Los mismos nervios de siempre, el mismo escalofrío en la
nuca, el mismo temblor de manos. Como la primera vez.
Es jueves, son las dos de la
tarde y esto es la sala VIP del aeropuerto de Madrid Barajas. Creo que ahora le
llaman Adolfo Suárez. José Antonio está contento de tener un trabajo que le
permite acabar la semana laboral el jueves por la tarde. Hoy ha tenido un duro
día, ha movido varios papeles hasta la hora del almuerzo y luego se ha
despedido de su secretaria y de los miembros de su grupo, a eso de las doce,
hasta el lunes a primera hora si es que el vuelo desde Tenerife no llega con
demora a causa de un tifón en el Atlántico o el secuestro de unos islamistas
empeñados en estrellarse en el mar por no tener otra cosa mejor en la que
entretenerse. José Antonio salió del curro contento, como todos los jueves cada
quince días, el chófer lo ha notado cuando le ha dado los buenos días y sus
escoltas se han guiñado el ojo al oler el perfume de las grandes ocasiones.
Está cada día más delgado, más en forma, como cuando era bombero y alguno de
sus compañeros suspiraban por él al cruzarse en las duchas. El color de su piel
es envidiable y el cabello, que se ha dejado crecer de un par de años a esta
parte, se le está poniendo tan rubio como cuando era el dulce niño que hizo la
Primera Comunión vestido de marinerito y al que todas las madres hubieran
deseado adoptar. Jose siempre ha sabido ganarse el amor y la confianza de
cuantos le rodeaban. Hoy es jueves y cruzará el océano como en las treinta y
una veces anteriores. Apenas cuatro horas y estará con ella otra vez tres
largos días.
José Antonio juega con su ordenador portátil dorado en la
sala VIP del aeropuerto. Hace tiempo mientras espera que el número de su vuelo,
IBS3910 de la compañía Iberia Express, sea anunciado por la megafonía en los
idiomas oficiales del Estado español. Le han preguntado si desea tomar un brunch
antes del lunch que servirán durante el vuelo. Ha pedido vino de Cáceres
y la asistente ha respondido que no tenía. Visiblemente contrariado ha
solicitado un tinto canario y la pobre asistente, a la que Jose no dejaba de
mirar golosamente las piernas, ha hecho un mohín con su boquita de piñón para
negar por segunda vez. Le ha ofrecido Coca Cola Zero y Jose ha dicho que sí
pero que le trajeran unas patatas con sabor a jamón ibérico en desagravio. Al
alejarse la chica ha balanceado su culo y el pasajero ha depositado sus ojos
justo a la altura de tan suculento ejemplar. Una punzada en el estómago, unas
ganas inmensas de mear, el pánico a los aviones que solo el amor puede vencer.
Ha mirado el relojazo de su muñeca derecha y ha decidido que iría al baño antes
de pasar a la zona de embarque. Al salir del excusado ha cruzado la mirada con
un tipo de cara conocida. Tiene el pelo moreno escrupulosamente cortado, con
raya a la izquierda, mofletes generosos, una corbata azul de nudo gordísimo y
unas gafas pasadas de moda. Juraría que trabaja en su misma empresa, en la
delegación de ese pueblo, cómo se llama...Teruel, pero desvía la mirada y evita
saludarlo porque no recuerda su nombre, Carlos o algo así, y tiene pinta de
pelmazo. La voz de la señorita anuncia por fin el vuelo, en inglés, francés,
alemán y algo parecido al catalán. Con fastidio deja la Coca Cola en la mesita
pero se lleva las patatas con olor a jamón en el maletín del portátil.
