domingo, 9 de noviembre de 2014

DOS HORAS MÁS

Los mismos nervios de siempre, el mismo escalofrío en la nuca, el mismo temblor de manos. Como la primera vez.

Es jueves, son las dos de la tarde y esto es la sala VIP del aeropuerto de Madrid Barajas. Creo que ahora le llaman Adolfo Suárez. José Antonio está contento de tener un trabajo que le permite acabar la semana laboral el jueves por la tarde. Hoy ha tenido un duro día, ha movido varios papeles hasta la hora del almuerzo y luego se ha despedido de su secretaria y de los miembros de su grupo, a eso de las doce, hasta el lunes a primera hora si es que el vuelo desde Tenerife no llega con demora a causa de un tifón en el Atlántico o el secuestro de unos islamistas empeñados en estrellarse en el mar por no tener otra cosa mejor en la que entretenerse. José Antonio salió del curro contento, como todos los jueves cada quince días, el chófer lo ha notado cuando le ha dado los buenos días y sus escoltas se han guiñado el ojo al oler el perfume de las grandes ocasiones. Está cada día más delgado, más en forma, como cuando era bombero y alguno de sus compañeros suspiraban por él al cruzarse en las duchas. El color de su piel es envidiable y el cabello, que se ha dejado crecer de un par de años a esta parte, se le está poniendo tan rubio como cuando era el dulce niño que hizo la Primera Comunión vestido de marinerito y al que todas las madres hubieran deseado adoptar. Jose siempre ha sabido ganarse el amor y la confianza de cuantos le rodeaban. Hoy es jueves y cruzará el océano como en las treinta y una veces anteriores. Apenas cuatro horas y estará con ella otra vez tres largos días.   

José Antonio juega con su ordenador portátil dorado en la sala VIP del aeropuerto. Hace tiempo mientras espera que el número de su vuelo, IBS3910 de la compañía Iberia Express, sea anunciado por la megafonía en los idiomas oficiales del Estado español. Le han preguntado si desea tomar un brunch antes del lunch que servirán durante el vuelo. Ha pedido vino de Cáceres y la asistente ha respondido que no tenía. Visiblemente contrariado ha solicitado un tinto canario y la pobre asistente, a la que Jose no dejaba de mirar golosamente las piernas, ha hecho un mohín con su boquita de piñón para negar por segunda vez. Le ha ofrecido Coca Cola Zero y Jose ha dicho que sí pero que le trajeran unas patatas con sabor a jamón ibérico en desagravio. Al alejarse la chica ha balanceado su culo y el pasajero ha depositado sus ojos justo a la altura de tan suculento ejemplar. Una punzada en el estómago, unas ganas inmensas de mear, el pánico a los aviones que solo el amor puede vencer. Ha mirado el relojazo de su muñeca derecha y ha decidido que iría al baño antes de pasar a la zona de embarque. Al salir del excusado ha cruzado la mirada con un tipo de cara conocida. Tiene el pelo moreno escrupulosamente cortado, con raya a la izquierda, mofletes generosos, una corbata azul de nudo gordísimo y unas gafas pasadas de moda. Juraría que trabaja en su misma empresa, en la delegación de ese pueblo, cómo se llama...Teruel, pero desvía la mirada y evita saludarlo porque no recuerda su nombre, Carlos o algo así, y tiene pinta de pelmazo. La voz de la señorita anuncia por fin el vuelo, en inglés, francés, alemán y algo parecido al catalán. Con fastidio deja la Coca Cola en la mesita pero se lleva las patatas con olor a jamón en el maletín del portátil.

El momento del despegue es parecido a un nacimiento. Uno se agarra con fuerza pero al final sales despedido quieras o no. José Antonio ha pedido al subir una copa de vino de Badajoz pero la azafata le ha dicho que no podía ser. Tampoco tenía Coca Cola Zero ni sin Zero, podía ofrecerle un amplio abanico de bebidas refrescantes o alcohólicas, por algo viajaba en business class, pero justo lo que el señor deseaba no estaba a su alcance. Le ha dicho no te preocupes, guapa –son muchos viajes a Tenerife en los últimos tiempos y uno termina conociendo a la tripulación- y se ha puesto a mirar por la ventanilla. Ha declinado la invitación del comandante, el antiguo bajista de Los Nikis, y en esta ocasión no pasará a cabina para tranquilizarse ante el inminente despegue. Recuerda el día que le dejaron llevar un ratito el avión, casi se mea del susto, aunque está convencido de que lo manejaba el piloto automático y que solo lo hicieron por complacerle y alabar su pericia al poner el aparato boca abajo. Dos filas más atrás está Carlos, sí, se llamaba Carlos, con su cara de curita y su sonrisa beatífica. Ha pedido vino del Somontano y enseguida le han complacido con una botellita de tinto y un poquito de queso de Tronchón. Los dos han clavado la mirada en el mismo punto de la entrepierna de la azafata, sentada de cara al pasaje, nada más que ésta ha terminado de dar las explicaciones sobre catástrofes aéreas a las que nadie presta atención. José Antonio se ha puesto a sudar y ha dirigido el chorro del aire, a la máxima potencia, hacia su pálida cara con cuidado para no despeinarse. Ha cerrado los ojos y se ha puesto a pensar en ella.

Mi morena de dulce acento, ojos rasgados, naricilla respingona en la que tantas veces he depositado mis labios cansados, mi muchachita ultramarina de cintura estrecha y caderas de merengue, la sonrisa más blanca que nunca vi, mi niña de pelo negro y ojos de pozo profundo, mi mamacita de largos tacones, vestidos de noche y palabra de honor, promesas de sus labios rojos y de sus ubérrimos rotundos pechos, duros como la mala conciencia, dulces como el mango tropical, oscuros como los días sin ella en un Madrid sin palmeras, tan lejos del mar, tan lleno de inviernos e indignados que rodean la oficina, que hacen ruido a todas horas, que no me dejan pensar en ti, mi princesita de prometedora carrera, tan modelo, tan candidata a Miss Tenerife, tan parecida a las actrices de las telenovelas que tanto gustan a mi mujer, mi amor inesperado con sus sabios dedos de uñas moradas que se pierden y juegan en mi bragueta logrando que mi virilidad emerja como esta avión que ahora despega, por fin, y me lleva a tus brazos de cielo y chocolate.

Jose abre los ojos justo cuando un insistente pitido recuerda que pueden quitarse los cinturones de seguridad. El bajista de Los Nikis ha estabilizado el aparato y se prevé un vuelo de tres horas hasta llegar al destino. Allí le esperan veintitrés grados centígrados, una humedad relativa que no logra escuchar y un viento calmado. Ha cogido un ejemplar del ABC y otro de La Razón, que sabe no va a poder leer a ocho mil metros del suelo, y ha optado por una ensalada de canónigos y vieiras con reducción de Pedro Ximénez, un lenguadito, vuelta y vuelta, con patatas pommier y una macedonia de postre con unas gotitas de Cointreau. Lleva un par de años cuidándose, haciendo bicicleta y running, además de seguir los consejos de un entrenador personal que le mata con abdominales y de una nutricionista suiza que le ha prohibido el chocolate y le mira con cara de asco cuando le ve comer jamón con las manos. En el reproductor de música y vídeo de su asiento de primera clase de negocios importantes un tipo canta, con una voz nasal que le hace cambiar rápidamente buscando Los 40 Principales, me da la espalda, me dice que el amor un día se acaba. Carlos también ha pedido una comida baja en calorías, borraja y ternasco a la plancha, y hace tiempo leyendo el Heraldo de Aragón. El Zaragoza otra vez eliminado de la Copa del Rey a las primeras de cambio.

Las islas afortunadas. Volar ganándole tiempo al tiempo, entrar en una máquina y aparecer en un paraíso en el que todos somos más jóvenes y algo más lentos. Ella aún no habrá salido de la academia de inglés y la doncella ecuatoriana estará apunto de prepararle su baño de sales. A Jose le vuelve loco su olor y la desnuda con manos nerviosas nada más atravesar el coqueto recibidor. Le hace el amor con ímpetu, con la pericia de un gran amante y la dulzura de un adolescente, y le gustaría tener mil dedos y varias decenas de lenguas para cubrirla por completo, para enterrarla con su pasión y ser un sexo tridimensional con sabor a leche agria, la doncella de hierro medieval en la que ella moriría en cada encuentro para renacer al rato, una vez que sus miradas se encontraran vagando perdidas por el techo. Es una suerte viajar hacia atrás cuando uno va en busca de la felicidad, luego regresar de noche para que pronto sea mañana y la rutina nos ensucie la mirada hasta que vuelva a ser jueves, y otra vez jueves, y nos pongamos el perfume que ella nos regaló, cojamos el portátil dorado y vaciemos la cabeza de los problemas de los demás que a nadie le importan. Es bonito recoger los billetes, de ida y vuelta, Don José Antonio, sin preocuparse del precio ni de buscar la tarjeta de crédito de Caja Madrid, solo extender la mano, sonreír a la chica del pañuelo verde anudado al cuello y dar gracias a San Pedro de Alcántara por nuestra buena suerte.  

Tenerife tiene forma de pequeña España, de raya sumergiéndose en las frías aguas de un mar de mentira, del recogedor que utilizan los barrenderos, de Concorde a punto de despegar, de un pato levantando el vuelo hacia el lugar por donde todas las mañanas sale el sol, de sirena saltando desde un trampolín en un concurso de televisión, de bacalao abierto desalado que huele a arenque rancio, de chica tomando el sol desnuda con las manos detrás de la cabeza, de cuchara llena de caviar, de pene en erección. En Tenerife siempre es primavera. Nos vigila el padre Teide, entre el fuego y la nieve, y algún día la lava lo arrasará todo y solo quedarán amantes petrificados en un coito infinito entre el olor del infierno. El desierto, la costa de arenas negras y precipicios inacabables desde los que los amantes saltan al vacío con el corazón hecho jirones. En carnaval jugaremos al golf esquivando el viento alisio y las gana de llorar.

Carlos se ha aflojado el enorme nudo de su corbata azul y mira la dorada calva de José Antonio. Vuela a Tenerife en viaje de negocios, va a visitar una delegación de su empresa –que dirige una empleada que por lo visto es un pimpollito- que no está dando los resultados que se esperaban, y se alegra de que su compañero se haya hecho el despistado cuando salía del servicio de la sala VIP. A él tampoco le apetecía saludarle, menos en esas circunstancias en las que uno desconoce los hábitos de higiene de las personas, y afortunadamente no le ha tocado un asiento contiguo que habría hecho imposible evitar la conversación. Ha comido estupendamente, lo del Zaragoza no tiene remedio, ha leído la media página que dedicaban a Teruel que sigue sin existir, ha saboreado un delicioso caldo del Somontano, ha visto el sol reflejado en el ala derecha del avión. La vida le sonríe. Su jefa, Luisa Fernanda, la dama de hierro aragonesa engrasada con aceite del Bajo Aragón, le ha advertido que no tolerará ninguna irregularidad más. Ella empezó de huésped en la pensión, como en la zarzuela, ahora es la dueña del hotel pero Carlos desearía enviarla a las dehesas extremeñas para perderla de vista. Su corazón vibra al escuchar la palabra amor con mayúsculas, buen nombre para un congreso a celebrar en un futuro en la ciudad de los amantes del que él podría ser el pregonero y el monaguillo. Anota la idea en su cuaderno de trabajo en blanco.

Los compañeros a su pesar se duermen justo en el mismo instante. La digestión y la altura se llevan mal. Jose está más acostumbrado a estos viajes pero aún así no puede evitar ceder al sueño de Morfeo en el que canta una morenita que no está mal, una que salía con el piloto del cuello gordo, aunque de ubérrimos pechos nada de nada. Carlos ha tomado demasiado vino tinto y el ternasco lo empieza a empapar. Los dos sueñan lo mismo, los dos tienen una pesadilla idéntica. Un montón de clientes han rodeado la oficina, han cerrado las puertas, se han tragado las llaves, rocían con bidones de gasolina media tonelada de viejos Boletines Oficiales del Estado y le prenden fuego con una antorcha que sujeta en la mano izquierda un tipo de coleta vestido con chándal. Pronto el calor es insoportable, abren y cierran ventanas por las que se cuela un humo negro como el de la chimenea del Vaticano el día que el Espíritu Santo anda despistado. Van a morir. El teléfono no funciona, los bomberos están en huelga, la policía está viendo el último capítulo de un culebrón venezolano, los cristales empiezan a estallar y, como en la películas de cataclismos, los muros ceden y aplastan a las personitas. Huele a barbacoa por todo Madrid. Se despiertan gritando y sudando en medio de una turbulencia.

