jueves, 11 de septiembre de 2014

MÚSICA CULTA

Llevo unos días que solo escucho música clásica, mejor dicho, música culta. Yo era uno de ésos que a todo lo que llevaba violines, piano y sonaba algo pomposo le llamaba clásica, desconociendo que el término se refiere nada más que a un momento de la Historia de la Música, en concreto el período comprendido entre 1750 y 1820, que se trataba de una metonimia, un hermoso tropo pero nada más que eso, una época que acababa en los albores de la muerte de Beethoven, el gran Ludwig Van al que amaba por encima de todas las cosas el psicópata de La naranja mecánica, a Ludwig Van y a Singing in the rain ,pero esta es otra historia.

Antes yo vivía en un mundo de feedbacks y distorsión, ruido y guitarras, acoples feroces para no pensar, un muro de sonido que me alejara de la realidad, de la podredumbre del día a día, que me pateara las tripas haciendo que mi rabia juvenil, a los cuarenta y cinco años se puede tener rabia juvenil, explotara dentro de mí e impidiera que me lanzara a la calle a quemar contenedores de basura, bancos y sedes de partidos políticos, que bien pensado viene a ser un poco lo mismo. Yo era punk, un antisistema encubierto que te daba los buenos días en el ascensor mientras pensaba en clavarte un cuchillo en la garganta, como los simpáticos asesinos de CSI. Cosas así.

Ahora no, soy otra persona, me he vuelto introspectivo y terminaré mi vida recluido en una habitación, escuchando sinfonías, conciertos para piano y fagot, motetes, cantatas e incluso arias de ópera que hasta hace poco me provocaban urticaria y sofocos, metido día y noche en mi cuarto con el equipo de música a todo volumen dirigiendo a una orquesta imaginaria con una batuta de acero inoxidable, renunciando a los compromisos familiares y a la vida social. La música me ha salvado, ha impedido mi carrera delictiva, ya no me importa que Pujol se lo llevara crudo, que Bárcenas esquiara en Suiza, que el campechano rey Borbón cazara elefantes en África, ni siquiera que González haga reverencias con su cabeza nevada a una niñita rubia, cuyo nombre no recuerdo, que un día no muy lejano reinará en este país que vaya usted a saber cómo se llamará. No me importa. Ya no.

He roto los vinilos de los Héroes del silencio, han saltado trozos por los aires y alguno me ha producido una herida en la palma de la mano izquierda, imprescindible para tocar el piano, un contratiempo para mi incipiente carrera musical que se ha unido a mi lesión del quinto dedo de la mano derecha que mi mujer me provocó hace años, dice que sin querer, al cerrar sobre dicho dedo, con la fuerza de un héroe griego, la puerta del capó de nuestro viejo SEAT Córdoba verde; he triturado los primeros vinilos de Los Planetas, de los Surfin Bichos, los cd de The Smiths, de los Iron Maiden, provocando un arco iris fugaz que se mezclaba con mi sangre roja que no ha dejado de gotear y de manchar la tarima color cerezo del salón, no se han salvado ni los grupos de Manchester, ni los de Boston, ni los recopilatorios que regalaba el Rockdelux y que yo coleccionaba con avaricia. Todo ha saltado por los aires, incluidas las viejas cintas de casete que llevaba años sin oír a falta de un reproductor fiable, las cintas piratas en las que la música que un día amé ya habría desaparecido como un fantasma borracho, como las lágrimas en la lluvia de un replicante cualquiera, cintas de óxido cromo que han acabado enrolladas a mi cuerpo dándome el aspecto de una momia egipcia recién descubierta.

No todo ha volado por los aires, no os mentiré. No he sabido qué hacer con mis cd de jazz. No podía destruirlos pero tampoco dejarlos al alcance de la vista, de unos ojos que una tarde de calor y aburrimiento se posaran sobre el saxo ardiente de Charlie Parker y me llevaran de nuevo por el camino del rock y la transgresión. Los he guardado en un cofrecito de madera y los he metido en la pequeña caja fuerte del armario del dormitorio, no sin antes enviar por correo certificado, la combinación para abrirla al primer notario que encontré en la guía de teléfonos. Mi discoteca ha quedado reducida a tres ejemplares.