El momento del despegue es
parecido a un nacimiento. Uno se agarra con fuerza pero al final sales
despedido quieras o no. José Antonio ha pedido al subir una copa de vino de
Badajoz pero la azafata le ha dicho que no podía ser. Tampoco tenía Coca Cola
Zero ni sin Zero, podía ofrecerle un amplio abanico de bebidas refrescantes o
alcohólicas, por algo viajaba en business class, pero justo lo que el
señor deseaba no estaba a su alcance. Le ha dicho no te preocupes, guapa –son
muchos viajes a Tenerife en los últimos tiempos y uno termina conociendo a la
tripulación- y se ha puesto a mirar por la ventanilla. Ha declinado la
invitación del comandante, el antiguo bajista de Los Nikis, y en esta ocasión
no pasará a cabina para tranquilizarse ante el inminente despegue. Recuerda el
día que le dejaron llevar un ratito el avión, casi se mea del susto, aunque
está convencido de que lo manejaba el piloto automático y que solo lo hicieron
por complacerle y alabar su pericia al poner el aparato boca abajo. Dos filas
más atrás está Carlos, sí, se llamaba Carlos, con su cara de curita y su
sonrisa beatífica. Ha pedido vino del Somontano y enseguida le han complacido
con una botellita de tinto y un poquito de queso de Tronchón. Los dos han
clavado la mirada en el mismo punto de la entrepierna de la azafata, sentada de
cara al pasaje, nada más que ésta ha terminado de dar las explicaciones sobre
catástrofes aéreas a las que nadie presta atención. José Antonio se ha puesto a
sudar y ha dirigido el chorro del aire, a la máxima potencia, hacia su pálida
cara con cuidado para no despeinarse. Ha cerrado los ojos y se ha puesto a
pensar en ella.
Mi morena de dulce acento, ojos
rasgados, naricilla respingona en la que tantas veces he depositado mis labios
cansados, mi muchachita ultramarina de cintura estrecha y caderas de merengue,
la sonrisa más blanca que nunca vi, mi niña de pelo negro y ojos de pozo
profundo, mi mamacita de largos tacones, vestidos de noche y palabra de honor,
promesas de sus labios rojos y de sus ubérrimos rotundos pechos, duros como la
mala conciencia, dulces como el mango tropical, oscuros como los días sin ella
en un Madrid sin palmeras, tan lejos del mar, tan lleno de inviernos e
indignados que rodean la oficina, que hacen ruido a todas horas, que no me
dejan pensar en ti, mi princesita de prometedora carrera, tan modelo, tan
candidata a Miss Tenerife, tan parecida a las actrices de las telenovelas que
tanto gustan a mi mujer, mi amor inesperado con sus sabios dedos de uñas
moradas que se pierden y juegan en mi bragueta logrando que mi virilidad emerja
como esta avión que ahora despega, por fin, y me lleva a tus brazos de cielo y
chocolate.
Jose abre los ojos justo cuando
un insistente pitido recuerda que pueden quitarse los cinturones de seguridad.
El bajista de Los Nikis ha estabilizado el aparato y se prevé un vuelo de tres
horas hasta llegar al destino. Allí le esperan veintitrés grados centígrados,
una humedad relativa que no logra escuchar y un viento calmado. Ha cogido un
ejemplar del ABC y otro de La Razón, que sabe no va a poder leer a ocho mil
metros del suelo, y ha optado por una ensalada de canónigos y vieiras con
reducción de Pedro Ximénez, un lenguadito, vuelta y vuelta, con patatas pommier
y una macedonia de postre con unas gotitas de Cointreau. Lleva un par de
años cuidándose, haciendo bicicleta y running, además de seguir los
consejos de un entrenador personal que le mata con abdominales y de una
nutricionista suiza que le ha prohibido el chocolate y le mira con cara de asco
cuando le ve comer jamón con las manos. En el reproductor de música y vídeo de
su asiento de primera clase de negocios importantes un tipo canta, con una voz
nasal que le hace cambiar rápidamente buscando Los 40 Principales, me da la espalda,
me dice que el amor un día se acaba. Carlos también ha pedido una comida baja
en calorías, borraja y ternasco a la plancha, y hace tiempo leyendo el Heraldo
de Aragón. El Zaragoza otra vez eliminado de la Copa del Rey a las primeras de
cambio.
