuera sólo por unas horas. Llegaron a notar el miedo a perderse para siempre en la inmensidad del océano dorado, a no poder regresar a casa, a morir de hambre y sed, sobre todo sed, junto a aquella pandilla de desconocidos recién casados.


Afortunadamente, el guía demostró ser un buen profesional, bien pudiera ser que les hubiera tenido andando en círculos concéntricos alrededor del mismo punto, a escasos metros de la motonave salvadora, y nadie sufrió ningún percance y regresaron todos a salvo al arrullo de unas toallas y unos tés calientes, servidos al frío acondicionado del interior del barco.


José María se dejó llevar por la mística del momento y decidió llenar la botella de agua vacía con la cálida virgen arena que estaban pisando. Pensó que sería buena idea guardarla en unos botecitos de cristal como recuerdo de aquella jornada inolvidable y regalárselos a familiares y amigos, para que los colocaran en un lugar preferente de sus salones junto a los obsequios, no tan originales, de otros viajes.


Regresaron del viaje, morenos, felices y cansados, a lo mejor no por este orden. La primera sorpresa desagradable de su nueva vida fue al recoger una de las maletas y comprobar que había sufrido un aparatoso golpe, sin duda debido al poco cuidado con el que tratan las valijas en los aeropuertos. Al llegar a casa comprobaron con fastidio que la botella de arena se había rajado y que buena parte de su contenido se había esparcido entre los papiros, los sarcófagos de faraones y las chilabas que nunca se pusieron. Laura le recriminó su mala cabeza y sus ideas extravagantes. Fue la primera discusión de las muchas que salpicaron su convivencia. José María limpió como pudo la maleta pero no quiso pasar el aspirador por el interior de la misma, pequeña venganza ante su malhumorada esposa. El enfado duró el tiempo justo que tardaron en meter la arena que recuperaron, en los botes de cristal, y prepararlos como detalles para la familia de Laura: su madre y su hermana. La muda causante del disgusto terminó en el caluroso altillo que les servía de trastero y los jóvenes maridos en una larga reconciliación.


El tiempo pasaba en sus vidas corrientes, cada vez menos llenas las cuentas, y comunes, bordeando los límites del tedio. Los días de membrillo fueron interrumpidos por una noticia que llegó del otro lado del teléfono. Laura, mamá ha muerto, es lo único que acertó a decir su hermana Lucía. Virtudes Vázquez de Honrubia, viuda de Dionisio Gil, falleció mientras dormía. Lucía, su hija pequeña, la descubrió en la cama, más que muerta parecía dormida, cuando fue a su casa, a primera hora de la tarde, alertada por el retraso de su madre con la que había quedado para ir de compras. Empezó a preocuparse cuando la llamó por teléfono y sólo contestó una voz metálica grabada en un contestador.


Virtudes Vázquez de Honrubia, viuda de Dionisio Gil, había tenido una vida fácil, alegre, según decían las malas lenguas, desde que había enviudado de Dionisio Gil, conocido empresario del sector del papel de celofán, venido a menos en los últimos años a causa de la competencia desleal del mercado asiático, antes de su prematura muerte. Dionisio y Virtudes se habían casado muy pronto, unidos por el deseo de escapar de un ambiente familiar al que no querían pertenecer. Se conocieron en el baile de las fiestas patronales de hacía un buen puñado de años, y desde entonces no se habían separado hasta la trágica muerte de Dionisio. Tuvieron dos hijas y muchos intentos para lograr un varón que pudiera hacerse cargo de Celofanes Gil, S.L., todos en vano. Dionisio llegó a obsesionarse con ello pero murió antes de cumplir su objetivo, desvanecido en el tiempo, paralelamente a como lo hacían los papeles que cada vez agradaban menos a su clientela. Virtudes Vázquez de Honrubia, viuda de Dionisio Gil, no dudó en malvender la empresa de su marido, agobiada por las deudas y los malos recuerdos, al primer asiático de aspecto responsable que puso precio a la transacción. Sus amigas decían que se había quitado veinte años de encima desde el día en que enviudó, tal era la decisión con la que afrontaba la vida, pasado el lógico periodo de luto. Y es que no le faltaron pretendientes con los que pasar el rato, hasta el fatídico día en que Lucía se la encontró rígida en la cama.


