sábado, 28 de noviembre de 2009
domingo, 22 de noviembre de 2009
MARIFLOR Y LOS POLVOS MÁGICOS
"Te voy a dejar muy guapa, ya verás cómo te gusta. Te voy a cambiar un poco de estilo, si me permites, creo que este peinado te echa un montón de años encima". Mariflor estaba preparando el agua para lavarle el pelo a su nueva clienta. Media vida lavando cabezas y poniendo rulos, algo menos dedicada al maquillaje, "al estilismo, chica, renovarse o morir", buscando una nueva orientación al negocio y más ingresos en su huesuda caja. " Bonito pelo, sí señor. Eso sí, creo que estas mechas no te favorecen nada. Lástima que tengamos tan poco tiempo. Creo que el rubio pajizo resaltaría más tus facciones, pero... Lavar y marcar. Es lo convenido". Se aplicó al tajo, unas buenas friegas de champú y a estregar a conciencia. Era una trabajadora de las que ya no quedaban. Si hacía falta echar un ratito más desenredando un enganchón, dar una tercera pasada o terminar de domar un rizo, no le importaba, lo hacía con gusto pues disfrutaba con su profesión. " Me imagino que no te importa si el secador está algo frío, se estropeó lo del aire caliente y no hay manera de hacerme con el chispas. En agosto, ya sabes, sólo curramos cuatro pringaos" Puso el aparato al dos y empezó a secarle el pelo con mucho cuidado. Se veía que de joven había tenido una buena melena y no es que fuera muy mayor pero ya no era una niña, una melena que ya comenzaba a escasear. Ayudándose con un peine circular que sostenía en la mano derecha, le iba dando forma al cabello. Era un día muy especial y tenía que quedar bien guapa. La verdad es que para todos sus clientes era un día especial. Todos tenían el mayor interés en que les dejaran bien presentables. " Sí chica, decidido, el cobrizo éste no te queda nada bien y mira que eres una mujer bien resultona pero no te terminas de sacar partido, chica. Si te hubiera pillao años atrás, el mundo te hubieras comido. Y de un bocao". Unas ondas en el pelo eran lo mejor para la ocasión, no necesitaba horquillas para definirlas, estaba trabajando con un buen material. "Pasemos a la parte del estilismo, hermosa. Ya verás, ya verás. Déjame hacer". Sacó del primer cajón, un modesto pero bien surtido maletín de maquillaje. Todo, productos de primera marca, gama profesional, pintalabios Chiflón, perfilador Tris, rimel Matador y maquillajes Latoux. Lo mejor de lo mejor. Nunca le importó gastar en estas cosas, sabía que ése era parte del secreto de su éxito y sus clientas así se lo agradecían. "Te daré una base muy suave de perla, la que mejor te va. Y es que lo bueno es caro, muy caro. Pero no me importa. Cuando yo tenía mi propia peluquería, ya trabajaba con estas casas. Qué suerte que mis jefes me dejan hacer y compro lo que me gusta. Si no hubiera tenido que cerrar... Mariflor, la mejor del barrio". Su separación tuvo la culpa. Sola y con tres criaturitas que alimentar, se la comieron los gastos. Su marido le pasaba la manutención un mes sí y tres no, cuando no se lo había gastado en putas, en vino o en vaya usted a saber. Eso sin contar cuando no terminaba una temporadita en la cárcel. Malvendió la peluquería y se puso a buscar trabajo. "Te voy a aplicar unas sombras en los pómulos, para resaltarlos y así de paso disimulamos los cardenales. Hija de mi corazón, cómo te han puesto. El cabrón de mi marido nunca me puso la mano encima, hasta ahí podíamos llegar. No deberías haberlo consentido. En cuanto vi el panorama, cogí a los chicos y que te pudras". Se terminaron los ahorros y ya no estuvo en condiciones de rechazar ninguna oferta, ninguna. De no haber sido por el juez, que la sacó del arroyo y le quitó de limpiar escaleras, la cosa hubiera acabado mal, muy mal. "Pobrecita, pobrecita. Te daré un poco más de rojo en los labios. Sé que no les gusta que me pase con el carmín pero tú te lo mereces. Se ve que has sido una mujer bien pinturera. A lo mejor, por eso está como estás". Aún resonaban sus últimas palabras en la sala cuando se abrió la puerta y asomó la cabeza un funcionario. "Mari, coño, deja de hablar sola y termina de arreglar el cadáver. Que la familia está esperando".
martes, 10 de noviembre de 2009
MACHADO QUE TOCABA EL PIANO EN SORIA
Este texto aparecerá, próximamente, en el libro Sentado en una silla helada. Seguiremos informando.
A LA VENTA EL 23 DE ABRIL DE 2013.