El primero contiene el Quinteto para piano y cuerda op. 114 y la Sinfonía nº 8, “Inacabada” de Franz Schubert. No sé cuándo ni porqué lo compré. Tendría algún ataque artístico hace años y lo adquirí, tal vez lo robé en El Corte Inglés, para apagar el virus que notaba propagarse a la altura de la nuca. Ahí está Franz, un prodigio malogrado, pone en la contraportada, treinta y un años cuando le alcanzó la muerte, con su nariz chata y colorada, como la palma de mi mano izquierda, con sus mofletes quemados por el sol, con sus labios seductores algo más arriba de la incipiente papada, la misma que dicen que ya tenía a los treinta años el gran Wolfgang Amadeus Mozart producto de su vida algo disipada, con su pelo rubio ensortijado y sus patillas tan a la moda del s. XIX y, pásmate, del s. XXI. Todo vuelve, no hemos inventado nada. Franz mira hacia mi izquierda, sin darse importancia, seguro que estaba componiendo algo en su rotunda cabeza mientras le pintaban. Escuché el quinteto y me dejó algo frío, sonaba bajo, apagado, sin matices. Eché la culpa a la mala calidad de la grabación y a la edición barata, Planeta-DeAgostini (1997), que acompañaría al fascículo que venderían de modo inseparable. Si tuve el fascículo, no lo conservo, lo compraría en un kiosco, imposible robarlo por culpa del cartonazo en el que venía pegado y ahora entiendo el motivo. A lo mejor solo me llevé, puede ser, el cd, y lo compraría en los Hermanos Vidal de la Plaza San Francisco. Un delito menos y una contribución más al PIB nacional. Robar está muy feo. El sonido era muy malo y no me transportó al cielo de los melómanos. Últimamente todo me suena bajo, los conciertos de rock a los que acudía, los Maiden en Valencia me sonaron a hilo musical de sala de dentista, e incluso el cd de Vetusta Morla, el tercero, que compré antes de mi conversión para que lo escuchara mi mujer en el elegante Toyota Corolla gris marengo que conduce con gran soltura y a cuya portezuela trasera ni me acerco. Me estaré quedando sordo, los decibelios atronadores de Mogwai, antes de la campaña por la independencia de Escocia, no podían traer nada bueno.     

El segundo es la Quinta Sinfonía, en do sostenido menor, de Gustav Mahler interpretada por la Orquesta Filarmónica Checa en edición de 2004 adquirida junto al diario El País. Por qué la compré, otro misterio. Debía ser un autor de moda entre la generación pre hipster de la década anterior tan alejada de lo mainstream como lo estoy yo ahora del grunge de Seattle y alrededores. Supongo que la escucharían en su sillón orejero los domingos por la tarde, una taza de chocolate humeante en la mesita auxiliar en invierno, la camisa de franela de cuadros como la que usaba mi abuelo, con sus largas barbas ordenadas, gafas de pasta y botas de montañero encima del taburete. Alfonso Guerra dio el nombre y se agotaron las existencias en las tiendas de discos. En la portada un detalle de El beso de Klimt, el mismo pintor que hizo un friso en honor a Ludwig Van, treinta y cuatro metros de largo para inmortalizar la Novena Sinfonía, la música que compuso un sordo que creía en el futuro. La edición lleva un hermoso libreto de cincuenta hojas en el que aparece un retrato de Mahler hecho a carboncillo sepia de perfil. Pelo alborotado de músico, entradas en la frente de músico, gafas metálicas de músico y pajarita negra ensimismada. El cuarto movimiento es el Adagietto que utilizó Visconti en Muerte en Venecia, película que vi una tarde de agosto gracias a Movistar y los subtítulos. Bogarde pintarrajeado como una puta dentro de un traje blanco, sentado a pleno sol en la playa, muriendo de amor por la belleza de un atardecer y de un niño que señala el horizonte con el dedo de un Dios creador salido de un cuadro renacentista, con la mano apoyada en la cintura dando un imaginario pase de pecho desmayado al toro de la muerte. Espero el momento de escucharla completa en mi equipo estereofónico a todo trapo, otro círculo que se cierra.