La azafata de muslos rotundos calma a José Antonio. La azafata de muslos rotundos calma a Carlos. Jose se siente algo indispuesto y se encierra en el baño de la business class. En estos sitios siempre huele a limón del bueno. Con los pantalones por los tobillos empieza a respirar hondo y, sin querer, se pone a pensar. Un día alguien revisará los papeles. Un día alguien mirará las cuentas. Un día dejarán de creerse que viajaba a Canarias, la delegación que le adjudicaron en un golpe de suerte, porque había que estar encima del negocio. Un día se darán cuenta de que Las Palmas también existe. Un día algún periodista cabrón se irá de la lengua. Un día algún compañero hijo puta hará fotocopias y las repartirá por toda la empresa. Respira hondo, nota una fuerza que le succiona por el lado oscuro de su anatomía. Se levanta, se limpia y aprieta el botón de la cisterna. A dónde irá a parar toda la mierda. Enseguida deja de pensar y se sube los pantalones. Al otro lado de la puerta Carlos golpea tímidamente con los nudillos. Vuelven a cruzarse sus caminos. Al cerrar y sentarse sobre el inodoro caliente comprobará que ciertos olores no se disimulan ni con el mejor limón del mundo.

Anuncian la maniobra de aterrizaje, es el sonido de los cierres de los cinturones, los respaldos de los asientos en posición vertical. El mar es tan azul y la pista tan pequeña. Mirar al frente, justo al borde de la falda de la azafata sobre las piernas cruzadas. Un zumbido en los oídos, un taponamiento que no se quita tragando saliva. Hace calor ahí adentro, el mismo que en una hoguera con su santo churruscadito, el mismo que en una chimenea de una casa norteamericana habitada por una familia de psicópatas aguardando al bueno de Papá Noel. Ella le estará esperando, la azafata descruza las piernas y las abre por un instante, el gran pájaro vibrador surca los aires canarios rompiendo todas las barreras con su cabeza granate, como Rocco Siffredi en la noche de bodas de una virgen, el miembro volador se acerca a tierra, las olas son olas, la espuma es espuma caliente, la lava de un volcán empuja desde el centro ardiente de la Tierra, José Antonio se agarra a los brazos de piel marrón del asiento, ella se rompe una uña al apretar unas sábanas de seda y ahoga un gemido en la almohada de plumas de ganso, el avión toma tierra, rebota, vuelve a rebotar, empuja el asfalto queriendo llegar hasta el final, una explosión dentro de un pantalón, entre las nalgas morenas de una chica tan guapa que parece una presentadora de televisión, el corazón bombea chorros de sangre y es no poder levantarse, otra vez, hasta que todo el pasaje haya abandonado el avión. Les deseamos que el vuelo haya sido de su agrado. Esperamos volver a verles a bordo muy pronto.

El pegajoso aire canario, los plátanos, la náusea.                  


            

domingo, 2 de noviembre de 2014

LUGARES

Coger un libro de una biblioteca pública puede ser el comienzo de una gran aventura, no solo por la obra literaria que allí se contiene -que a veces también- sino por el objeto en sí mismo y todo lo que allí puede encerrarse.

Este verano, en una conocida biblioteca de mi ciudad, alquilé –si es que puede utilizarse este término que más bien sabe a videoclub o a prostitución- una novela de Roberto Bolaño, La pista de hielo, ya que quería leer algo del autor chileno del que tan bien me habían hablado. Al ojear sus páginas pude ver que estaban en buena parte subrayadas, trabajadas por distintos lectores, supuse en un primer momento viendo los distintos tipos de lapicero utilizados para ello –incluso algún desalmado había escrito con bolígrafo- y que incluso había algunas anotaciones al margen.

Me sorprende que la gente escriba en los libros, no es que me disguste pero sí me sorprende, no entiendo qué motiva a alguien a dejar su marca en un libro. Podría ser la búsqueda de la inmortalidad -juntar su torpe trazo bajo dos líneas, un verso, tres palabras- en la literatura de un autor famoso hasta que una bibliotecaria puntillosa, de ésas que llevan las gafas en la punta de la nariz y no usan ropa interior, acabara con su intento de posteridad armada con una inofensiva goma de borrar. Imagino lectores con impulsos de escritor reprimidos, gentes tímidas que dejan su huella en la inmensidad de una biblioteca de barrio a la espera de un compañero que pose sus ojos en sus líneas temblorosas. Son personas acostumbradas a lanzar botellas vacías de ron al mar en calma, no saben que en esos casos las tozudas mareas devuelven siempre los mensajes a sus pies para pasmo de Sting, y que entre millones de páginas dejan una gota de su sangre para que un pescador del futuro arranque la espina. 

Entiendo que quieren destacarnos algo, decirnos a los habitantes venideros –que bien puede ser el día siguiente, nada más aterrador que el futuro contemporáneo- fijaos en esta idea tan hermosa, en esta rima inverosímil, en este párrafo imposible de igualar en la Historia de la Literatura por muchas generaciones que vengan de escritores con gafitas negras y barbas desordenadas –los escritores que a mí me gustan suelen llevar gafas de pasta o barbas abstractas y en el mejor de los casos ambas a la vez- reparad en este adjetivo que bien hubiera podido cambiar la Historia de la Humanidad. (Me gustan las palabras con haches mayúsculas y me he dado cuenta de que leo a muy pocas novelistas, mal, de igual modo que escucho a muy pocas cantantes, peor todavía). Otras veces no es admiración ni advertencia lo que lleva a un lector a empuñar un lapicero, en este caso utilizan más bien un rotulador rojo, sino todo lo contrario. En los trazos eléctricos sobre alguna palabra, sobre una línea –en los casos más graves sobre un párrafo e incluso una hoja entera- se detecta una tendencia homicida hacia el autor tachado o sus ideas. Estas personas son las mismas que rasgan los lienzos de los pintores españoles de vanguardia en los museos de Noruega, que interrumpen la interpretación de una pieza dodecafonista en el auditorio municipal o echan ketchup en un bacalao deconstruido de un cocinero vasco lleno de estrellas Michelín. Inadaptados.

En estos mismos momentos, alguien, en algún lugar del mundo está subrayando en un libro de propiedad pública, en un libro de propiedad pública, y ni tú ni nadie lo podrá impedir. Ni tú ni nadie. A veces pienso en películas de espías y en mensajes secretos escondidos a lo largo de la bibliografía de un autor de culto. Otros días, si no tengo muchas ganas de pensar, me imagino a un aficionado a los crucigramas o simplemente a un tipo que raya libros para hacer sufrir a la gente sensible. Ya no sé qué pensar.
El libro de Bolaño estaba bastante manoseado, era uno de ésos tras cuyo lectura se exige un enérgico frotar de manos bajo el grifo del lavabo haciendo mucha espuma con olor a menta, y tenía una bonita portada en la que se veía a una patinadora con guantes de invierno haciendo tirabuzones sobre el hielo. Mi corazón tembló cuando encontré una hoja escrita a mano entre sus páginas. Se me cayó al suelo y tuve que poner mi pie encima para que no se moviera de allí y alejarla de las miradas indiscretas, como cuando uno se encuentra un billete de quinientos por la calle con el perfil sonriente –casi ausente- de la reina Doña Letizia. Cuando me sentí a salvo me agaché y recogí aquel tesoro entre mis dedos y lo guardé rápidamente en la solapa de la cubierta. A veces la vida te ofrece estos inesperados regalos.

Salí corriendo de la biblioteca, el vigilante sospechó de mí y a punto estuvo de darme el alto, para llegar lo antes posible a casa y estudiar la hoja encontrada. Me encerré en mi habitación. Tiré al suelo a la pobre patinadora y me acerqué a la ventana. Era una hoja pequeña, rectangular y blanca, que se notaba que no había sido arrancada de ninguna libreta sino que había sido recortada a tal fin –como quien usa las hojas de un calendario para hacerse un bloc de notas satinado- de alguna cuartilla o folio. Alguien la había dispuesto verticalmente y, con una letra diminuta, la había rellenado de arriba a abajo. Sentí que era letra de mujer. Parecían unos apuntes sobre un viaje, una anotación para un diario adolescente, unos comentarios para recordar algo. Nunca sabré si la dejó ahí perdida a propósito, qué querría decir al mundo, o si se trató de un descuido, un olvido de alguien que leía y extravió aquella nota -que bien hubiera podido servir de señal de lectura y en cuyo caso significaría que no había terminado la novela, se cayó al suelo desde un punto indeterminado entre la página cien y la ciento cincuenta- en la que iba escribiendo el rumbo de sus pensamientos caóticos mientras tomaba el sol o bebía una cerveza en una terraza con vistas al mar. No sé por qué pensé en el calor, la gente lee más en verano y aquella chica no iba a ser una excepción, había algo de ocio despreocupado en aquellas líneas que apenas podía entender. La letra era pequeña y la caligrafía tortuosa, un conjunto tan abigarrado que parecía la obra de alguien con horror al vacío o muy poco papel para apuntar. De cualquier modo, fuera cual fuera la verdad, pronto se desinteresó por aquello que había escrito y que pretendió guardar en un pequeño trozo de papel. Era eso o alguna explicación más truculenta que no quería ni imaginar y que incluía un cadáver producto de un homicidio, quién sabe si de un asesinato. Creí entender algo de un coche, las señas de una ruta para llegar a algún lugar, ciertos nombres. Lo que sí era indudable es que había anotado que estaba leyendo a Bolaño, algo así como un cuadro dentro del cuadro, una afirmación que para ella –tenía que ser ella- era importante por algún motivo que nunca llegaré a conocer.

Y es que perdí mi tesoro, el pequeño mensaje alrededor del cual mi mundo giró por unos días desapareció sin avisarme. Terminada la novela la devolví, dentro del plazo, a la biblioteca. La funcionaria me observó durante un largo segundo antes de decirme que bien, que si quería algo más. Imaginé su ropa interior, ésta llevaba ropa interior porque no usaba gafas, y me turbé hasta enrojecer como un adolescente sorprendido en su habitación con una revista llena de fotos de mujeres para hombres. Negué con la cabeza y salí corriendo hacia el fondo, a la derecha, justo a la sección donde los estantes de narrativa alfabetizada me daban la bienvenida con su sonrisa mellada. Me detuve en la O, por casualidad, sudando todavía sin poder concentrarme en las decenas de libros que extendía sus invisibles bracitos hacia mí. Elegí a Ángel Olgoso, una antología de sus primeros veinte años de cuentos. No había leído nada de él y un día, en el bar de un hotel de cuatro estrellas, alguien me dijo que podría gustarme. Hasta que no llegué a casa no me di cuenta de que este libro también llevaba regalo, como en los puestos de las ferias en los que siempre toca. A mí me había tocado otra vez y estaba dispuesto a no desaprovechar mi buena racha.

Me encerré de nuevo en mi habitación y entonces comprobé que no sabía dónde había dejado la primera nota. Revolví entre los libros apilados en mi mesa de trabajo, los últimos que había leído y los que aún tenía que leer en cuanto tuviera ocasión, alguno de ellos todavía con el plástico del envoltorio puesto, buscando la nota del enigma y no la encontré. Di vueltas por toda la casa siguiendo la pista de la hoja voladora y no obtuve resultado. Rebusqué en la basura, en la bolsa de reciclaje de papel y en la de residuos orgánicos. Las cáscaras de los huevos seguían en su sitio junto a los restos de las judías verdes recalentadas. La nota oculta entre las hojas de Bolaño nunca más volvió a mis manos.