En la caseta de la editorial Certeza, Día del Libro. Paseo Independencia de Zaragoza.
PRESENTACIÓN 24 DE ABRIL. 19H30. BIBLIOTECA DE ARAGÓN (Doctor Cerrada,22)
A cargo de Javier Aguirre y Alfredo Moreno. Conduce el acto, José María Morales.
A LA VENTA EL 23 DE ABRIL DE 2013.
En la caseta de la editorial Certeza, Día del Libro. Paseo Independencia de Zaragoza.
PRESENTACIÓN 24 DE ABRIL. 19H30. BIBLIOTECA DE ARAGÓN (Doctor Cerrada,22)
A cargo de Javier Aguirre y Alfredo Moreno. Conduce el acto, José María Morales.
viernes, 6 de noviembre de 2009
LAS PEQUEÑAS COSAS
Me entretuve entrando por el ojo plano de la ineficaz cerradura de seguridad. El espejo me devuelve la mirada asombrada de unos ojos descarnados. Me gusta ver que todo sigue en su lugar. Nada me da más placer que la certeza de las cosas. La puerta del frigorífico se acomoda suavemente a mis dedos cuando la abro y descubro que la parte de abajo está bien cerrada. Sobrevuelo la encimera y relucen partículas de mica. El polvo que se ha acumulado en las tapas de los botes, desaparece con un leve soplido que aletea la cortina que cubre la puerta de la terraza. El cadáver de un mosquito desprevenido yace sobre el fluorescente. No me gusta la muerte, la rodeo y así dejo de ver moscardones negros sobre la cara de un recién nacido. Una bolsa para el papel y otra para el plástico, cuelgan de la llave del radiador que ya no gotea. Consigo aguantar las ganas de bajarlas al contenedor.
En el aparador del salón, la bombonera repleta de caramelos de menta y fresa. La fotografía que devolvió un despistado cartero reposa en un absurdo sobre blanco. Con sólo desearlo, se cae para siempre por detrás del mueble. Me gusta la anaranjada madera silenciosa que de vez en cuando se mete por mi nariz. Amapolas en un bastidor sin marco me parece que cambian con la luz del día. A veces he visto anochecer en ese cuadro. Su vecino engalanado tras el cristal me muestra la escena de unas manchas de color descascarilladas. Si te fijas bien, verás un cuerpo descansando sobre una mesa, a lo mejor para siempre. No soporto que se esté borrando. Si no fuera por las escarpias, hace tiempo que lo habría metido debajo de la cama. Si el tronco brasileño, algo inclinado, crece un poco más, pronto podré descansar. Me vuelvo y veo la pila de cedés que me miran desde las aristas y de reojo a la estantería en la que añoran estar. Coloco la manta del sofá y esponjo el cojín a juego. La mesa de cristal ácido me agrede con la huella de una mano. Un zumbido de electricidad se cuela por algún cable. Los parientes del mosquito electrocutado han venido a su funeral. Si pudiera consolarles...
Los azulejos blancos del baño me recuerdan un hospital. Imperceptibles gotas de vapor luchan por no resbalar y caer al suelo. El cepillo de dientes sin su protector me atraviesa el estómago. Podría vomitar pero el repiqueteo del agua de la cisterna sobre la loza me obliga a salir de allí sin detenerme a mirar la camiseta sucia que asoma por la esquina de la bañera. Si no fuera por las hojas clorofílicamente verdes de la maceta que se derraman desde lo alto del armario, habría que precintar el cuarto. Respira, respira.
No consigo atreverme a entrar en la habitación de los niños.
Siempre me gustaron las formas redondeadas. Me abrazo a ellas en el dormitorio. El aro de la cama es tan delicado que las mínimas muescas que lo interrumpen me doblan de dolor. Acaricio el edredón impecablemente colocado. La lámpara del techo me mira suspendida desde una anacrónica decoración de escayola. Me siento mejor. El pasado siempre ayuda. Resbalo por el ondulante cabecero y caigo sobre la mesilla, de día, de la derecha. Un ordenado reloj y un pequeño joyero le hacen bien a cualquiera. Podría quedarme para siempre aquí, mirando el tiempo detenido en la fotografía. Pero no puedo, no debo. Una última mirada antes de colarme por la rendija de la ventana abierta y seguir mi camino. Ya se oyen las sirenas de la policía. No tardarán en llegar.