El tercer ejemplar, y último, de mi menguada colección, son cuatro conciertos para violín de Johann Sebastian Bach. BWV1041, BWV1042, BWV1052 y BWV1056 según la catalogación de un musicólogo alemán que bien podría haber venido del futuro. Acabo de comprarla en la FNAC, a buen precio, y tiene una portada insulsa con el dibujo de un violín sobre fondo verde y pertenece a la colección Brilliant Classics. Confieso que en un principio me equivoqué, cogí un cd de otro Bach que no era J.S. sino algún primo lejano suyo o un cuñado arribista, dándome cuenta en la fila de la caja teniendo que retroceder sobre mis pasos y subir por la endiablada escalera de caracol enmoquetada hasta la segunda planta otra vez. Me irrita que no salga la cara de J.S. con su pelucón empolvado en talco, sus negrísimas cejas, la mirada penetrante, esos mofletes colorados tan del gusto de la época y sus labios carnosos justo encima de una barbilla que se hunde en la inevitable papada que yo también empiezo a practicar. J.S. con sus veinte hijos y su gesto de severo profesor de matemáticas. En lugar de esto, en el interior, la foto de un alemán de cráneo prodigioso y escaso pelo rubio que me mira, mezcla de insolencia y tristeza, en blanco y negro con el violín apoyado sobre sus muslos sentados a modo de enorme falo de madera y cuerda. ¿Por qué Bach? Por una cuestión de orden. Hay que empezar desde el principio, como la vez que me apasioné con la pintura y empecé estudiándola desde Altamira para llegar, desfallecido, solo hasta el gran Giotto. O la vez que quise saberlo todo sobre el cine y me puse a ver celuloide con obreros saliendo de fábricas y gente yendo a misa para acabar, otra vez desfallecido, en los brazos de Jean Vigo paseando en L’Atalante. Recuerdo ahora la tarde de minimalismo y Nyman en el Teatro Principal viendo À propos de Nice, de mi amigo Jean. Círculos concéntricos que se vuelven a cerrar en figuras cortazarianas. El hombre aprende de sus tropiezos y por eso no empezaré mi carrera musical, tentado estuve, con las primeras noticias en la Antigua Grecia sino con algo más cercano, Renacimiento o Barroco. Elegí a Bach que parece la madre del cordero. Creo que no me he equivocado. En el cd que tengo a la vista destaca el segundo movimiento de la BWV1056, un tema pop ingrávido y gentil como las pompas de jabón machadianas que debe seguir dando vueltas por la cabeza de Paul McCartney y los inventores del Donostisound.

Mi vecino de arriba es músico. Es un señor mayor, un abuelo, que debió ser director de alguna banda en tiempos y ahora se dedica a tocar por los pueblos y a dar clases en su casa a todo el que se acerca a aprender flauta, violín o incluso piano. He subido a verle y le he dicho que quiero ser pianista nada más abrirme la puerta, antes incluso de darle los buenos días. Ha sonreído y me ha hecho pasar. Su casa está llena de muebles viejos, de partituras, de fundas para instrumentos musicales, de tapetes de ganchillo que debió hacer su mujer en tardes de aburrimiento mientras él ensayaba en el local de la banda. Tiene marcos de plata sobre la mesa del salón en los que enseña fotografías descoloridas del día de su boda, del servicio militar y retratos de Mozart. Al pasar al lado de la foto del de Salzburgo me ha parecido leer algo cercano a la burla en sus ojos. Malditos genios. Sé que puedo ser pianista, entrenaré duro todos los días, quiero saber leer las notas de los grandes maestros e interpretarlas con mis manos, al ritmo que yo quiera, tantas veces como desee, una y otra vez, día y noche. Mi vecino no deja de mirarme las manos mientras le cuento todo esto, se fija en el dedo meñique de mi mano derecha, en mi desfigurado quinto dedo tras el accidente con el SEAT Córdoba verde, y va negando apesadumbrado moviendo la cabeza de derecha a izquierda y de izquierda a derecha antes de que yo me venga abajo y me eche a llorar. ¿No podré ser pianista por culpa del dedo, maestro? Mi vecino se levanta, apoya su mano en mi hombro y me invita a acompañarle. Me dirige a una de las habitaciones del fondo y señala una silla al lado del teclado cubierto por una funda de plástico. Lo levanta y ahí están, sus ochenta y ocho teclas, treinta y seis negras y cincuenta y dos blancas, con una leve capa de polvo como el resto de la casa. El maestro se sienta en la banqueta, toca unas notas, unos acordes que no identifico, será una escala para principiantes, y golpea repetidamente con su alargado dedo meñique de la mano derecha. Tiene la uña larga y un poco sucia. Pienso en Kung Fu y en el pequeño saltamontes. El músico me ha contestado sin palabras. Ese dedo monstruosamente deformado en mi mano es imprescindible para un pianista, es como el quinto dedo de la mano izquierda para escribir en un teclado, sería imposible para un escritor español no dominar la letra a, viviría en Esp_ñ_, no podría hablar de _mor, no podría escribir c_d_ m_ñ_n_. Un catalán también lo pasaría mal en mi caso alejado de la letra ç. Me ofreció enseñarme el noble arte de la flauta dulce pero antes de terminar la frase ya se había arrepentido: jamás podría tocar como Bach manda la nota do. ¿Y el violín? Para agarrar el arco no hace falta un espléndido dedo meñique. Entre sollozos he contestado que no, yo, como Concha Velasco, quiero ser artista, quiero ser pianista. He salido corriendo de la habitación pasillo arriba y he cerrado la puerta de la calle de un injusto portazo. Menos mal que no ha visto mi herida en la palma de la mano izquierda.