La muerte de la madre fue un mazazo para las hermanas Gil, nunca llega en buen momento, pero en su caso, lo inesperado del asunto había añadido dosis concentradas de dolor. Laura y José María llegaron al mismo tiempo que el médico encargado de certificar el óbito. Pese a las protestas de la familia, accedieron finalmente a que llamara a la policía para, según indicó el doctor Tejerina, levantar acta del hecho, tal y como prescribía el reglamento en los casos de muertes domésticas solitarias. Cumplidos los trámites, se procedió a enterrar a la viuda junto a su marido ante los ojos llorosos de las huérfanas y demás familia y amigos. Se ruega una oración por el eterno descanso de su alma.


La difunta Virtudes fue la penúltima piedra que se colocó en el muro insalvable que separaba a Laura y José María. Su vida en común iba de mal en peor y el recuerdo de la madre muerta, sólo hizo que ahondar la herida, arma póstuma con la que la esposa castigaba a su ex-enamorado, recordándole lo poco que le apreciaba Doña Virtudes y la razón que tenía cuando le dijo el día de su boda que aquel petimetre no haría nada más que traerle desgracias. La última piedra fue la muerte de Lucía.


En esta ocasión, la voz que comunicó la mala nueva al otro lado del teléfono, era la de la policía que alertada por la llamada de un vecino de Lucía, se había personado en su domicilio para averiguar el origen de los golpes que se habían escuchado unos momentos antes. Cuando entraron en casa de Lucía, se la encontraron caída en mitad del salón, encima de la mesita baja de cristal, agarrada a la puerta del mueble bar que debió arrastrar en su caída. La televisión estaba puesta y la muerta en pijama. Laura se derrumbó con todo aquello, sola en el mundo, en tan corto espacio de tiempo. La policía no hizo muchas indagaciones al hacerse cargo de la mala racha de la pobre Laura. Determinaron que se había tratado de una muerte accidental, una fatalidad que sobrevino a la recién finada, al perder el equilibrio en circunstancias no del todo aclaradas pero lejos de cualquier sospecha que pudiera dirigir sus pesquisas en direcciones más novelescas que la de una muerte accidental.


Cumplidos los trámites del enterramiento con la precisión que da el tener la lección bien reciente y aprendida, Laura cayó en un pozo. No podía apartar de su mente la imagen de la lápida removida, provisional hasta la inscripción del nombre de su madre, nuevamente alterada para hacer sitio al de Lucía Gil Vázquez, rogamos una oración por el eterno descanso de su alma. Por eso, el día que pidió a José María que le acompañara a casa de su madre para recoger unos papeles, inacabables los trámites para aceptar una herencia, éste se sintió como un extraño al ver su nombre en los labios de su mujer.


La casa olía a cerrado, a pesar del poco tiempo que lo había estado. Mientras Laura entraba al dormitorio y revolvía en los armarios, José María se sentó en el sofá, perdiéndose su vista en lo alto de la librería. Echó de menos el botecito con la arena del desierto de Egipto. No estaba en el lugar donde lo había colocado la última vez que estuvo en aquella casa, hacía ya demasiado tiempo. Laura pareció leer su pensamiento y la pregunta muda que por allí circulaba, cuando le dijo que su madre había tirado la arena en el tiesto del enorme cactus que amarilleaba en la terraza. Siempre le pareció una extravagancia que le hicieras semejante regalo, le dijo hurgando en la vanidosa herida de su marido. Ya sabes que nunca te tragó demasiado, remató ante la incomodidad de José María. Sí, ya sé, me he equivocado muchas veces en los últimos meses, dijo José María fijando su mirada en el resbaladizo tirante del sujetador de su mujer. Todos nos equivocamos, dijo Laura agarrada al tirante que empujaba hacia arriba. ¿También tu hermana lo tiró?