lunes, 2 de noviembre de 2009
NIRVANA
¿Juan Tostado? Sí. Traigo un sobre certificado. Por fin. Llevaba toda la semana esperándolo, el último disco de Piantados, edición vinilo para coleccionistas y ya estaba aquí. Había tenido que pedirlo a la discográfica independiente que últimamente publicaba las extravagancias sonoro-literarias de su grupo favorito. 20 años de carrera, 7 discos, un buen puñado de canciones y un montón de conciertos memorables. Memorables para los pocos que solían acudir a ellos, claro. Porque debemos reconocer que era un grupo rarito, especialmente su líder-guitarrista-compositor-cantante, Marcelo Calamidad y su gusto no disimulado por cultivar su malditismo. Era el único miembro original de la banda que había sobrevivido, casi literalmente, al paso del tiempo. La industria se había cansado de sus extravagancias y exigencias, apostando por otros músicos de consumo más fácil y menos aficionados a distintas sustancias prohibidas. Por eso crearon un sello autogestionado, Tripas, para dar rienda suelta a su creatividad y publicar sus temas. El desorden de la rebelión, le gustaba el título y también la portada, algo así como un puño geométrico en rojo sobre fondo negro. Veamos cómo suena.
Descolgó el teléfono, cerró la puerta del salón, bajó un poco las persianas y se sentó en el punto exacto del sofá desde el que mejor se oía su modesto equipo de música. Le gustaba hacer la primera escucha de tirón, sin leer el libreto, ni ver las fotos, sólo el título de la canción pero sin ver lo que duraba. Quería que fuera una experiencia única sin más referencia que la música y la voz del gran Marcelo. El único sentido, además del oído, que permanecía alerta en tales circunstancias era el olfato. Le excitaba muchísimo el olor del vinilo y su carpeta, un olor indescriptible que él había asociado, después de tantos años, a innumerables momentos de placer sónico. Colocó con mimo la aguja encima del surco inicial y el crepitar del plástico comenzó a transportarle a otro lugar. Un inicio potente, dos temas encadenados marca de la casa. Guitarras distorsionadas engarzando hermosas melodías al son que dictaba la susurrante voz del cantante, ni mucha ni poca, la justa que te hacía agudizar la atención para poder saborear las historias que contaba, repletas de brillantes metáforas al servicio del mundo personal e intransferible del autor. Silencio. La tercera rebajaba la tensión, un poco de calma para hablar de amor no correspondido, una relación enfermiza que acaba mal, como siempre. Lo que seguía estaba a la altura de lo esperado, sin sorpresas pero sin defraudar al oyente. Hasta que llegó el corte número seis. Toda la vida.
Algo en su interior se retorció, un interruptor haciendo click. Un medio tiempo hipnótico, arrastrando las palabras, masticando las sílabas, doliendo letra a letra. La guitarra marcando un ritmo en espiral que se repetía una y otra vez, subiendo y bajando de volumen, salpicada de vez en cuando por un punteo cristalino y un coro casi inaudible. Hablaba de un momento de felicidad, unas sensaciones en pinceladas como si de un cuadro se tratara. Podías ver los colores y sentir el rumor de un río, recostado a la sombra de un olmo, despertando a no sé sabe qué. Y lo perdía, lo perdías pero te volvías a sumergir buscando la rendija para poder mirar, para poder pasar y ya está. Estiraba la mano para coger la estela, agarrarse a la tabla que le permitiera sobrevivir. Una canción podía salvar el mundo. Ésta lo iba a hacer. Cuando la gente la escuchara nada sería igual, nada podría ser igual. Cuando la música paró y Juan terminó de caer, se levantó y volvió a ponerla. Otra vez, otra vez, otra vez. Y era tan sencillo. Todo encajaba. ¿La felicidad? Perdió la cuenta de las veces que la oyó. No pudo terminar de escuchar el disco, agotado salió de casa para ir a trabajar. La melodía encajada en la cabeza y volviendo a cada vuelta del camino. No pudo concentrarse en sus tareas habituales. ¿Qué te pasa? ¿Dónde estás? Juanito, despierta que te vas del mundo. Hora de salir, corriendo a casa, esquivando a los compañeros que si una caña, que si te tengo que contar... Otro día, otro día.
Se convirtió en una obsesión. La escuchaba a todas horas. Era lo único en lo que podía pensar, una adicción. Algo le atrapó y no le soltaba. Golpeado, desorientado pero feliz, a ratos. Su rendimiento laboral bajó escandalosamente y sus jefes le empezaban a mirar con desconfianza. Siempre fue un poco especial pero esto empieza a ser preocupante. Te noto raro, le decía su novia de fin de semana. ¿Ya no me quieres? No es eso, no es eso. Fingió una enfermedad para poder quedarse en casa, te vendrán bien unos días de descanso, mejórate, e inyectarse su dosis de cd horaria. Había tenido que grabar el plástico desgastado por la aguja cuasi hipodérmica y aunque no era lo mismo, lo daba por bueno. El eco se perdía pero llegó el momento en que no lo distinguía. Mal comía y peor dormía al no poder desconectar la música de su cerebro. Nada podía retener y nada le importaba ya. Cortó las amarras para no volver nunca más. Cuando lo ingresaron en el sanatorio, amarrados brazos y piernas a la blanca cama, empezó a desinflarse. La música dejó de sonar y nada tuvo sentido. Las piezas del puzzle de su vida quedaron esparcidas y la lluvia las convirtió en papel mojado. Silencio.