Mi carrera musical hundida por culpa de un higroma, arruinada como antes me pasó con el baloncesto por culpa de un maldito quiste que me hacía fallar las canastas más sencillas, recuerdo el terror al tiro libre, el sudor por todo el cuerpo cuando me dirigía a la línea siempre situada a la misma distancia, el aro, la red y yo, siempre en la misma posición, pero el miedo a fallar era insuperable, aquel aficionado gesticulando detrás del tablero, enseñándome el póster de una chica semidesnuda para desconcentrarme, aquel odioso aficionado enseñándome su culo peludo sin saber que no era necesario, mi dedo me impedía sujetar bien el balón, forzaba la postura, notaba el bulto del dedo creciendo por momentos, pujando por hacer estallar el entablillado de esparadrapo, lanzar la pelota y dar en el aro, el público que aplaudía, el aficionado del culo que ahora lo meneaba como si fuera un diapasón y yo que quería estar en algún sitio lejano, en cualquier sitio menos allí, en el Vietnam de las películas, en la hoguera de la Inquisición, en la piel de un toro en San Isidro, lanzar y volver a fallar, notar las miradas de mis compañeros buscando mis ojos que lloran otra vez, mis compañeros que ya no me palmean la mano, que no me pasan el balón porque saben que no podré sujetarlo, los contrarios que me fuerzan a ir al tiro libre las pocas veces que recibo la pelota, mi quinto dedo de la mano derecha de un jugador diestro que no puede coger un rebote sin retorcerse de dolor, que no puede botar con algo de dignidad antes de que el esférico pegue en la zapatilla y salga por la línea de fondo, que no puede entrar a canasta sin que se le resbale la bola y la entregue al contrario, el entrenador que pide el cambio y me dice, con una cara que nunca olvidaré, tenemos que hablar.  