Laura le contó que su hermana había roto el bote hacía un tiempo, un día que andaba limpiando el polvo. La arena quedó muerta por el suelo y por debajo del mueble donde tenía la televisión, el vídeo y otros artilugios de entretenimiento. Entre lágrimas se reía cuando le dijo que habían comprado otro frasquito parecido y lo habían rellenado con la arena escasamente desertificada del parque cercano a la casa. Nos mirábamos cada vez que estábamos allí, imaginando tu enfado si llegabas a descubrir el cambiazo, terminó Laura ahogando un sollozo. Ninguno de los dos dijo ni una palabra más, bajaron las persianas, cortaron el agua, desconectaron la luz y abandonaron el lugar, cada uno inmerso en sus pensamientos.


Nunca creyó en las casualidades, buscador incansable de causalidades, racionalista en pantalón corto para asombro, admiración y, por último, miedo de sus padres. José María estudió Filosofía buscando conocer los porqués y responder a las preguntas que su inquieta mente le ponía delante, un día tras otro. No podía ser fruto del azar la casi perfecta coincidencia en el tiempo de la muerte de Virtudes y Lucía, de una madre y una hija destinadas a no coexistir, a sobrevivirse la una a la otra, si todo funcionaba, nuera a suegra. A falta de nada mejor que hacer, su matrimonio deshilachándose sin remedio, Laura ausente la mayor parte del día, el amor transformado en algo cercano a otro sentimiento menos valorado, se dedicó a dar vueltas al extraño caso. La policía había intervenido para dar carpetazo al asunto, sin ni siquiera plantearse la posibilidad de estar ante otra cosa, ante unas muertes poco accidentales, ante otra cosa muy distinta, un plan trazado para eliminar a los Gil Vázquez con algún oscuro motivo que se le escapaba, de momento.


Hércules Poirot en zapatillas y camiseta de tirantes, reconstruye, ordena y relaciona una muerte con la otra. Los informes policiales leídos una y otra vez, recitados en voz alta como quien rinde examen en unas oposiciones, las palabras de-le-tre-a-das buscando un mensaje oculto que espera ser iluminado, las miradas, gestos y sonidos de los presentes en los funerales, analizando lo que no debió haber sucedido, lo que ocurrió y nadie advirtió. Y Laura que cada vez le incomoda más, extraños en los vagones de una casa que ya no sienten común, que le mira de un modo raro al mismo tiempo que él le devuelve otra mirada teñida de sospecha. A punto de abandonar el caso, aburrido, puede que molesto consigo mismo por no desvelar el misterio, algo hace click. Nota como los grandes hombres que en el mundo han sido, los pioneros, los inventores, los que algún día gritaron eureka, le cogen del hombro y le dan la bienvenida. Eso es. Revuelve en los papeles buscando la descripción anatómica de los cadáveres, confirma la coincidencia que no comprende cómo no había visto, cómo nadie advirtió, posiblemente porque nadie la buscó. Se lanza al portátil y bucea en google. Los tiempos coinciden. La zoología no engaña.