Las islas afortunadas. Volar
ganándole tiempo al tiempo, entrar en una máquina y aparecer en un paraíso en
el que todos somos más jóvenes y algo más lentos. Ella aún no habrá salido de
la academia de inglés y la doncella ecuatoriana estará apunto de prepararle su
baño de sales. A Jose le vuelve loco su olor y la desnuda con manos nerviosas
nada más atravesar el coqueto recibidor. Le hace el amor con ímpetu, con la
pericia de un gran amante y la dulzura de un adolescente, y le gustaría tener
mil dedos y varias decenas de lenguas para cubrirla por completo, para
enterrarla con su pasión y ser un sexo tridimensional con sabor a leche agria,
la doncella de hierro medieval en la que ella moriría en cada encuentro para
renacer al rato, una vez que sus miradas se encontraran vagando perdidas por el
techo. Es una suerte viajar hacia atrás cuando uno va en busca de la felicidad,
luego regresar de noche para que pronto sea mañana y la rutina nos ensucie la
mirada hasta que vuelva a ser jueves, y otra vez jueves, y nos pongamos el
perfume que ella nos regaló, cojamos el portátil dorado y vaciemos la cabeza de
los problemas de los demás que a nadie le importan. Es bonito recoger los
billetes, de ida y vuelta, Don José Antonio, sin preocuparse del precio ni de
buscar la tarjeta de crédito de Caja Madrid, solo extender la mano, sonreír a
la chica del pañuelo verde anudado al cuello y dar gracias a San Pedro de
Alcántara por nuestra buena suerte.
Tenerife tiene forma de pequeña
España, de raya sumergiéndose en las frías aguas de un mar de mentira, del
recogedor que utilizan los barrenderos, de Concorde a punto de despegar, de un
pato levantando el vuelo hacia el lugar por donde todas las mañanas sale el
sol, de sirena saltando desde un trampolín en un concurso de televisión, de bacalao
abierto desalado que huele a arenque rancio, de chica tomando el sol desnuda
con las manos detrás de la cabeza, de cuchara llena de caviar, de pene en
erección. En Tenerife siempre es primavera. Nos vigila el padre Teide, entre el
fuego y la nieve, y algún día la lava lo arrasará todo y solo quedarán amantes
petrificados en un coito infinito entre el olor del infierno. El desierto, la
costa de arenas negras y precipicios inacabables desde los que los amantes
saltan al vacío con el corazón hecho jirones. En carnaval jugaremos al golf
esquivando el viento alisio y las gana de llorar.
Carlos se ha aflojado el enorme
nudo de su corbata azul y mira la dorada calva de José Antonio. Vuela a
Tenerife en viaje de negocios, va a visitar una delegación de su empresa –que
dirige una empleada que por lo visto es un pimpollito- que no está dando los
resultados que se esperaban, y se alegra de que su compañero se haya hecho el
despistado cuando salía del servicio de la sala VIP. A él tampoco le apetecía
saludarle, menos en esas circunstancias en las que uno desconoce los hábitos de
higiene de las personas, y afortunadamente no le ha tocado un asiento contiguo
que habría hecho imposible evitar la conversación. Ha comido estupendamente, lo
del Zaragoza no tiene remedio, ha leído la media página que dedicaban a Teruel
que sigue sin existir, ha saboreado un delicioso caldo del Somontano, ha visto
el sol reflejado en el ala derecha del avión. La vida le sonríe. Su jefa, Luisa
Fernanda, la dama de hierro aragonesa engrasada con aceite del Bajo Aragón, le
ha advertido que no tolerará ninguna irregularidad más. Ella empezó de huésped
en la pensión, como en la zarzuela, ahora es la dueña del hotel pero Carlos
desearía enviarla a las dehesas extremeñas para perderla de vista. Su corazón
vibra al escuchar la palabra amor con mayúsculas, buen nombre para un congreso
a celebrar en un futuro en la ciudad de los amantes del que él podría ser el
pregonero y el monaguillo. Anota la idea en su cuaderno de trabajo en blanco.
Los compañeros a su pesar se
duermen justo en el mismo instante. La digestión y la altura se llevan mal.