Recuerdo el día que mi amigo Carlos me abrió la puerta a esta nueva vida. Él es aficionado a ir poniendo, casi siempre sinfonías, obras musicales en el Facebook y comentarlas como de pasada para situar a un hipotético oyente en el contexto. Yo me las saltaba siempre, ávido de leer los chistes y ver las fotos que los usuarios cuelgan en la red o de repasar la prensa nacional a ver qué maldades estaba ideando el Gobierno que, creo o al menos creía, no nos merecemos. De vez en cuando le daba un me gusta, un like dicen los practicantes de esta nueva religión, y mi conciencia quedaba tan en paz como la de la beata después de la confesión dominical. Pero un día algo cambió. Pinché en el enlace a Youtube que mi amigo había dejado y fue como si un rayo de luz entrara en el saco de harina en el que un ratón se ahogaba a la espera de ser lanzado sobre la mesa del panadero, algo así. No recuerdo qué obra era, sería fácil retroceder en su muro y buscarla pero no quiero, la que cambió mi vida. Pensé en todo el tiempo que había desperdiciado, en las horas de concierto en concierto con vatios, sudor y humo, en las veces que estuve a punto de entrar en este mundo de marfil en el que unos elegidos se resguardan del mal y de la carne, en las ocasiones que me asomé al abismo y la pereza y el miedo me hicieron retroceder. Años perdidos que no volverán. Ahora quiero coger de la mano a Amadeus, pobre niño prodigio siempre viajando como un mono de feria, con su cuerpecito molido tirado en una cama, siempre demasiado blanda, que cierra los ojos y solo ve pentagramas, en el pobre Mozart de humor extrañamente cambiante, que consiguió con el tiempo reunir una fortuna y la dilapidó en mujeres y  juego, el genio en zapatillas con un enorme dolor de cabeza y una fulana dormida en su pecho. Veo a Johann Sebastian viajando a pie por los caminos polvorientos de ciudad en ciudad, tan luterano, tan amador con su excelente semen que llenó el mundo de Bachitos que terminaban muriéndose demasiado pronto, como su primera mujer, como sus padres que lo dejaron huérfano a merced de clérigos y príncipes relamidos que le pedían obras para mayor gloria de Dios sin darse cuenta de la redundancia. Pasea por Eisenach siempre nevado y entrena sus dedos en un órgano que sonaba a gruta helada. Y qué decir de Ludwig Van, tan alemán, tan sordo como un pintor aragonés, el que decidió hacer la música que quería llevándole a la ruina, el que coincidió con Mozart en un elegante salón al que miró con admiración, los rizos de ambos para la posteridad en cajitas de nácar para estudiar el ADN en laboratorios americanos, un Beethoven que bebía y se lavaba poco, malhumorado, escribiendo a la luz de las velas con caligrafía endiablada, para tormento de sus copistas, las notas que oía en su cabeza y que siempre se salían del pentagrama. Amadeus morirá tan joven, envidiado, quién sabe si envenenado, recibiendo la visita de algo parecido a la muerte que le encargó un réquiem para sí mismo, sudando en la cama por la fiebre, demacrado, a punto de perder la cabeza anticipando la sección de su cráneo. Ludvig Van en su máscara mortuoria que alguien le hizo en el lecho final, vagando por las calles y durmiendo en calabozos, el silencio absoluto que sintió como una inmensa nevada sobre una catedral, y luego nada. Bach trabaja a destajo, composiciones para la misa del domingo, en su diminuto despacho en Leipzig, atendiendo a sus alumnos ruidosos y a sus decenas de hijos que no paran de llorar. Un coro de voces que no servían y unos músicos primerizos para interpretar las obras en partituras copiadas a toda velocidad. Un ensayo. El estreno en la iglesia justo en el momento en el que las damas entran a ocupar su lugar preferente, cerca del altar, los hombres en las galerías superiores de las naves laterales, el pueblo al fondo mientras los perros entran, los jóvenes se lanzan miradas y el ruido flota como humo por toda la nave central sobre la que llueve la música proveniente de las alturas, de los pies del templo en el que un órgano anticipa el paraíso y el infierno ante el enfado de los predicadores a los que nadie hace caso.

En los bajos de mi casa había una tienda de música. Cerró antes del verano y yo nunca entré en ella. A veces miraba el interior lleno de pianos de cola, de instrumentos de viento, de violines, de guitarras... pero nunca entraba. Saludaba al dueño, ahora sé que era un empleado, cuando éste salía a fumar un cigarro y me lo encontraba camino del portal. Buenos días. Buenos días. Nada más. Echo de menos los ratos que no pasé junto a él, un tipo pequeño, mediana edad, cabeza grande y cuello ausente. Le recuerdo con gafas redondas y unos kilos de más producto de las largas horas escuchando toda la música que le faltaba por escuchar antes de morir. Hubiéramos sido buenos amigos. Él me habría contado los secretos de los compositores, el precio de los instrumentos, me  enseñaría el autógrafo que un día le firmó Krauss a la salida del Auditorio, cuando ya estaba un poco malito y sus azules ojos se tornaban de un color más oscuro, me habría dejado probar el piano de cola, coger entre mis manos el saxofón, tocar un rato la batería para hacer el tonto y, si estaba de buen humor, notar el peso de un violín que casi se me caería al suelo por la emoción y mi torpeza, tantas cosas, habría cerrado la puerta un poco antes de la hora y me pondría en el ordenador, en el que pasaba los tiempos muertos jugando al solitario, fragmentos de sus piezas favoritas, entornando los ojos y sonriendo del modo que sonríen los melómanos, como si una pluma de ganso les acariciara la planta del pie tumbados en la hierba mojada de verano, al tiempo que movería su dedo índice dirigiendo una invisible orquesta, que yo no dejaría de buscar por todo el local, hasta el momento en que abriría sus vulgares ojos marrones y me miraría queriendo decir ves, ahora, es ahora lo que te estaba explicando, ¿lo entiendes? ¿lo sientes? Y yo mentiría y le diría que sí.