El nuevo hijo pronto hizo que olvidara al que se perdió en la noche de un bosque de noviembre. Éste era mucho más guapo, más grande y además tenía colores. Alguien con un talento, que yo no pude sino envidiar, había utilizado un folio blanco para hacer un mini libro, un micro libro con cinco mini cuentos, una portada, unas instrucciones de montaje y hasta un índice explicativo  que incluía una dirección de correo electrónico y la de una página web. Asombroso. Era el anuncio de un libro más grande en el que se nos prometían nuevas emociones entre indios y humo. El autor nos aconsejaba doblar el folio por la mitad, luego otra vez y una tercera hasta lograr el librito de tapa amarilla con un dibujo de una cuadrícula que podía ser el azulejo de un baño de los setenta o el motivo repetido en el hule de un mantel con aroma caducado. Leí las cinco historias allí guardadas sin poder decidir si me gustaban o no. Afortunadamente no tuve que montar aquel pequeño ingenio, utilizando mis pobre dotes tecnológicas, ya que el autor o un alma caritativa habían hecho por mí el trabajo. Curioseé en la página del escritor, un blog de los que inundan la red, y leí algún otro texto conmovido por su fe en la Literatura y las posibilidades de la mercadotecnia. Allí conocí su nombre y apellidos, que era de Zaragoza e incluso vi una fotografía distorsionada del escritor en lo que parecía el vestíbulo del ayuntamiento o una estación de tren semivacía. Vestía abrigo y llevaba el pelo bastante largo. Ocultaba su cara del objetivo del fotógrafo mientras podía estar esperando un ferrocarril que le llevara a León o que le tocara el turno para pagar una multa de aparcamiento o presentar un original al concurso de relatos de la inmortal ciudad en la que los dos vivimos. Se veía que era un joven activo, las múltiples entradas en su página así lo acreditaban, y que aún mantenía la esperanza en el género humano pues había organizado algún concurso literario e incluso lo había dotado con un premio económico sufragado de su bolsillo o por el descuido de su madre al volver de la compra. A punto estuve de mandarle un correo pero el miedo a la sección de sucesos de los periódicos me lo impidió.  

Todavía conservo este micro folio, ahora que escribo esto lo tengo delante y recuerdo aquellos días calurosos y lo feliz que fui al encontrarlo. El libro de Olgoso lo leí a medias, creo recordar que tuve que devolverlo sin haberlo acabado y si lo acabé no me dejó más huella que la de una gota de lluvia en el parabrisas, utilizando para ello un marca páginas al uso, uno de tantos que andan perdidos en los cajones hasta que alguien los rescata para su noble cometido. Fui precavido y el segundo regalo lo guardé en la librería, junto a la última novela de Javier Marías y una colección de relatos de los que dejan en la mesilla de los hoteles y que hurté en la maleta no sin cierto sentimiento de culpa. En mi descargo diré que jamás me he llevado una toalla ni las muestras de champú ni el abrebotellas del mini bar, puedo jurarlo sobre la dulce biblia de un motel de Arizona.

Al día siguiente volví a la biblioteca. Allí estaba la funcionaria de las gafas con sus lindos pechos libres bajo la camiseta verde y el dibujo de una tijera prohibida que no supe descifrar. Yo creo que me sonrió pero no podría afirmarlo con seguridad. Al acercarme a la sección de narrativa en español alfabetizada temblaba como el ludópata al pasar delante de un bingo, como el drogadicto que espera a su hombre apoyado en una farola, como un abuelo agarrado a la cintura de una mulata cuarenta años menor que él. La boca me sabía a hierro y notaba una puñalada en la vejiga. Me dejé llevar. Era un jugador de guiñote que agarra las cartas boca abajo y suelta la primera que le viene a la mano, un ciego atravesando un paso de cebra en el que le espera la muerte detrás de un frenazo, un bailarín en una cornisa, un caballero Jedi despejando pelotitas con su espada láser debajo de un casco negro. Como el cliente de un prostíbulo que empuja la puerta de una habitación que huele a sudor, alargué el brazo hacia la estantería a la que me habían conducido mis pies. Saqué de la balda la novela de un autor aragonés, cuyo nombre omitiré, que llevaba tiempo queriendo leer pero que no me había comprado por lo cara que me parecía. Y sí. Igual que Pedro negó tres veces la fortuna estuvo de mi lado otras tantas. También había algo entre las hojas del libro. Creí perder el sentido.

La máquina de auto préstamo estaba estropeada y tuve que acercarme al mostrador donde estaba la empleada de generosos senos para poder llevarme el regalo, y de paso el libro, a mi casa. Esta vez me miró sin verme. Llevaba el pelo recogido en una coleta que sujetaba con un lapicero de madera. Las gafas y los pezones endurecidos por el frío del aire acondicionado hicieron el resto. Era una de esas chicas, madurita en este caso, que en cuanto te descuidas se quitan las gafas, deshacen su melena con solo quitarse el lapicero a la vez que sacan la lengua para humedecerse los labios y se desabrochan el botón superior de la camisa convirtiendo al patito feo de hace un momento en una máquina sexual que tumba a su azorada víctima sobre la mesa llena de papeles y le hace el amor de manera experta y sumamente satisfactoria a tenor de los gemidos que ambos amantes emiten para regocijo del público presente. Por lo menos esto es lo que pasa en las películas que me pongo por las noches antes de dormir. Ni que decir tiene que salí de allí con el libro bajo el brazo y una considerable erección que casi me hizo olvidar mi buena fortuna y el regalo, que escondí en el bolsillo trasero de mi vaquero descolorido al que había remangado los bajos para ir a la moda y parecer un rocker sin tupé pero con buen gusto.

Mi habitación era mi castillo. Allí estaba largas horas leyendo, mirando todo tipo de páginas por Internet y jugando al Clash of Clans. Solo me faltaba una princesa y por eso pasaba bastante tiempo en los sitios de contactos y cosas así. Cerré la puerta para que no me molestaran, lancé el libro sobre la cama y saqué del bolsillo mi nuevo descubrimiento. En esta ocasión se trataba de un ticket de una cafetería. Le habían hecho un par de dobles quedando el centro de los mismos ligeramente escorado hacia arriba y a la derecha. Me incomoda la falta de simetría en las cosas que en este caso achaqué a las prisas y a un cierto descuido. Otra vez imaginé que la propietaria era una mujer. Un hombre no habría guardado el justificante de una consumición y mucho menos la habría usado para marcar en qué página dejaba la lectura de un libro. La tinta de la cuenta empezaba a borrarse y el NIF de la sociedad, la dirección del bar e incluso lo que había consumido su propietaria pronto sería imposible de leer. Tendría que hacer una fotocopia y guardar el original a buen recaudo, como hacen en la mayoría de los museos del mundo que solo exponen malas imitaciones de los cuadros buenos que se pudren en la humedad de los sótanos o son prestados a exposiciones temporales e itinerantes de las que en muchas ocasiones no volverán al origen. Sobre todo pasa con las obras pequeñas, uno se distrae y acaba olvidando un Velázquez en Chicago o un Borra en Leningrado –no me sale llamarle San Petersburgo- e incluso cosas peores. Por eso Barceló, siguiendo el ejemplo del Guernica, no trabaja los formatos pequeños, que luego uno nunca sabe dónde ha puesto aquel cuadro chiquitín que tan chulo le quedó y hay que perder toda una tarde llamando a embajadas para localizarlo y cosas así. Decidí que haría un par de copias por si acaso.

Bajo el dibujo de una chica con collar y turbante, una especie de hada de las Mil y una noches enmarcada entre dos volutas jónicas, se leía el nombre del local. Café Vergara Bar. Se situaba en el número 1 de la calle del mismo nombre. En Madrid. Este último dato me sorprendió y me sobresaltó un poco, lo confieso. Aquello se me estaba yendo de las manos. La lectora anónima había estado allí el viernes 30 de mayo de 2014 y había pagado a las 22 horas cuarenta y dos minutos y trece segundos. En concreto había tomado una copa de Rioja de la casa, en la barra, que le había costado 2.30 euros. Había pagado en efectivo y la cantidad justa. No creo que dejara propina. La nota agradecía nuestra visita y nos informaba que el IVA estaba incluido para descanso del ministro de turno. Miro la tercera página de la novela escrita por un aragonés, que había caído boca abajo sobre la colcha de la cama, y veo que la primera edición es de febrero de 2014. Mi cabeza era un hervidero de ideas y mi corazón una olla de sensaciones, sentía tantas cosas a la vez que tuve que levantarme de la silla –como me pasaba siempre en tales circunstancias- y dar una vuelta por casa intentando ordenar toda la información. Me tomé un vaso de agua y eché una buena meada. Algo más sereno volví a mi habitación tras hacerme un bocadillo de jamón con tomate. Cocinar siempre me ayudaba en estos momentos.

Una chica joven a la que le gusta leer, tiene que gustarle leer para haber escogido la última novela de aquel escritor aragonés sin duda minoritario, y tiene que ser joven para estar en Madrid un viernes a esas horas tomando una copa de vino. Seguramente ha ido a pasar el fin de semana, por la mañana antes de coger el AVE se ha acercado a la biblioteca que yo frecuento y ha cogido el libro para echarle un vistazo en el tren, ahora está sola en ese bar esperando a alguien y leyendo la novela que le ha enganchado antes de llegar a Calatayud. Si hubiera ido en su coche no podría haber leído y ahora, a estas horas de la tibia noche primaveral madrileña, está leyendo mientras hace tiempo para ir a cenar o a ver algún espectáculo en la Gran Vía. Espero que no tenga el estómago vacío, el vino no sienta bien si no has comido algo como cualquier madre del mundo sabe, y menos un Rioja de la casa por muy Rioja que sea. Es una chica, está claro, este tipo de vinos es muy del agrado de las chicas, dulzón y suave, nada que ver con la uva tinta de Toro ni siquiera con la garnacha de Borja. Estas denominaciones te permiten beber sustituyendo la comida, un par de vasos y puedes darte por merendado. Un vino de la casa es un vino joven, sin complicaciones, y siempre queda bien pedir un Rioja que es a la enología lo que el Danone a los yogures. Pese a que hace una noche estupenda no ha salido a tomar la consumición a la terraza, porque este bar tiene terraza...Cómo no se me había ocurrido antes. Google street view.

Tecleo nervioso la dirección y ahí está: el Café Vergara Bar ante mis ojos. Es un sitio pequeño, con la fachada de madera pintada de marrón oscuro. Está en los bajos de un edificio de cuatro alturas rematado por un bello alero artesonado. La casa está pintada de color hueso o vainilla o un beige mezclado con amarillo que haría las delicias de Antonio López para rematar un cuadro gigantesco lleno de gente a la luz del mediodía, uno de esos cuadros que no acaba nunca porque no quiere venderlo y porque siente que no está acabado del todo, siempre queda un matiz imprevisto en el dorso de la hoja de un árbol que se escapa a su control y que hay que volver a atrapar, fijar un instante sin necesidad de la estúpida lente de una cámara fotográfica colgada de un cuello japonés que se resiste a volver a casa. Todas las ventanas del edificio, ventanales de cuerpo entero con sus contraventanas en el primer piso, tienen un balconcillo de hierro forjado en el que reposan los motores de los aires acondicionados que pronto habrá que enchufar –en Madrid pasando San Isidro ya se hace difícil dormir y respirar por las noches- y algunos maceteros llenos de geranios delante de las cortinas de hilo blanco. Justo el piso que está encima del bar se encuentra en venta. Una sábana contiene un número de teléfono semioculto por las ramas de un árbol verde algo esmirriado. Algún vecino se ha cansado de soportar el ruido de la terraza del bar que se cuela, porque el bar tenía terraza como había sospechado, por las ventanas abiertas a la noche del verano en Madrid en las que hasta los gatos sudan y sueñan con la brisa de un mar tan lejano. Los vecinos se cansaron o se murieron o era una viejecita a la que sus hijos tuvieron que llevar a una residencia cuando se fueron de España a trabajar de camareros en una taberna de Dublín tan parecida al Café Vergara Bar.