Jose está más acostumbrado a estos viajes pero aún así no puede evitar ceder al
sueño de Morfeo en el que canta una morenita que no está mal, una que salía con
el piloto del cuello gordo, aunque de ubérrimos pechos nada de nada. Carlos ha
tomado demasiado vino tinto y el ternasco lo empieza a empapar. Los dos sueñan
lo mismo, los dos tienen una pesadilla idéntica. Un montón de clientes han
rodeado la oficina, han cerrado las puertas, se han tragado las llaves, rocían
con bidones de gasolina media tonelada de viejos Boletines Oficiales del Estado
y le prenden fuego con una antorcha que sujeta en la mano izquierda un tipo de
coleta vestido con chándal. Pronto el calor es insoportable, abren y cierran
ventanas por las que se cuela un humo negro como el de la chimenea del Vaticano
el día que el Espíritu Santo anda despistado. Van a morir. El teléfono no
funciona, los bomberos están en huelga, la policía está viendo el último
capítulo de un culebrón venezolano, los cristales empiezan a estallar y, como
en la películas de cataclismos, los muros ceden y aplastan a las personitas.
Huele a barbacoa por todo Madrid. Se despiertan gritando y sudando en medio de
una turbulencia.
La azafata de muslos rotundos
calma a José Antonio. La azafata de muslos rotundos calma a Carlos. Jose se
siente algo indispuesto y se encierra en el baño de la business class. En
estos sitios siempre huele a limón del bueno. Con los pantalones por los tobillos
empieza a respirar hondo y, sin querer, se pone a pensar. Un día alguien
revisará los papeles. Un día alguien mirará las cuentas. Un día dejarán de
creerse que viajaba a Canarias, la delegación que le adjudicaron en un golpe de
suerte, porque había que estar encima del negocio. Un día se darán cuenta de
que Las Palmas también existe. Un día algún periodista cabrón se irá de la
lengua. Un día algún compañero hijo puta hará fotocopias y las repartirá por
toda la empresa. Respira hondo, nota una fuerza que le succiona por el lado
oscuro de su anatomía. Se levanta, se limpia y aprieta el botón de la cisterna.
A dónde irá a parar toda la mierda. Enseguida deja de pensar y se sube los
pantalones. Al otro lado de la puerta Carlos golpea tímidamente con los nudillos.
Vuelven a cruzarse sus caminos. Al cerrar y sentarse sobre el inodoro caliente
comprobará que ciertos olores no se disimulan ni con el mejor limón del mundo.
Anuncian la maniobra de
aterrizaje, es el sonido de los cierres de los cinturones, los respaldos de los
asientos en posición vertical. El mar es tan azul y la pista tan pequeña. Mirar
al frente, justo al borde de la falda de la azafata sobre las piernas cruzadas.
Un zumbido en los oídos, un taponamiento que no se quita tragando saliva. Hace
calor ahí adentro, el mismo que en una hoguera con su santo churruscadito, el
mismo que en una chimenea de una casa norteamericana habitada por una familia
de psicópatas aguardando al bueno de Papá Noel. Ella le estará esperando, la
azafata descruza las piernas y las abre por un instante, el gran pájaro
vibrador surca los aires canarios rompiendo todas las barreras con su cabeza
granate, como Rocco Siffredi en la noche de bodas de una virgen, el miembro
volador se acerca a tierra, las olas son olas, la espuma es espuma caliente, la
lava de un volcán empuja desde el centro ardiente de la Tierra, José Antonio se
agarra a los brazos de piel marrón del asiento, ella se rompe una uña al
apretar unas sábanas de seda y ahoga un gemido en la almohada de plumas de ganso,
el avión toma tierra, rebota, vuelve a rebotar, empuja el asfalto queriendo
llegar hasta el final, una explosión dentro de un pantalón, entre las nalgas
morenas de una chica tan guapa que parece una presentadora de televisión, el
corazón bombea chorros de sangre y es no poder levantarse, otra vez, hasta que
todo el pasaje haya abandonado el avión. Les deseamos que el vuelo haya sido de
su agrado. Esperamos volver a verles a bordo muy pronto.
El pegajoso aire canario, los
plátanos, la náusea.