En la consulta del traumatólogo he sentido un poco de vértigo. Intentaba concentrarme en las chicas desnudas del Interviú, haciendo como que leía un artículo sobre la vida sexual de la Duquesa de Alba, pero no podía dejar de sudar. El paciente de enfrente, siempre hay un paciente situado enfrente en las consultas privadas de los médicos, no dejaba de clavarme los ojos cuando los levantaba de su iPhone 6 ó 7 en el que yo imaginaba que estaba contando por WhatsApp lo raro que era el tío que estaba esperando junto a él, en aquella escueta habitación, escuchar su nombre y apellidos en la voz de la enfermera rusa con cofia del Dr. Ternilla, eminente especialista en cirugía y ortopedia de la mano al que, las malas lenguas decían, habían privado en más de una ocasión de recibir el Nóbel por su mal disimulada afición al vodka. Creí que aquel individuo me había hecho una foto para colgarla en la red y, cuando iba a levantarme para arrebatarle el teléfono y lanzarlo al patio de luces, la dulce enfermera rusa pronunció, en un español bastante deficiente, mi nombre y dos apellidos. Sonreí, me levanté y salí de allí sin dar la espalda al maldito paciente. En el hilo musical sonaba la última ópera de Luis Cobos y aquello había terminado de desquiciar mi inestable equilibrio emocional de los últimos días. Seguí a lo largo de un pasillo, lamentablemente corto, las rotundas, bamboleantes y cirílicas nalgas de la presunta enfermera eslava hasta que me cedió la entrada en el despacho del eminente Dr. Ternilla. Éste se levantó de su hipocrático sillón de piel y me tendió una perfecta mano bronceada que a punto estuvo de retirar al observar la deformidad de mi dedo meñique. Fue muy profesional al estrechármela aguantando su deseo inicial, los grandes médicos son así, exquisitos en el trato y excesivos en sus facturas. Me invitó a tomar asiento, a lo que accedí un poco mareado por el olor a tabaco del bueno y a alguna colonia de fuerte contenido alcohólico que reinaba en la habitación. Le conté mi problema, aunque él ya lo había adivinado, y fue tomando notas sin mirarme a la cara, hechizado por el bulto de mi falange y el reto que suponía para la ciencia médica contemporánea. Cuando terminé me dijo que no llorara más, que todo tenía arreglo en esta vida -qué guapo era el doctor y qué sonrisa tan bonita tenía- salvo alguna cosilla que solo estaba en la mano de Dios. Reí el chiste futbolístico-traumatológico. Definitivamente, me caía bien aquel tipo, y por eso le dije que ponía mi futuro profesional en sus manos. Me eché a reír pero él no debió comprender la broma porque simplemente se puso a buscar una fecha libre en su agenda electrónica y a escribir, con su hermosa pluma negra de estrella blanca en la caperuza, las indicaciones preoperatorias.