La chica joven que bebe vino y lee una buena novela de un escritor aragonés, de Huesca para más señas, está muy cerca del Teatro Real, de la Ópera, del Palacio donde un rey de opereta saluda desde el balcón a los españoles que se agolpan en la plaza de Oriente, los mismos españoles que se agolpaban hace pocos años para vitorear a un dictador de opereta que movía la mano igual que el rey que casó al chico pequeño con una novia muy delgada que salía en la televisión y que se operó la nariz para parecerse a una de las reinas que aparecían en el Hola y que nunca, ninguno de todos ellos, habían ido al teatro o la ópera que tan cerca les caía de casa. La chica que lee y bebe sí que va a ir a ver una obra, a lo mejor ha salido ya. Espero que todavía no haya ido, que esté aguardando al compañero –que ya se retrasa- de la noche cultural que se avecina. Pero no, creo que acaba de salir de ver el espectáculo de la Compañía Nacional de Danza, que interpretaba obras de Balanchine y su danza abstracta, de Forsythe y sus electrónicos años ochenta, y de Mats Ek que estrena su obra Casi-Casa. La chica que bebe vino y lee es bailarina. Se ha emocionado con los trajes grises de la compañía, con la doliente puntera de las zapatillas, con la desenfadada ropa de colores que usaban sus compañeros para bailar encima de un sillón. Ha disfrutado mucho con la poética del pequeño mundo de Ek y no ha podido evitar llorar un poco, en silencio y sola. Nadie fue con ella al ballet, nadie vio su largo cuello ligeramente encorvado, nadie sintió la respiración bajo sus pequeños dulces pechos al ritmo de la música, nadie notó los huesos de su mano derecha agarrada al brazo de la butaca, nadie olió su perfume de jazmín. Está acostumbrada a viajar sola, yo no sé viajar solo, y por eso al salir del Teatro Real ha buscado un sitio donde comer algo, quizás ya había estado en el Café Vergara Bar hace unos meses. Al lado hay un kebab y algo más allá un Fosters Hollywood que vende ternera de mentira con actores de mentira. Ha preferido un sitio más típico, más sano, en el que venden cocido y callos, seguramente bocadillos de calamares y unos desayunos con pan tostado, aceite y manteca. En el Café Vergara Bar sirven Mahou y se puede pagar con tarjeta. La bailarina espera a que se quede libre una mesa y bebe vino de Rioja mientras lee la novela que comenzó en el tren y que a ratos bailaba en su cabeza en el teatro.

La he buscado en Google pero no estaba. Los de las cámaras solo trabajan de día y no pasaron por allí un viernes de mayo pasadas las diez de la noche. Me quedé un rato a ver si anochecía en la pantalla del ordenador y ella terminaba por venir al bar, terminaba entrando o saliendo con su paso ligero y sus piernas delgadas bajo una falda excesivamente larga. Llevaría un bolso al hombro del que sobresaldría la esquina doblado de un libro recogido unas horas antes en una biblioteca de Zaragoza, nuestra ciudad. Un pañuelo anudado al cuello y el pelo recogido con un coletero sin necesidad de un lapicero. No lleva gafas y es bastante plana pero huele muy bien. Ni anocheció en la pantalla ni ella pasó por el bar a comer una ensalada y un filete de merluza, sin sal por favor. En la calle es de día y tres abuelos toman café sentados en una mesa. Van en mangas de camisa, como las que nos ponemos en mayo, pero la bailarina no estaba. Esperando el segundo plato se ha sumergido en la lectura y unos bailarines de mallas apretadas han hecho piruetas entre las líneas que hablaban de gente que se quiere como solo se quiere la gente en los libros o en las malas películas de amor. Un camarero de camisa blanca remangada y el pelo negro húmedo le ha dejado un plato con un trozo de merluza acompañado con la misma ensalada de antes y un poco de mahonesa. Ella ha sonreído y él ha buscado con la mirada debajo de su blusa. La chica que bebía vino y leía ha cerrado el libro no sin antes marcarlo con la nota de la barra, justo en la página noventa y dos, y ha bajado los ojos hacía el pescado pensando que empieza a hacerse tarde y que anda algo cansada después del viaje y la función. Mastica muy despacio, coge un trozo de pan y lo unta en la salsa. Una miguita se le ha quedado pegada en el labio superior pero nadie se lo podrá decir.

Esa noche soñé con la bailarina, soñé que llegaba un poco tarde a nuestra cita, que ella tomaba una copa de vino, Rioja, antes de que fuéramos juntos a la danza. Yo pedí un refresco de naranja, no me gusta beber alcohol cuando tengo una cita con una chica y mucho menos si es tan guapa como ésta. Mi madre siempre me decía que hay que beber con el estómago lleno y que hiciera la cama de mi habitación antes de salir de casa. Estaba un poco nervioso porque era una de las primeras veces que nos veíamos, no logré recordar cómo nos habíamos conocido, y me sudaban las manos y casi beso sin querer sus labios al saludarnos. No bebo alcohol si estoy nervioso porque las tripas me dan vueltas y siempre acabo con ganas de vomitar. Le mentí, le dije que me gustaba la danza y acepté encantado la sugerencia de ir a ver a un grupo de gente que lleva mallas ceñidísimas para marcar un paquete exageradamente grande que se pasan dos horas dando saltos y haciendo piruetas terribles para la espalda. A mí siempre me duele la espalda cuando estoy nervioso, tengo complejo de alto y termino andando agachado por la calle para que la gente no me señale. Acabo lleno de contracturas y moviéndome como si fuera un autómata de feria. Apuramos nuestra consumiciones y solo tuvimos que cruzar la calle para llegar al Teatro Real ante el que se agolpaba una multitud deseosa de disfrutar de dos horas de ingravidez y música contemporánea. Olía estupendamente. A flores o algo así. Acercaba el oído a su boca fingiendo que no había escuchado lo que me decía, hay mucho ruido aquí para estar entre amantes del ballet y el silencio, y entonces aspiraba profundamente su olor, el perfume que para siempre asociaría a la felicidad y que me llegaba como en un sueño cada vez que ella, la bailarina que había quedado conmigo y me esperaba bebiendo vino y leyendo un libro de un escritor extravagante, movía sus manos para señalarme alguna cosa o para sacarme del embobamiento que me producían sus palabras y que ella recibía con una sonrisa triste alborotándome el pelo.   

Teníamos una buena butaca, muy cerca del escenario, ligeramente escorados a la izquierda. Cuando se apagaron las luces yo pude concentrarme en su olor, en su perfil, en el pelo recogido que dejaba al aire una nuca huesuda, en el roce de sus manos apoyadas en el brazo de la butaca, en las lágrimas que rodaron por su cara blanca y que ahogó con su dedo índice un momento antes del final. Estuvimos mucho rato de pie, aplaudiendo, correspondiendo a los aplausos de los miembros de la compañía, ¿no son increíbles?, dando bravos cada vez que bajaba el telón, poniéndonos de puntillas para sentir su dolor en los pies. Sí, es increíble. Salimos del Teatro y aunque yo no tenía hambre volvimos al bar en el que habíamos quedado para picar algo. Es un buen sitio y se está tranquilo, me decía la bailarina mientras se colgaba de mi brazo. Yo casi no cené, por los nervios y la impertinencia de aquel camarero tan guapo que miraba sin disimulo las tetas de mi novia, pero ella comió con ganas una ensalada y un trozo de merluza a la romana con mahonesa. Como en aquella película, se le quedó un poco de pan en la comisura de los labios y yo se la quité, torpe y avergonzado, con el índice de mi mano derecha. La conversión terminó por ceder, a la bailarina se le cerraban los ojos al pasar la medianoche. Me dijo que estaba cansada, que el día había sido largo y yo lo entendí. Le dije que le acompañaba a su hotel y terminé despertando en mi cama de Zaragoza.

Nunca me he sentido tan solo como aquella mañana al amanecer en mi cuarto. Como alguien que bebe vino en un bar de una ciudad extraña sin esperar a nadie, como alguien que ve un espectáculo perdido en la multitud llorando a oscuras antes de que enciendan la luz, como alguien que viaja en un tren sin dirección, como alguien que busca una persona entre un millón en las fotografías falsas de Google. Esperé hasta que dieron las diez de la mañana, salí de casa deprisa y fui a la biblioteca con el libro entre mis manos. Cómo no se me había ocurrido antes. Me atendió la bibliotecaria sin gafas, sin pelo recogido, sin pechos y con ropa interior. Al preguntarle si podía darme la relación de los usuarios que había retirado el libro desde su adquisición me dijo que no. Alegó algo de unas normas, de leyes de protección de datos, del deber de la confidencialidad, de la deontología profesional, del secreto de la confesión. Creo que le supliqué, lo hice, esto casi seguro, que me dijera al menos el nombre de la chica que lo había leído antes de mí. Volvió a negar elevando el tono de voz y un hombre mayor bastante gordo, supongo que su jefe, se acercó a nosotros preguntando si pasaba algo al tiempo que hacía un gesto con la cabeza al guardia de seguridad de la puerta. Respondí que no, que ya me iba, que solo estaba preguntando algo a aquella señora tan amable. Cuando ya me iba la bibliotecaria me dijo que me dejaba el libro, que si no iba a seguir usándolo. Le dije que no, que se lo metiera por donde le cupiera, que a mí la literatura aragonesa me importaba una mierda.

Llevo dos meses yendo a diario a la biblioteca, montando guardia en la entrada por si la bailarina que bebe vino decide volver, preguntando a las chicas delgadas con poco pecho si les gusta el ballet, si usan un perfume que huele a jazmín o algo así, recibiendo sus miradas asustadas o de desprecio, arrodillándome ante ellas para probarles un imaginario zapato de cristal que olvidaron al salir del baile, burlando al vigilante cada vez que sale a fumarse un cigarro o hace su ronda por el pasillo del fondo, justo en el que se apilan los libros de narrativa en español ordenados alfabéticamente en el que la figura de un hombre alto, triste, desgarbado y solitario pasea como el fantasma de un castillo sin dueño lanzando los libros al aire para ver si de sus páginas llueve alguna noticia sobre la chica de sus sueños.    

               