Apoya la espalda en el sillón y su mente viaja hasta el 2º izquierda del número 37 de la calle Descartes. Doña Virtudes Vázquez de Honrubia ha apagado las luces, después de visitar el baño y se dirige a su cama, aburrida de ver la televisión y notando los primeros calores del verano. Ha dejado entreabierta la puerta de la terraza en la que exhibe con orgullo su colección de cactus para envidia del vecindario. Entonces el pequeño escorpión decide salir de su refugio, del lugar donde nació, tan parecido al desierto de sus padres y busca el fresco de la noche, cansado del incansable sol. Ha escarbado entre las piedras de la maceta del gran cactus que amarillea y sale de excursión por la casa de Doña Virtudes. Una pequeña herida en forma de punta de lanza a la altura del tobillo derecho de Doña Virtudes, es el regalo envenenado del desconocido huésped. Deberíamos mirar entre las sábanas, nunca se sabe quién puede esconderse en ellas. Y si no lo hacemos, al menos evitar molestar a un tipo con un arma venenosa al final de la cola. Doña Virtudes duerme del lado izquierdo y se da la vuelta sobre el derecho, buscando el frescor del otro lado, con tan mala suerte que a punto está de aplastar al pobre escorpión, quien por puro instinto se defiende de la agresión lanzando su carga mortal. Doña Virtudes nota algo, un dolor agudo que la obliga a incorporarse para de nuevo volver a caer, abre los ojos y los cierra de nuevo, vencida por el sueño y por algo que no conoce y la paraliza, por algo que la está matando poco a poco y que confunde con un ataque al corazón que nadie podrá remediar. Telón.


José María no tiene ningún problema para salir por la ventana del coqueto hogar de Virtudes y enfilar calle abajo hacia el domicilio de Lucía Gil. Calle El siglo de las luces, 18, por favor. Una vez allí no necesita llamar al timbre. Lucía se ha levantado en mitad de la noche. No puede dormir. Piensa que es por el calor, por la reciente muerte de su madre. Se engaña. Sabe que los temblores no pararán hasta que los calme con algo fuerte. La terapia estaba yendo bien pero sentía que iba a caer de nuevo. Ha encendido la televisión para distraerse pero sabe que ya es tarde. Abre la puerta del mueble bar. Vacío. Recuerda que colocó una botella de ron arriba, detrás de los libros del estante superior. Se descalza y se sube en la mesa de cristal. Tantea y no encuentra nada. Olvidó que se la bebió para olvidar. Baja al suelo ayudándose de la puerta que dejó abierta. Apoya el pie izquierdo justo al lado del pequeño escorpión que salió por primera vez de debajo del calorcito del mueble. Es su primer día y siente curiosidad por lo que le rodea. No se esperaba ese treinta y ocho humano, de mujer, que casi le aplasta. Decide atacar con precisión cirujana. Zas. Basta un picotazo para que la mujer se retuerza de dolor y de miedo, para que pierda el equilibrio y caiga hacia atrás, agarrada a la puerta que se desencaja pero que no evita se golpee contra la peligrosa mesa de cristal. A José María le gustaría cerrarle los ojos pero sabe que es imposible. Fin del segundo acto. Telón.


Agotado pero satisfecho, vuelve volando a casa, las piezas del puzzle en su sitio, parece mentira que nadie se haya dado cuenta. Su mente sigue a cien por hora, a más, a velocidades no permitidas, pronto las sirenas andarán detrás de él, toma una curva y acaba descarrilando. La presencia insoportable de Laura le hace volver a la carretera. Creo que nos hacen falta unas vacaciones, se escucha decir en voz alta. Unos días fuera de aquí serán lo mejor para empezar de nuevo. Laura no reacciona. Vamos, cariño, dice con tono convincente. Mientras yo bajo a por los billetes a la agencia, sube al trastero y coge la maleta que llevamos a Egipto. ¿Te acuerdas lo bien que lo pasamos? Podríamos volver a empezar. Laura obedece, sin muchas ganas, prefiere dejarse llevar. Podría no ser mala idea, al fin y al cabo. Ve preparando la maleta, yo volveré enseguida. El destino es una sorpresa, dice José María y no miente por primera vez en mucho tiempo. ¿Qué ropa meto? ¿Invierno o verano?, pregunta Laura aturdida, buscando ayuda de quien amó en algún día lejano. No importa, querida. Créeme que no importa.



1 comentario:

Anónimo dijo...

Me gusta este blog que te has hecho, y es una genial forma de tener tus textos. Ánimo