He subido corriendo las escaleras, de dos en dos, hasta el piso séptimo en el que vive mi vecino músico, he dado porrazos en su puerta y me he dejado el dedo índice de la mano derecha rojo como el culo de un mandril en celo, a la vez que escuchaba las notas de un alumno que estudiaba clarinete en el interior y la melodía de Vivaldi asociada al timbre, tocando el interruptor de la entrada del séptimo izquierda. Exéresis del ganglión con cirugía abierta, descartada la opción artroscópica por el tamaño, y toilette reparadora de la articulación. Mi vecino ha salido alarmado, me ha pedido que me calmara y ante la excitación de mi estado ha dado por concluida la clase de su alumna, una joven rubia de amplias caderas que se parecía a Scarlett Johansson que al pasar a mi lado, mientras yo le miraba el turbador encuentro de sus pechos, me ha mirado con la compasión de quien mira a un enfermo mental. Podría valer la anestesia local pero según la intranquilidad del enfermo se valoraría hacerla con general, cuarenta y cinco minutos si no hay complicaciones, y alrededor de diez o doce puntos de sutura. Me ha pasado al salón en penumbra y me ha ofrecido una agua tónica y una bandejita de polvorones castellanos. Le he pedido que me hiciera hueco para dentro de un mes, le he dicho que volvería con un quinto dedo del que se sentiría orgulloso y no con esta monstruosidad que ahora me tapaba con un aparatoso vendaje para alejarlo de la curiosidad de mis conciudadanos y de los manillares de sus bicicletas, que fuera engrasando el piano, que me prestara algunos libros para ir aprendiendo la teoría y que me dijera en cuánto tiempo podría dar mi primer concierto. Él me ha sonreído, siempre sonríe porque está un poco sordo, y con su fuerte acento aragonés me ha dicho que todo a su tiempo, que ahora debía descansar, ponerme en manos de los galenos, ha usado esta palabra, y que me fuera tomando infusiones de valeriana que eran buenísimas para ordenar el talento creativo de los jóvenes aspirantes a músicos de orquesta sinfónica. Antes de despedirme le he besado en los dos carrillos, agarrándoselos fuertemente como hacen las abuelas con el primero de sus nietos. Me ha pedido que no subiera, de momento, por su casa. Tenía que planificar la estrategia y me ha dicho algo sobre un viaje a Centroeuropa que no he logrado entender por el ruido que hacía al sorberme los mocos. Si fuera preciso utilizaríamos factores de crecimiento para regenerar el cartílago y, aproximadamente, con quince o veinte sesiones de rehabilitación en mes o mes y medio tendría un quinto dedo de la mano derecha digno de un catálogo de vendedores de sortijas a domicilio.

El gran día ha llegado. Huelo el desinfectante esparcido generosamente por las estancias del hospital al tiempo que voy tumbado en la camilla empujado por un celador que ha tapado, como si fuera el cadáver de un recién nacido deforme, mi mano derecha. Me dijeron que podría volver a jugar al baloncesto ahora que la selección anda buscando sangre fresca, como Lugosi dentro de su acolchado ataúd en su casita con jardín de Los Ángeles, para el próximo europeo clasificatorio para los Juegos Olímpicos de Río y sus mulatas. Estoy nervioso y algo preocupado. A mi cabeza no viene ninguna melodía de música culta, intento hacer tiempo pensando en atardeceres de fotografía y solo escucho estribillos pop, riffs de guitarras heavys, bases rítmicas de la música que yo siempre amé, alguna variación instrumental de banda sonora, las notas encadenadas de una trompeta en los labios a punto de explotar de un negro. Sin noticias de Bach, ni siquiera de Luis Cobos. En el quirófano están todos esperando con sus batas verdes y sus máscaras. No distingo sus caras. Me sorprende ver allí a la presunta enfermera rusa del Dr. Ternilla a la que reconozco por el balanceo inolvidable de sus caderas. Intento levantarme de la camilla. Me dicen que tranquilo, que preparen sedación general, me agarran en brazo, que cuente hacia atrás, diez, me pinchan y noto cómo un líquido pegajoso y azul entra por mis venas. Nueve. Tengo frío y sueño. Creo que he gritado que no quiero morir, que no quiero operarme. Ocho. Ellos no me han oído o simulan que no me han oído, a lo mejor no ha salido ningún sonido de mi garganta, siete, y todo está en mi cabeza, como las canciones de los Pixies que oigo con nitidez, como la voz, seis, aspirada de J cantando a dúo con Antonio Luque, el piano de Iván Ferreiro, el bajo martilleante de Lagartija Nick. Cinco. No quiero ser pianista, ni siquiera entrenar a baloncesto. Todo ha sido un error, un maldito error, otra equivocación en mi vida, quiero mi dedo, cuatro, tal y como está, me dejé llevar por la pasión y la Belleza, nunca aprenderé, como la vez que quise ser pintor y me fui hasta Altamira a fotografiar la cueva, no me dejaron. Tres. No quiero morir, todo se he vuelto oscuro, escucho el tintineo del bisturí como los cubitos de hielo en un vaso alto lleno de la ginebra que me bebía en los conciertos moviendo la cabeza de arriba abajo, de arriba abajo, dos. No puedo moverme, no siento nada. Veo al soldado de la Primera Guerra Mundial que voló por los aires por culpa de una mina en una película de Dalton Trumbo que me recomendó mi amigo Alfredo. Uno. Kurt Cobain y Germán Coppini me dicen que no tenga miedo. Al fin descanso.