miércoles, 8 de octubre de 2014

MARATON MAN

A Josemari


Despertar con la mirada en blanco cuando todos duermen aún
y notar esa punzada en el estómago, la puta lanza en el costado.
Los números saltan 42 vallas, tropiezan en la última
enredados en una corona de espinas.
Las botas de los soldados romanos sobre el asfalto de Zaragoza,
un ruido de martillo sobre el yunque
y el golpe de las espadas camino del Calvario.
42195 latidos, 42195 lágrimas, 42195 palmadas
que se borrarán con un disparo y solo será el silencio
y el miedo.
Aquí estoy, voluntariamente entregado
apurando el cáliz en albornoz con la dulcísima mermelada de moras.
Todos duermen.
En esta hora larga oirás cantar el gallo, Pedro volverá a negar tres veces.
Por qué me has abandonado.
Las manos se llenan de dedos automáticos, dedos que escribirán un cantar,
dedos que aprietan un cronómetro, que dan vaselina, mucha vaselina
que te visten como a un viejo gladiador que pensara en su aldea quemada.
Son las ingles, el escroto, los pezones
un ritual de amor para vivir en las calles
para sangrar por tus hermosas llagas, por culpa de nuestros pecados.
Las zapatillas como arma, el dorsal con tres imperdibles, 915 dolores
sentarse y apretar las tripas, saltar a la calle, ligero de equipaje
como los hijos del mar.
Los autobuses conducen a los hombres a su destino, sin hablar
ver la ciudad nueva, desmontada, con la mirada de un partisano
en la tapia del fusilamiento.
Te compro kilómetros a seis minutos, dámelos todos, pobre hermana china
y vete a dormir con los guerreros de terracota.
En seis minutos una promesa, en seis minutos cabe toda una sinfonía de amor.
La salida llena de gente, amanece a la sombra de la catedral
encontrar los inesperados ojos amigos de un hermano, de otro soñador
que piensa en griegos y laureles.
El frío, el miedo, el torero que se persigna de rodillas, que se muere de ganas de mear.
Huele a cirios de vainilla, todas las limpias calles son cuesta arriba
como en los cementerios de los pueblos de la montaña.
Alguien lleva una cámara de fotos, guardará la túnica púrpura
para que nadie se la juegue a los dados
para que el nazareno se vista de nuevo al bajar de la cruz.
Un abrazo, de los que duelen y no se olvidan, otro camarada
empeñado en que esta vez sí, será la Revolución, nos comeremos
todas las balas, el oro de los palacios, la sonrisa de las condesas.
Pastillas para correr, gel de dulces colores, un ácido en la cartuchera
o un plátano a medio camino y agua que se lleve la sal al fondo del río
que hoy huele a néctar y túnicas blancas mecidas por el humo.
Me meo otra vez, los ahorcados, la mandrágora.
Una mujer y un hijo, he ahí a tu padre, guárdalo bien, madre de todos los hombres.
Un beso, una palabra en la garganta, correr hasta morir.
Correr, correr, correr.
La dulce voz del megáfono se sienta y os pide atención
no queda nada y aplaudimos y silbamos y es querer echarse a llorar
un soldado en una trinchera, un pobre americano en una playa francesa
los pies llenos de barro buscando la orilla, un toro cegado por el sol
de las cinco y los clarines. Un disparo.
La serpiente no se mueve, se ha comido al elefante, pero querría
saltar como en el primer día de las rebajas. Ya.
0
Corre, Filípides, corre hacia Atenas.
Un dorsal que pita, la vida entre dos pitidos, abrir los oídos
para escuchar ese pitido de una UCI cualquiera, un último tono en la vida.
Salir deprisa, pisadas como petardos, sentirse repleto y tener que ser hormiga
cruzar el río, callejear, volver a cruzarlo como un enamorado
bajo una ventana que no se abre.
Una ciudad llena de tranvías, arrojarse hacia un parque lejano
demasiado elevado. En Berlín esto no habría pasado.
Las cuestas, la gente que desayuna en las terrazas de los bares
un amigo pegado a tu hombro, la máquina engrasada, beber gel para soñar.
10
Corre, muchacho, corre por tu vida.
La pierna pincha un poco y la bella durmiente vive en el cuento de un niño.
Voces queridas en San Antonio, todo va bien, los italianos y sus rosquillas
búscame una buena novia que me saque de las calles.
El agua a la vuelta de la esquina, los patos miran asombrados desde el canal
indiferentes a los aplausos amarillos que saben que no son para ellos.
Escarcha entre los dientes, el sudor atraviesa los huesos del pecho.
¡Hermano, ve a la casa del padre! Diles que estoy bien, tendrán
la cama preparada y un cabrito degollado. No mires atrás,
te convertirás en estatua de sal, corre, yo estaré bien aunque ya nada más vea
tu lejana espalda entre gente que no conozco. Estás solo.
La ascensión va acabando, el de Arimatea te espera en las esquinas y sabes
que habrá que bajar buscando la orilla del mar. 
Ahora la pierna duele, es un latigazo, una descarga en los brazos de un negro
vestido de naranja en una silla en Alabama, el cuchillo que atraviesa el corazón
de una virgen vestida de luto. Y las voces amigas que te ven sufrir, volver la cara
para intentar tragar una lágrima. No podré llegar.
Respirar hasta no aguantar más, hasta que el ruido de las venas
apague todo lo que no importa.
Quién dijo sudor y sangre.
Una farola, dos farolas, tres mil farolas.
20
Corre, hijo, corre hasta las colinas
por tu vida, por la suya, por la nuestra.
El calvario sigue subiendo entre los plataneros que hacen estornudar.
Una chica te grita que aguantes, no puedo, que sigas, no puedo,
que se lo prometiste, no puedo, que ella seguirá bailando. No puedo.
Cuando llegue a San José abandonaré, toda la ciudad está llena de santos
de innumerables mártires numerados, unos mil trescientos.
Desaparecer dejando una bonita estela al pasar, salir del camino
por un lateral, entre los aplausos y las lanzas que se volvieron cañas.
Apretando el paso, recogiendo kilómetros a seis minutos, el negro
deja de sacudirse, la punta del látigo ya no desgarra la carne, la virgen
se alivia vestida de blanco. Bienaventurado el que cree en mí.
Retener las lágrimas, que no se escape ni una gota, rascarle la cabeza
a los ángeles, recoger a un compañero: Lázaro, levántate y anda.
Es mentira que se vea toda tu vida en un segundo, se ve la soledad
del desierto, cimientos de casas incendiadas, las venas de un automóvil
allá donde la ciudad termina y no quedan ni espejismos para los caídos.
Un montañero ríe y te grita que no llegarás. Llegaré. No llegarás. ¡Llegaré!
30
Corre, Forrest, corre
maldito sea tu nombre y el de toda tu estirpe inocente.
Un puente levadizo para atravesar un muro, el del castillo donde duerme
la princesa, un muro de piedra y flechas, un maldito muro que se va cerrando,
que te ahoga los pulmones, saetas atravesando al bello San Sebastián
que oirá crujir sus huesos y vomitar en el asfalto. San Pink Floyd dame fuerzas
enséñame el camino y hazme volar. Un muro.
Nunca habías llegado tan lejos, cumpliste la promesa y Adrian sonríe
en los brazos de Rocky. La vida es celuloide. Y aire.
Trozos de plátano, gel, agua, dámelo todo, nunca volveré a pasar hambre.
El pobre negro se quema otra vez, y el látigo, y con espadas a María
que madre nuestra fue. Un perro agarra sus colmillos en la pierna.
Te arrastraré, Hijo de Satanás, te llevaré hasta las puertas
del mismísimo infierno y te ahorcaré con una serpiente venenosa,
Aurora de los glaciares, dame la paz.
Patinadoras guapas reparten agua bendita en spray, deberías sentir frío
pero solo sientes miedo. Y sed.
Responderás a todo el que lo quiera saber que no piensas abandonar
un hombre bueno no se rinde jamás.
Unos ojos a la vuelta de una esquina, cuatro pares, te verán caer
y levantarte, caer y levantar la mirada al cielo, Verónica lleva un pañuelo
anudado en la cadera.
San Lázaro se asoma al balcón, se levanta y dice que hace buena mañana
el hueco de piedra de un amigo en el puente
la turba que anima pero que ama a Barrabás.
No quiero volver, no quiero volver, tengo que llegar y clavar la cruz.
Cruzar otro puente, de hierro, con los gigantes y cabezudos
y un coche alemán que pita para que te apartes.
Juan Alberto llega tarde a rezar el rosario, bendita tú eres, mientras
un policía deja escapar al malo, entre todas las mujeres.
Aparta de mi camino, mal nacido, o me encontrarás en el infierno
paso a paso, golpe a golpe.
40
Corre Antoine Doinel, corre antes de que caigan
los 400 golpes, corre amigo Zatopek, corre
porque los poetas del 27 no pudieron cantarte y se conformaron
con un portero rubio vestido de azulgrana. Corre, descalzo sobre
la arena mojada de los blancos ingleses de fuego. Corre.
La gente jalea, San Vicente de Paúl, subida en las aceras y el puto gel
estallará en las alcantarillas formado un arco iris psicodélico
un remolino alucinado en el que se ahogarán las cucarachas.
Uno, dos. Ritmo. Uno, dos. Seguir. Uno, dos. Un mantra mágico
que recitan los soldados en calzoncillos ateridos mientras
el sargento negro escupe entre los dientes. Uno, dos, muchacho, uno, dos. 
 La gente repite tu nombre, que casi no recuerdas, y piensas que Dios existe.
Claro que existe. Está en tu interior, en los ojos de tu hijo, en la mano de tu padre
en tantos madrugones que sucedían a noches de calor en vela, en los labios
de tu mujer, en el hueco de la almohada, te comiste a Dios mojado en el café,
 el Dios de los pobres, el de todos los santos que recorren la ciudad huyendo
de las iglesias en las que el vacío retumba en bóvedas descoloridas.
Cojo, mudo, sin aliento, al tercer día resucitarás y te sentarás a la diestra
del Presidente del Consejo de Administración.
Aquello del fondo parece la meta, ya está, todo está consumado.
El garfio de un carnicero repartirá tus tripas entre los presentes, comed
hermanos, comed todos de él. Un saco de magnesio y una medalla de latón.
Te abrazan como a un moderno Santo Tomás, la sangre de tu sangre
baila a tu alrededor y algún día contará que su padre se disfrazó de héroe
y que del cielo empezó a llover maná.











jueves, 11 de septiembre de 2014

MÚSICA CULTA

Llevo unos días que solo escucho música clásica, mejor dicho, música culta. Yo era uno de ésos que a todo lo que llevaba violines, piano y sonaba algo pomposo le llamaba clásica, desconociendo que el término se refiere nada más que a un momento de la Historia de la Música, en concreto el período comprendido entre 1750 y 1820, que se trataba de una metonimia, un hermoso tropo pero nada más que eso, una época que acababa en los albores de la muerte de Beethoven, el gran Ludwig Van al que amaba por encima de todas las cosas el psicópata de La naranja mecánica, a Ludwig Van y a Singing in the rain ,pero esta es otra historia.

Antes yo vivía en un mundo de feedbacks y distorsión, ruido y guitarras, acoples feroces para no pensar, un muro de sonido que me alejara de la realidad, de la podredumbre del día a día, que me pateara las tripas haciendo que mi rabia juvenil, a los cuarenta y cinco años se puede tener rabia juvenil, explotara dentro de mí e impidiera que me lanzara a la calle a quemar contenedores de basura, bancos y sedes de partidos políticos, que bien pensado viene a ser un poco lo mismo. Yo era punk, un antisistema encubierto que te daba los buenos días en el ascensor mientras pensaba en clavarte un cuchillo en la garganta, como los simpáticos asesinos de CSI. Cosas así.

Ahora no, soy otra persona, me he vuelto introspectivo y terminaré mi vida recluido en una habitación, escuchando sinfonías, conciertos para piano y fagot, motetes, cantatas e incluso arias de ópera que hasta hace poco me provocaban urticaria y sofocos, metido día y noche en mi cuarto con el equipo de música a todo volumen dirigiendo a una orquesta imaginaria con una batuta de acero inoxidable, renunciando a los compromisos familiares y a la vida social. La música me ha salvado, ha impedido mi carrera delictiva, ya no me importa que Pujol se lo llevara crudo, que Bárcenas esquiara en Suiza, que el campechano rey Borbón cazara elefantes en África, ni siquiera que González haga reverencias con su cabeza nevada a una niñita rubia, cuyo nombre no recuerdo, que un día no muy lejano reinará en este país que vaya usted a saber cómo se llamará. No me importa. Ya no.

He roto los vinilos de los Héroes del silencio, han saltado trozos por los aires y alguno me ha producido una herida en la palma de la mano izquierda, imprescindible para tocar el piano, un contratiempo para mi incipiente carrera musical que se ha unido a mi lesión del quinto dedo de la mano derecha que mi mujer me provocó hace años, dice que sin querer, al cerrar sobre dicho dedo, con la fuerza de un héroe griego, la puerta del capó de nuestro viejo SEAT Córdoba verde; he triturado los primeros vinilos de Los Planetas, de los Surfin Bichos, los cd de The Smiths, de los Iron Maiden, provocando un arco iris fugaz que se mezclaba con mi sangre roja que no ha dejado de gotear y de manchar la tarima color cerezo del salón, no se han salvado ni los grupos de Manchester, ni los de Boston, ni los recopilatorios que regalaba el Rockdelux y que yo coleccionaba con avaricia. Todo ha saltado por los aires, incluidas las viejas cintas de casete que llevaba años sin oír a falta de un reproductor fiable, las cintas piratas en las que la música que un día amé ya habría desaparecido como un fantasma borracho, como las lágrimas en la lluvia de un replicante cualquiera, cintas de óxido cromo que han acabado enrolladas a mi cuerpo dándome el aspecto de una momia egipcia recién descubierta.

No todo ha volado por los aires, no os mentiré. No he sabido qué hacer con mis cd de jazz. No podía destruirlos pero tampoco dejarlos al alcance de la vista, de unos ojos que una tarde de calor y aburrimiento se posaran sobre el saxo ardiente de Charlie Parker y me llevaran de nuevo por el camino del rock y la transgresión. Los he guardado en un cofrecito de madera y los he metido en la pequeña caja fuerte del armario del dormitorio, no sin antes enviar por correo certificado, la combinación para abrirla al primer notario que encontré en la guía de teléfonos. Mi discoteca ha quedado reducida a tres ejemplares.