Descolgó el teléfono, cerró la puerta del salón, bajó un poco las persianas y se sentó en el punto exacto del sofá desde el que mejor se oía su modesto equipo de música. Le gustaba hacer la primera escucha de tirón, sin leer el libreto, ni ver las fotos, sólo el título de la canción pero sin ver lo que duraba. Quería que fuera una experiencia única sin más referencia que la música y la voz del gran Marcelo. El único sentido, además del oído, que permanecía alerta en tales circunstancias era el olfato. Le excitaba muchísimo el olor del vinilo y su carpeta, un olor indescriptible que él había asociado, después de tantos años, a innumerables momentos de placer sónico. Colocó con mimo la aguja encima del surco inicial y el crepitar del plástico comenzó a transportarle a otro lugar. Un inicio potente, dos temas encadenados marca de la casa. Guitarras distorsionadas engarzando hermosas melodías al son que dictaba la susurrante voz del cantante, ni mucha ni poca, la justa que te hacía agudizar la atención para poder saborear las historias que contaba, repletas de brillantes metáforas al servicio del mundo personal e intransferible del autor. Silencio. La tercera rebajaba la tensión, un poco de calma para hablar de amor no correspondido, una relación enfermiza que acaba mal, como siempre. Lo que seguía estaba a la altura de lo esperado, sin sorpresas pero sin defraudar al oyente. Hasta que llegó el corte número seis. Toda la vida.
Algo en su interior se retorció, un interruptor haciendo click. Un medio tiempo hipnótico, arrastrando las palabras, masticando las sílabas, doliendo letra a letra. La guitarra marcando un ritmo en espiral que se repetía una y otra vez, subiendo y bajando de volumen, salpicada de vez en cuando por un punteo cristalino y un coro casi inaudible. Hablaba de un momento de felicidad, unas sensaciones en pinceladas como si de un cuadro se tratara. Podías ver los colores y sentir el rumor de un río, recostado a la sombra de un olmo, despertando a no sé sabe qué. Y lo perdía, lo perdías pero te volvías a sumergir buscando la rendija para poder mirar, para poder pasar y ya está. Estiraba la mano para coger la estela, agarrarse a la tabla que le permitiera sobrevivir. Una canción podía salvar el mundo. Ésta lo iba a hacer. Cuando la gente la escuchara nada sería igual, nada podría ser igual. Cuando la música paró y Juan terminó de caer, se levantó y volvió a ponerla. Otra vez, otra vez, otra vez. Y era tan sencillo. Todo encajaba. ¿La felicidad? Perdió la cuenta de las veces que la oyó. No pudo terminar de escuchar el disco, agotado salió de casa para ir a trabajar. La melodía encajada en la cabeza y volviendo a cada vuelta del camino. No pudo concentrarse en sus tareas habituales. ¿Qué te pasa? ¿Dónde estás? Juanito, despierta que te vas del mundo. Hora de salir, corriendo a casa, esquivando a los compañeros que si una caña, que si te tengo que contar... Otro día, otro día.
Se convirtió en una obsesión. La escuchaba a todas horas. Era lo único en lo que podía pensar, una adicción. Algo le atrapó y no le soltaba. Golpeado, desorientado pero feliz, a ratos. Su rendimiento laboral bajó escandalosamente y sus jefes le empezaban a mirar con desconfianza. Siempre fue un poco especial pero esto empieza a ser preocupante. Te noto raro, le decía su novia de fin de semana. ¿Ya no me quieres? No es eso, no es eso. Fingió una enfermedad para poder quedarse en casa, te vendrán bien unos días de descanso, mejórate, e inyectarse su dosis de cd horaria. Había tenido que grabar el plástico desgastado por la aguja cuasi hipodérmica y aunque no era lo mismo, lo daba por bueno. El eco se perdía pero llegó el momento en que no lo distinguía. Mal comía y peor dormía al no poder desconectar la música de su cerebro. Nada podía retener y nada le importaba ya. Cortó las amarras para no volver nunca más. Cuando lo ingresaron en el sanatorio, amarrados brazos y piernas a la blanca cama, empezó a desinflarse. La música dejó de sonar y nada tuvo sentido. Las piezas del puzzle de su vida quedaron esparcidas y la lluvia las convirtió en papel mojado. Silencio.
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