El primero contiene el Quinteto para piano y cuerda op. 114 y la Sinfonía nº 8, “Inacabada” de Franz Schubert. No sé cuándo ni porqué lo compré. Tendría algún ataque artístico hace años y lo adquirí, tal vez lo robé en El Corte Inglés, para apagar el virus que notaba propagarse a la altura de la nuca. Ahí está Franz, un prodigio malogrado, pone en la contraportada, treinta y un años cuando le alcanzó la muerte, con su nariz chata y colorada, como la palma de mi mano izquierda, con sus mofletes quemados por el sol, con sus labios seductores algo más arriba de la incipiente papada, la misma que dicen que ya tenía a los treinta años el gran Wolfgang Amadeus Mozart producto de su vida algo disipada, con su pelo rubio ensortijado y sus patillas tan a la moda del s. XIX y, pásmate, del s. XXI. Todo vuelve, no hemos inventado nada. Franz mira hacia mi izquierda, sin darse importancia, seguro que estaba componiendo algo en su rotunda cabeza mientras le pintaban. Escuché el quinteto y me dejó algo frío, sonaba bajo, apagado, sin matices. Eché la culpa a la mala calidad de la grabación y a la edición barata, Planeta-DeAgostini (1997), que acompañaría al fascículo que venderían de modo inseparable. Si tuve el fascículo, no lo conservo, lo compraría en un kiosco, imposible robarlo por culpa del cartonazo en el que venía pegado y ahora entiendo el motivo. A lo mejor solo me llevé, puede ser, el cd, y lo compraría en los Hermanos Vidal de la Plaza San Francisco. Un delito menos y una contribución más al PIB nacional. Robar está muy feo. El sonido era muy malo y no me transportó al cielo de los melómanos. Últimamente todo me suena bajo, los conciertos de rock a los que acudía, los Maiden en Valencia me sonaron a hilo musical de sala de dentista, e incluso el cd de Vetusta Morla, el tercero, que compré antes de mi conversión para que lo escuchara mi mujer en el elegante Toyota Corolla gris marengo que conduce con gran soltura y a cuya portezuela trasera ni me acerco. Me estaré quedando sordo, los decibelios atronadores de Mogwai, antes de la campaña por la independencia de Escocia, no podían traer nada bueno.     

El segundo es la Quinta Sinfonía, en do sostenido menor, de Gustav Mahler interpretada por la Orquesta Filarmónica Checa en edición de 2004 adquirida junto al diario El País. Por qué la compré, otro misterio. Debía ser un autor de moda entre la generación pre hipster de la década anterior tan alejada de lo mainstream como lo estoy yo ahora del grunge de Seattle y alrededores. Supongo que la escucharían en su sillón orejero los domingos por la tarde, una taza de chocolate humeante en la mesita auxiliar en invierno, la camisa de franela de cuadros como la que usaba mi abuelo, con sus largas barbas ordenadas, gafas de pasta y botas de montañero encima del taburete. Alfonso Guerra dio el nombre y se agotaron las existencias en las tiendas de discos. En la portada un detalle de El beso de Klimt, el mismo pintor que hizo un friso en honor a Ludwig Van, treinta y cuatro metros de largo para inmortalizar la Novena Sinfonía, la música que compuso un sordo que creía en el futuro. La edición lleva un hermoso libreto de cincuenta hojas en el que aparece un retrato de Mahler hecho a carboncillo sepia de perfil. Pelo alborotado de músico, entradas en la frente de músico, gafas metálicas de músico y pajarita negra ensimismada. El cuarto movimiento es el Adagietto que utilizó Visconti en Muerte en Venecia, película que vi una tarde de agosto gracias a Movistar y los subtítulos. Bogarde pintarrajeado como una puta dentro de un traje blanco, sentado a pleno sol en la playa, muriendo de amor por la belleza de un atardecer y de un niño que señala el horizonte con el dedo de un Dios creador salido de un cuadro renacentista, con la mano apoyada en la cintura dando un imaginario pase de pecho desmayado al toro de la muerte. Espero el momento de escucharla completa en mi equipo estereofónico a todo trapo, otro círculo que se cierra.

El tercer ejemplar, y último, de mi menguada colección, son cuatro conciertos para violín de Johann Sebastian Bach. BWV1041, BWV1042, BWV1052 y BWV1056 según la catalogación de un musicólogo alemán que bien podría haber venido del futuro. Acabo de comprarla en la FNAC, a buen precio, y tiene una portada insulsa con el dibujo de un violín sobre fondo verde y pertenece a la colección Brilliant Classics. Confieso que en un principio me equivoqué, cogí un cd de otro Bach que no era J.S. sino algún primo lejano suyo o un cuñado arribista, dándome cuenta en la fila de la caja teniendo que retroceder sobre mis pasos y subir por la endiablada escalera de caracol enmoquetada hasta la segunda planta otra vez. Me irrita que no salga la cara de J.S. con su pelucón empolvado en talco, sus negrísimas cejas, la mirada penetrante, esos mofletes colorados tan del gusto de la época y sus labios carnosos justo encima de una barbilla que se hunde en la inevitable papada que yo también empiezo a practicar. J.S. con sus veinte hijos y su gesto de severo profesor de matemáticas. En lugar de esto, en el interior, la foto de un alemán de cráneo prodigioso y escaso pelo rubio que me mira, mezcla de insolencia y tristeza, en blanco y negro con el violín apoyado sobre sus muslos sentados a modo de enorme falo de madera y cuerda. ¿Por qué Bach? Por una cuestión de orden. Hay que empezar desde el principio, como la vez que me apasioné con la pintura y empecé estudiándola desde Altamira para llegar, desfallecido, solo hasta el gran Giotto. O la vez que quise saberlo todo sobre el cine y me puse a ver celuloide con obreros saliendo de fábricas y gente yendo a misa para acabar, otra vez desfallecido, en los brazos de Jean Vigo paseando en L’Atalante. Recuerdo ahora la tarde de minimalismo y Nyman en el Teatro Principal viendo À propos de Nice, de mi amigo Jean. Círculos concéntricos que se vuelven a cerrar en figuras cortazarianas. El hombre aprende de sus tropiezos y por eso no empezaré mi carrera musical, tentado estuve, con las primeras noticias en la Antigua Grecia sino con algo más cercano, Renacimiento o Barroco. Elegí a Bach que parece la madre del cordero. Creo que no me he equivocado. En el cd que tengo a la vista destaca el segundo movimiento de la BWV1056, un tema pop ingrávido y gentil como las pompas de jabón machadianas que debe seguir dando vueltas por la cabeza de Paul McCartney y los inventores del Donostisound.

Mi vecino de arriba es músico. Es un señor mayor, un abuelo, que debió ser director de alguna banda en tiempos y ahora se dedica a tocar por los pueblos y a dar clases en su casa a todo el que se acerca a aprender flauta, violín o incluso piano. He subido a verle y le he dicho que quiero ser pianista nada más abrirme la puerta, antes incluso de darle los buenos días. Ha sonreído y me ha hecho pasar. Su casa está llena de muebles viejos, de partituras, de fundas para instrumentos musicales, de tapetes de ganchillo que debió hacer su mujer en tardes de aburrimiento mientras él ensayaba en el local de la banda. Tiene marcos de plata sobre la mesa del salón en los que enseña fotografías descoloridas del día de su boda, del servicio militar y retratos de Mozart. Al pasar al lado de la foto del de Salzburgo me ha parecido leer algo cercano a la burla en sus ojos. Malditos genios. Sé que puedo ser pianista, entrenaré duro todos los días, quiero saber leer las notas de los grandes maestros e interpretarlas con mis manos, al ritmo que yo quiera, tantas veces como desee, una y otra vez, día y noche. Mi vecino no deja de mirarme las manos mientras le cuento todo esto, se fija en el dedo meñique de mi mano derecha, en mi desfigurado quinto dedo tras el accidente con el SEAT Córdoba verde, y va negando apesadumbrado moviendo la cabeza de derecha a izquierda y de izquierda a derecha antes de que yo me venga abajo y me eche a llorar. ¿No podré ser pianista por culpa del dedo, maestro? Mi vecino se levanta, apoya su mano en mi hombro y me invita a acompañarle. Me dirige a una de las habitaciones del fondo y señala una silla al lado del teclado cubierto por una funda de plástico. Lo levanta y ahí están, sus ochenta y ocho teclas, treinta y seis negras y cincuenta y dos blancas, con una leve capa de polvo como el resto de la casa. El maestro se sienta en la banqueta, toca unas notas, unos acordes que no identifico, será una escala para principiantes, y golpea repetidamente con su alargado dedo meñique de la mano derecha. Tiene la uña larga y un poco sucia. Pienso en Kung Fu y en el pequeño saltamontes. El músico me ha contestado sin palabras. Ese dedo monstruosamente deformado en mi mano es imprescindible para un pianista, es como el quinto dedo de la mano izquierda para escribir en un teclado, sería imposible para un escritor español no dominar la letra a, viviría en Esp_ñ_, no podría hablar de _mor, no podría escribir c_d_ m_ñ_n_. Un catalán también lo pasaría mal en mi caso alejado de la letra ç. Me ofreció enseñarme el noble arte de la flauta dulce pero antes de terminar la frase ya se había arrepentido: jamás podría tocar como Bach manda la nota do. ¿Y el violín? Para agarrar el arco no hace falta un espléndido dedo meñique. Entre sollozos he contestado que no, yo, como Concha Velasco, quiero ser artista, quiero ser pianista. He salido corriendo de la habitación pasillo arriba y he cerrado la puerta de la calle de un injusto portazo. Menos mal que no ha visto mi herida en la palma de la mano izquierda.

Mi carrera musical hundida por culpa de un higroma, arruinada como antes me pasó con el baloncesto por culpa de un maldito quiste que me hacía fallar las canastas más sencillas, recuerdo el terror al tiro libre, el sudor por todo el cuerpo cuando me dirigía a la línea siempre situada a la misma distancia, el aro, la red y yo, siempre en la misma posición, pero el miedo a fallar era insuperable, aquel aficionado gesticulando detrás del tablero, enseñándome el póster de una chica semidesnuda para desconcentrarme, aquel odioso aficionado enseñándome su culo peludo sin saber que no era necesario, mi dedo me impedía sujetar bien el balón, forzaba la postura, notaba el bulto del dedo creciendo por momentos, pujando por hacer estallar el entablillado de esparadrapo, lanzar la pelota y dar en el aro, el público que aplaudía, el aficionado del culo que ahora lo meneaba como si fuera un diapasón y yo que quería estar en algún sitio lejano, en cualquier sitio menos allí, en el Vietnam de las películas, en la hoguera de la Inquisición, en la piel de un toro en San Isidro, lanzar y volver a fallar, notar las miradas de mis compañeros buscando mis ojos que lloran otra vez, mis compañeros que ya no me palmean la mano, que no me pasan el balón porque saben que no podré sujetarlo, los contrarios que me fuerzan a ir al tiro libre las pocas veces que recibo la pelota, mi quinto dedo de la mano derecha de un jugador diestro que no puede coger un rebote sin retorcerse de dolor, que no puede botar con algo de dignidad antes de que el esférico pegue en la zapatilla y salga por la línea de fondo, que no puede entrar a canasta sin que se le resbale la bola y la entregue al contrario, el entrenador que pide el cambio y me dice, con una cara que nunca olvidaré, tenemos que hablar.  

Recuerdo el día que mi amigo Carlos me abrió la puerta a esta nueva vida. Él es aficionado a ir poniendo, casi siempre sinfonías, obras musicales en el Facebook y comentarlas como de pasada para situar a un hipotético oyente en el contexto. Yo me las saltaba siempre, ávido de leer los chistes y ver las fotos que los usuarios cuelgan en la red o de repasar la prensa nacional a ver qué maldades estaba ideando el Gobierno que, creo o al menos creía, no nos merecemos. De vez en cuando le daba un me gusta, un like dicen los practicantes de esta nueva religión, y mi conciencia quedaba tan en paz como la de la beata después de la confesión dominical. Pero un día algo cambió. Pinché en el enlace a Youtube que mi amigo había dejado y fue como si un rayo de luz entrara en el saco de harina en el que un ratón se ahogaba a la espera de ser lanzado sobre la mesa del panadero, algo así. No recuerdo qué obra era, sería fácil retroceder en su muro y buscarla pero no quiero, la que cambió mi vida. Pensé en todo el tiempo que había desperdiciado, en las horas de concierto en concierto con vatios, sudor y humo, en las veces que estuve a punto de entrar en este mundo de marfil en el que unos elegidos se resguardan del mal y de la carne, en las ocasiones que me asomé al abismo y la pereza y el miedo me hicieron retroceder. Años perdidos que no volverán. Ahora quiero coger de la mano a Amadeus, pobre niño prodigio siempre viajando como un mono de feria, con su cuerpecito molido tirado en una cama, siempre demasiado blanda, que cierra los ojos y solo ve pentagramas, en el pobre Mozart de humor extrañamente cambiante, que consiguió con el tiempo reunir una fortuna y la dilapidó en mujeres y  juego, el genio en zapatillas con un enorme dolor de cabeza y una fulana dormida en su pecho. Veo a Johann Sebastian viajando a pie por los caminos polvorientos de ciudad en ciudad, tan luterano, tan amador con su excelente semen que llenó el mundo de Bachitos que terminaban muriéndose demasiado pronto, como su primera mujer, como sus padres que lo dejaron huérfano a merced de clérigos y príncipes relamidos que le pedían obras para mayor gloria de Dios sin darse cuenta de la redundancia. Pasea por Eisenach siempre nevado y entrena sus dedos en un órgano que sonaba a gruta helada. Y qué decir de Ludwig Van, tan alemán, tan sordo como un pintor aragonés, el que decidió hacer la música que quería llevándole a la ruina, el que coincidió con Mozart en un elegante salón al que miró con admiración, los rizos de ambos para la posteridad en cajitas de nácar para estudiar el ADN en laboratorios americanos, un Beethoven que bebía y se lavaba poco, malhumorado, escribiendo a la luz de las velas con caligrafía endiablada, para tormento de sus copistas, las notas que oía en su cabeza y que siempre se salían del pentagrama. Amadeus morirá tan joven, envidiado, quién sabe si envenenado, recibiendo la visita de algo parecido a la muerte que le encargó un réquiem para sí mismo, sudando en la cama por la fiebre, demacrado, a punto de perder la cabeza anticipando la sección de su cráneo. Ludvig Van en su máscara mortuoria que alguien le hizo en el lecho final, vagando por las calles y durmiendo en calabozos, el silencio absoluto que sintió como una inmensa nevada sobre una catedral, y luego nada. Bach trabaja a destajo, composiciones para la misa del domingo, en su diminuto despacho en Leipzig, atendiendo a sus alumnos ruidosos y a sus decenas de hijos que no paran de llorar. Un coro de voces que no servían y unos músicos primerizos para interpretar las obras en partituras copiadas a toda velocidad. Un ensayo. El estreno en la iglesia justo en el momento en el que las damas entran a ocupar su lugar preferente, cerca del altar, los hombres en las galerías superiores de las naves laterales, el pueblo al fondo mientras los perros entran, los jóvenes se lanzan miradas y el ruido flota como humo por toda la nave central sobre la que llueve la música proveniente de las alturas, de los pies del templo en el que un órgano anticipa el paraíso y el infierno ante el enfado de los predicadores a los que nadie hace caso.

En los bajos de mi casa había una tienda de música. Cerró antes del verano y yo nunca entré en ella. A veces miraba el interior lleno de pianos de cola, de instrumentos de viento, de violines, de guitarras... pero nunca entraba. Saludaba al dueño, ahora sé que era un empleado, cuando éste salía a fumar un cigarro y me lo encontraba camino del portal. Buenos días. Buenos días. Nada más. Echo de menos los ratos que no pasé junto a él, un tipo pequeño, mediana edad, cabeza grande y cuello ausente. Le recuerdo con gafas redondas y unos kilos de más producto de las largas horas escuchando toda la música que le faltaba por escuchar antes de morir. Hubiéramos sido buenos amigos. Él me habría contado los secretos de los compositores, el precio de los instrumentos, me  enseñaría el autógrafo que un día le firmó Krauss a la salida del Auditorio, cuando ya estaba un poco malito y sus azules ojos se tornaban de un color más oscuro, me habría dejado probar el piano de cola, coger entre mis manos el saxofón, tocar un rato la batería para hacer el tonto y, si estaba de buen humor, notar el peso de un violín que casi se me caería al suelo por la emoción y mi torpeza, tantas cosas, habría cerrado la puerta un poco antes de la hora y me pondría en el ordenador, en el que pasaba los tiempos muertos jugando al solitario, fragmentos de sus piezas favoritas, entornando los ojos y sonriendo del modo que sonríen los melómanos, como si una pluma de ganso les acariciara la planta del pie tumbados en la hierba mojada de verano, al tiempo que movería su dedo índice dirigiendo una invisible orquesta, que yo no dejaría de buscar por todo el local, hasta el momento en que abriría sus vulgares ojos marrones y me miraría queriendo decir ves, ahora, es ahora lo que te estaba explicando, ¿lo entiendes? ¿lo sientes? Y yo mentiría y le diría que sí.

En la consulta del traumatólogo he sentido un poco de vértigo. Intentaba concentrarme en las chicas desnudas del Interviú, haciendo como que leía un artículo sobre la vida sexual de la Duquesa de Alba, pero no podía dejar de sudar. El paciente de enfrente, siempre hay un paciente situado enfrente en las consultas privadas de los médicos, no dejaba de clavarme los ojos cuando los levantaba de su iPhone 6 ó 7 en el que yo imaginaba que estaba contando por WhatsApp lo raro que era el tío que estaba esperando junto a él, en aquella escueta habitación, escuchar su nombre y apellidos en la voz de la enfermera rusa con cofia del Dr. Ternilla, eminente especialista en cirugía y ortopedia de la mano al que, las malas lenguas decían, habían privado en más de una ocasión de recibir el Nóbel por su mal disimulada afición al vodka. Creí que aquel individuo me había hecho una foto para colgarla en la red y, cuando iba a levantarme para arrebatarle el teléfono y lanzarlo al patio de luces, la dulce enfermera rusa pronunció, en un español bastante deficiente, mi nombre y dos apellidos. Sonreí, me levanté y salí de allí sin dar la espalda al maldito paciente. En el hilo musical sonaba la última ópera de Luis Cobos y aquello había terminado de desquiciar mi inestable equilibrio emocional de los últimos días. Seguí a lo largo de un pasillo, lamentablemente corto, las rotundas, bamboleantes y cirílicas nalgas de la presunta enfermera eslava hasta que me cedió la entrada en el despacho del eminente Dr. Ternilla. Éste se levantó de su hipocrático sillón de piel y me tendió una perfecta mano bronceada que a punto estuvo de retirar al observar la deformidad de mi dedo meñique. Fue muy profesional al estrechármela aguantando su deseo inicial, los grandes médicos son así, exquisitos en el trato y excesivos en sus facturas. Me invitó a tomar asiento, a lo que accedí un poco mareado por el olor a tabaco del bueno y a alguna colonia de fuerte contenido alcohólico que reinaba en la habitación. Le conté mi problema, aunque él ya lo había adivinado, y fue tomando notas sin mirarme a la cara, hechizado por el bulto de mi falange y el reto que suponía para la ciencia médica contemporánea. Cuando terminé me dijo que no llorara más, que todo tenía arreglo en esta vida -qué guapo era el doctor y qué sonrisa tan bonita tenía- salvo alguna cosilla que solo estaba en la mano de Dios. Reí el chiste futbolístico-traumatológico. Definitivamente, me caía bien aquel tipo, y por eso le dije que ponía mi futuro profesional en sus manos. Me eché a reír pero él no debió comprender la broma porque simplemente se puso a buscar una fecha libre en su agenda electrónica y a escribir, con su hermosa pluma negra de estrella blanca en la caperuza, las indicaciones preoperatorias.

He subido corriendo las escaleras, de dos en dos, hasta el piso séptimo en el que vive mi vecino músico, he dado porrazos en su puerta y me he dejado el dedo índice de la mano derecha rojo como el culo de un mandril en celo, a la vez que escuchaba las notas de un alumno que estudiaba clarinete en el interior y la melodía de Vivaldi asociada al timbre, tocando el interruptor de la entrada del séptimo izquierda. Exéresis del ganglión con cirugía abierta, descartada la opción artroscópica por el tamaño, y toilette reparadora de la articulación. Mi vecino ha salido alarmado, me ha pedido que me calmara y ante la excitación de mi estado ha dado por concluida la clase de su alumna, una joven rubia de amplias caderas que se parecía a Scarlett Johansson que al pasar a mi lado, mientras yo le miraba el turbador encuentro de sus pechos, me ha mirado con la compasión de quien mira a un enfermo mental. Podría valer la anestesia local pero según la intranquilidad del enfermo se valoraría hacerla con general, cuarenta y cinco minutos si no hay complicaciones, y alrededor de diez o doce puntos de sutura. Me ha pasado al salón en penumbra y me ha ofrecido una agua tónica y una bandejita de polvorones castellanos. Le he pedido que me hiciera hueco para dentro de un mes, le he dicho que volvería con un quinto dedo del que se sentiría orgulloso y no con esta monstruosidad que ahora me tapaba con un aparatoso vendaje para alejarlo de la curiosidad de mis conciudadanos y de los manillares de sus bicicletas, que fuera engrasando el piano, que me prestara algunos libros para ir aprendiendo la teoría y que me dijera en cuánto tiempo podría dar mi primer concierto. Él me ha sonreído, siempre sonríe porque está un poco sordo, y con su fuerte acento aragonés me ha dicho que todo a su tiempo, que ahora debía descansar, ponerme en manos de los galenos, ha usado esta palabra, y que me fuera tomando infusiones de valeriana que eran buenísimas para ordenar el talento creativo de los jóvenes aspirantes a músicos de orquesta sinfónica. Antes de despedirme le he besado en los dos carrillos, agarrándoselos fuertemente como hacen las abuelas con el primero de sus nietos. Me ha pedido que no subiera, de momento, por su casa. Tenía que planificar la estrategia y me ha dicho algo sobre un viaje a Centroeuropa que no he logrado entender por el ruido que hacía al sorberme los mocos. Si fuera preciso utilizaríamos factores de crecimiento para regenerar el cartílago y, aproximadamente, con quince o veinte sesiones de rehabilitación en mes o mes y medio tendría un quinto dedo de la mano derecha digno de un catálogo de vendedores de sortijas a domicilio.

El gran día ha llegado. Huelo el desinfectante esparcido generosamente por las estancias del hospital al tiempo que voy tumbado en la camilla empujado por un celador que ha tapado, como si fuera el cadáver de un recién nacido deforme, mi mano derecha. Me dijeron que podría volver a jugar al baloncesto ahora que la selección anda buscando sangre fresca, como Lugosi dentro de su acolchado ataúd en su casita con jardín de Los Ángeles, para el próximo europeo clasificatorio para los Juegos Olímpicos de Río y sus mulatas. Estoy nervioso y algo preocupado. A mi cabeza no viene ninguna melodía de música culta, intento hacer tiempo pensando en atardeceres de fotografía y solo escucho estribillos pop, riffs de guitarras heavys, bases rítmicas de la música que yo siempre amé, alguna variación instrumental de banda sonora, las notas encadenadas de una trompeta en los labios a punto de explotar de un negro. Sin noticias de Bach, ni siquiera de Luis Cobos. En el quirófano están todos esperando con sus batas verdes y sus máscaras. No distingo sus caras. Me sorprende ver allí a la presunta enfermera rusa del Dr. Ternilla a la que reconozco por el balanceo inolvidable de sus caderas. Intento levantarme de la camilla. Me dicen que tranquilo, que preparen sedación general, me agarran en brazo, que cuente hacia atrás, diez, me pinchan y noto cómo un líquido pegajoso y azul entra por mis venas. Nueve. Tengo frío y sueño. Creo que he gritado que no quiero morir, que no quiero operarme. Ocho. Ellos no me han oído o simulan que no me han oído, a lo mejor no ha salido ningún sonido de mi garganta, siete, y todo está en mi cabeza, como las canciones de los Pixies que oigo con nitidez, como la voz, seis, aspirada de J cantando a dúo con Antonio Luque, el piano de Iván Ferreiro, el bajo martilleante de Lagartija Nick. Cinco. No quiero ser pianista, ni siquiera entrenar a baloncesto. Todo ha sido un error, un maldito error, otra equivocación en mi vida, quiero mi dedo, cuatro, tal y como está, me dejé llevar por la pasión y la Belleza, nunca aprenderé, como la vez que quise ser pintor y me fui hasta Altamira a fotografiar la cueva, no me dejaron. Tres. No quiero morir, todo se he vuelto oscuro, escucho el tintineo del bisturí como los cubitos de hielo en un vaso alto lleno de la ginebra que me bebía en los conciertos moviendo la cabeza de arriba abajo, de arriba abajo, dos. No puedo moverme, no siento nada. Veo al soldado de la Primera Guerra Mundial que voló por los aires por culpa de una mina en una película de Dalton Trumbo que me recomendó mi amigo Alfredo. Uno. Kurt Cobain y Germán Coppini me dicen que no tenga miedo. Al fin descanso.        



      


domingo, 17 de agosto de 2014

EL SOPLAO

Se levantó temprano después de una fría noche. Es julio pero en el norte sigue haciendo falta una ligera manta para dormir. Está de buen humor, le duelen los huesos pero no más de lo acostumbrado. Tiene unos treinta años y está viajando hacia Santiago de Compostela. Lleva un par de días alojado en la casa de un pueblecito en el valle del río Nansa. A su alrededor es todo tan verde que parece que lloviera clorofila cada anochecer, cuando todos duermen. Se ha vestido con su traje más viejo y se ha calzado los zapatos de clavos, calcetines por encima del pantalón. Ama la naturaleza, la montaña, es un gran aficionado a las excursiones y por eso pertenece al Centro de excursionistas de Cataluña. El aire libre le hace bien, es bueno para el reúma, y no ha dudado en aceptar la invitación de Alonso para acompañarle en una visita por la Sierra de Arnero. Bebe un tazón de leche, come pan con manteca y un trozo de chocolate. Sonríe al recoger la pequeña mochila en la que le han preparado algo de almuerzo y un poco de agua para el camino. Empiezan a andar y se despide de la dueña de la casa, la madre de Alonso, agitando la mano con timidez. Levantan la vista y ven la cima, todavía oscura, a la que deberán llegar lo antes posible subiendo por la senda escondida entre los árboles, la que usan los jabalíes y los caballos, desde la que en un día despejado se ven los Picos de Europa.

En los últimos veinte años el pueblo se ha llenado de gente, de mineros que vinieron a trabajar en las minas La Florida convirtiendo la vieja aldea en un lugar lleno de vida, de niños y gritos, de tabernas y golpes en las mesas, de zinc, plomo, explosiones y caras sucias. Hoy es domingo y hasta la hora de misa todo parecerá un sueño olvidado. Por el bosque solo se oye la respiración de Alonso y Antoni. Apetece buscar las zonas que el sol empieza a clarear en la húmeda mañana santanderina. Los azules ojos de Antoni se llenan de algo parecido a la menta y, junto a su poblada barba de pelo rubio, le dan el aspecto de un dandy nórdico. Es pequeño pero fuerte, mira obstinadamente los pedruscos del camino, intentando seguir los pasos de su guía mientras piensa en formas y espacios. Ha dejado empezado el proyecto de Casa Vicens para viajar hacia poniente y echar un vistazo al encargo que le hizo el Marqués de Comillas, suegro de su amigo el Conde Güell: construir un hermoso palacio de descanso como nadie hubiera conocido por aquellas tierras. Lo pintará de verde, del mismo verde oscuro que empieza a buscar ahora que el sol golpea en su sombrero, un sol de color amarillo como las margaritas que decorarán las fachadas de ladrillo rojo rematadas por un tejado del color de las granadas mallorquinas. En Astorga y León hará castillos de cuento antes de que Disney pudiera soñar con ellos.

Alonso le contó a Antoni, durante la cena, un descubrimiento que había hecho unos días antes. Los mineros estaban empezado el avance subterráneo en la montaña, perforaban su piel queriendo llegar a las tripas, al centro de la Tierra, alcanzar el nivel del mar si era preciso para arrancarle las piedras que comían sus hijos. Uno de ellos, de manos rocosas y voz ardiente, maldecía entre las botellas de vino de la fonda la hora en que su cabeza asomó a una cueva enorme, la hora en la que sintió un soplao que le limpió el polvo de la cara, apagó la llama del casco e hizo que tuvieran que volver a golpear la montaña donde más dolía. El jefe de la cuadrilla se acercó a ver aquella maldita oquedad y decidió que al menos serviría para echar los escombros sin tener que sacarlos a la superficie. Hasta donde la luz de la lámpara alcanzaba aquello daba la impresión de ser la barriga de un dragón malherido. Habría que respetar su descanso de tantos siglos para que no empezara a escupir fuego y flechas. Alonso y Antoni están en la boca de la mina, se sientan en el suelo a secarse el sudor y a comer algo antes de entrar. Antoni está nervioso pues el guía le contó lo que había visto allí adentro, nada que ver con Montserrat ni Mallorca, un prodigio oculto a la vista del hombre quién sabe hace cuánto tiempo. Alonso conoce el camino, enciende las lámparas, comienza a bajar justo cuando el sol escocía en el cuello. Unos minutos de frío, silencio y miedo. Por fin.

Es una cueva de hielo reflejada en un lago apenas profundo que parece lanzarse hacia la nada. Pero ni es hielo ni es un lago, es carbonato de calcio, aragonito filtrado desde la montaña durante millones de años, que gracias a su obediencia a la gravedad formaron estalactitas y estalagmitas, tan blancas como el hielo, tan frías como un diamante helado. El vientre de la ballena sigue tragando marineros en las aguas del cercano Cantábrico. Ahora gotas de agua y nada más, sentarse una vida para ver caer una gota de agua, son cien años golpeando en la cabeza rapada de Antoni, son cien años unos pasos atrás, a la derecha, son cien años que esperarán a que otros cien le caigan encima junto a una lágrima. Solo se oye el silencio, la respiración en los oídos dentro del vientre materno, casi se puede flotar. Es un viaje al fondo del mar sin botellas de oxígeno aún por inventar, Julio Verne andará pensando en ello, George Lucas tendrá que nacer para imaginarse al milenario y verde Maestro Yoda llevándose el dinero de su pequeño país a otro más pequeño lleno de montañas, maldito seas por siempre. Algo no va bien. Caminan resbalando, tocando las piedras húmedas. Algunas se han revelado, no quieren ser ordenadas, hacer lo que se espera de ellas y se han vuelto excéntricas, anárquicas, helictitas. Son finas como agujas, transparentes como la piel de una doncella, como la cara de un ángel un segundo antes de estrellarse contra el suelo, y te traspasan, hacen que una gota de sangre se quede allí atrapada para siempre produciendo un rojo tan distinto al óxido de hierro, tan desconcertante para un espeleólogo del futuro cuando todos hayamos muerto ya, como un pequeño insecto en su ataúd de ámbar. Las formaciones excéntricas son parásitas, trabajan sin descanso como el flujo de una planta carnívora desintegrando una mosca curiosa, son las raíces vegetales envidiosas de la belleza de la geometría y la gravedad. Quieren recubrirlo todo como una colmena de abejas, como un coral submarino incrustado en el caparazón de una tortuga, como las lianas de la selva alrededor de un templo azteca, como si todo aquello fuera el reverso del hogar de un diminuto esquimal a punto de suicidarse. Caminar más allá, con el miedo de no volver, de no encontrar el camino, para descubrir una sala tras un cortinaje cálcico, banderas que ondulan al viento inexistente de un castillo medieval en el que una princesa llora eternamente para producir formaciones minerales por las que resbalan en zigzag sus glóbulos blancos, por las que las gotas ondulan como la lluvia en la ventana de un caserón en otoño. Un minero gritó al encontrarse de frente una estatua de sal bíblica, un gigante blanco que era el guardián de la cueva y del que un niño que aún no ha nacido dirá que se parece a Homer Simpson. Frío. Las bocas expulsan vaho y las vacas rumian pensando en cosas hermosas. Un techo cuajado de estrellas blancas bajo el que cantarán arias imposibles sopranos anoréxicas cien años después mientras el público no se atreve a tocar las paredes ni a llevarse un trozo de recuerdo para la mesa del comedor. Querer chuparlas y averiguar, por fin, si saben a sal precipitada en el desierto de Sonora, a los huesitos de unos niños abandonados a pleno sol. Podría ser el fondo del mar, la superficie de la luna mentirosa, el viento y el tiempo azotando las raíces de un gigantesco baobab africano. Girar en un salón de espejos en un cuento, en Versalles, una reina baila en círculo sin sospechar que un día morirá decapitada por el pico de un minero aburrido, barrenada con dinamita para dar de comer a las águilas reales. Conos subiendo hacia el cielo que refleja un sueño que se parece a una catedral en la que expiar los pecados de la Humanidad entera que va en procesión hasta el borde del abismo. Estudiar formaciones geométricas, elaborar maquetas tridimensionales intuidas en la oscuridad, saquitos de arena colgados de cuerdas que se ahorcan justo en el centro y se elevan en la cara del espejo que nos lleva hasta Dios por una escalera de cerámica triturada en trencadís. La Naturaleza orgánica llena de juncos y cañas, columnas arborescentes dulces como un ballet de medias blancas y gemelos y nalgas duras. El cielo estalla en estrellas blancas y la luz se derrama como leche caliente. Torres porosas en las que se entretiene el soplo divino, en las que las palomas anidan a salvo del grisú, el espíritu se alimenta de gusanitos de queso. Dibujarlo todo con un lápiz antes de que la humedad le haga llorar de dolor y no pueda ver la Torre de Pisa menos inclinada que la real y un descomunal falo que parece a punto de caer al suelo. Sentarse en el centro de un volcán de magma congelada, anaranjada por momentos, con sabor a sangre y hierro. Orejas de elefantes plegadas hacia atrás, diminutas orejas de murciélagos marrones colgados del techo, un bosque a punto de caer sobre nuestras cabezas, del que solo puede escaparse reptando por el suelo, como los heridos en un incendio, ramas que formarán una hoguera digna de Juana de Arco, patatas llenas de grillos americanos, tres pastorcillos blancos viendo a Lourdes, a Fátima, la Santa Compaña que busca almas a las que salvar de los enanitos de Blancanieves, un desfile inquisitorial lleno de capirotes como pináculos, como pirámides, sentarse a dibujar la línea del horizonte y no volver a lograrlo jamás, un carboncillo negro, un papel de yeso blanco, un dolor en el pecho, los árboles de la superficie del mundo despegando en una nave extraterrestre, una barrena gigante a lo que adoran los duendes amarillentos, el fantasma de la ópera y un antifaz, los tentáculos de un calamar gigante atraído por la luz abisal, alguien llora barro en un rincón y el astronauta lo moldea con sus botas, como unos niños desnudos a la orilla del mar de Sorolla, galaxias enanas, diminutas, estrellas blancas y nieve ajena a la gravedad que cae hacia arriba, como en una película danesa puesta del revés, Miquel Barceló y la Unesco, millones de litros de pintura disparada, disparatada, arrojar un calamar contra la pared y ver cómo resbala dejando un rastro de caracol, plantas carnívoras abren sus fauces de colmillos verdes, cirios sin llama ni sentido, los amantes que se esperan hace un millón de años hasta que consiguen rozarse y ser uno hacia el final de los tiempos, un segundo de contacto que haría volver la cabeza avergonzado al espectador, hongos de anchas caderas, medusas condenadas a no flotar, el marfil de un colmillo recién llegado de Asia, columnas dóricas a las que abrazarse, las patas de una araña albina vistas al microscopio, minúsculas gotas de agua de rocío como vidrio soplado, copos de nieve geométricos llenos de luz, un algodón de azúcar de una feria junto al mar, sobre un muelle que esconde capullos de seda a punto de reventar como las venas de un submarinista, diamantes y plantas, flores alpinas, margaritas escarchadas, las manos en formación de un feto agarrado al cordón umbilical, huevos de codorniz bañados en chocolate, huevos que llevan en su interior un pato a medio hacer, peladillas y caviar, el desove de las tortugas a la luz de la luna mellada, fina lana hilada en una rueca refulgente, gritar no puedo más, sácame de aquí.

Antoni Gaudí no dijo una palabra más hasta que terminó delirando durante varios días, en un idioma desconocido, en la cama llena de fiebre y frío. Había dibujado en su cuaderno de campo durante horas. Solo veía torres, columnas, capiteles, luz filtrada, el reino vegetal explotando en su interior. Nunca llegaré a Santiago, pensaba, al tiempo que volvían a casa antes de que anocheciera.             





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