lunes, 9 de septiembre de 2013

A RELAXING CUP OF CAFÉ CON LECHE (20PESADILLA20)

El cuento que aparece a continuación fue vomitado en facebook durante los dos días que siguieron a la eliminación de la candidatura española para los Juegos Olímpicos de 2020. Fue divertido trabajar en directo, sin red, con las ventajas e inconvenientes que ello supone. Está hecho a golpe de sístole y diástole, sin rectificaciones y sobre la marcha. Supongo que se nota. Me he reído mucho imaginando y escribiendo. Si ustedes lo pasan la mitad de bien... objetivo cumplido. Muchas gracias a Ana Botella, musa indispensable, lo más grande de este país desde lo de la abuela pintora de Borja. 

He dormido fatal esta noche. Constantemente se me aparecía en sueños Dª Ana Botella ¿Botella? Estaba despeinada y sonreía todo el rato. No sé qué me decía de un 2020, alguien que quería jugar. A lo mejor es que me hablaba en inglés y yo no lo entiendo muy bien, aunque la verdad es que no pronunciaba demasiado allá. Reía pero se le veía triste. Me hablaba de su marido, de su hija, de su yerno, de los amigos de su yerno y no sé qué de un pelotazo. Estaba desnuda y se envolvía en la bandera de España, en la roja-amarilla-roja. También salía, en mi sueño lleno de aparecidos, uno alto con barba y otro no tan alto con barba también. Estaban tristes. El más alto con barba me decía algo sobre un reino que nunca tendrá. Al menos alto con barba no logré entenderle nada. Seseaba y decía banalidades. Creo que hablaba en inglés. 
Me he despertado sudando, tiritando, muerto de miedo. Me han dicho que seguirían en mis sueños hasta que nos dieran no sé qué... Me hablaban del 2024, el 2032 o el 2158 (Ya estaré muerto entonces. Que se jodan. A los muertos no hay huevos de aparecérseles en sueños).

Acabo de tener una visión. No sé si ha sido una aparición o un retazo de la pesadilla de esta noche que vuelve a por mí. Creo que va a quedarse conmigo durante un buen tiempo. He visto a Dª Ana Botella ¿Botella? que seguía con la dentadura petrificada. Se me han quedado los pelos como a ella, parezco una menina como dice Patricia Esteban. Soy bastante asustadizo, me cago con los programas del Iker Jiménez, y no tengo estómago para estos trances. Me sigue hablando en inglés, está empeñada, y dice algo de un café con leche en la Plaza Mayor. Su marido está muy triste, tanto entrenar para nada, no sabe qué va a hacer ahora con esos abdominales. Me dice que le hacía ilusión ir a ver los Juegos en limusina, que lo de Tokio le pilla muy lejos y le va salir por una pasta lo del avión. Era casi tan chulo como casar a tu vivo retrato sin bigote en el Escorial con ese montón de amiguitos del alma. Eso sí, me cuenta que el que está peor de todos, le han tenido que dar una caja entera de biodramina mezclada con vodka, es el de la barba, el que era el más alto. Aparte de no tener su reino de cuento dice que la princesa ya no le quiere, que se ha puesto un culo nuevo en Suiza y aún no se lo ha enseñado. Y que papá andará, es un decir, muy disgustado. Ni habrá tenido ganas de decirle guarradas al oído a esa princesa tan guapa que viene tanto por casa cuando no está mamá. Fin de la visión.

El del medio de Los Chichos también se me apareció en el sueño pero le dije que era en la cabeza de mi vecina del octavo, la morenaza que un día me encontré en el ascensor y que me dijo que estudiaba lenguas muertas. Recé al Dios del catecismo para que nos quedáramos colgados, ella tuviera miedo, me abrazara y yo pudiera sentir sus duros pechos de mármol como el de las diosas semidesnudas que ponen posturitas en el Partenón. No me hizo caso. O es que no cree en mí o es que estaba hablando por el móvil con Vilas que últimamente no le deja ni a sol ni sombra. Solo me faltaba el de Los Chichos tocando rumbas, como si fuéramos pocos. Por lo menos Ana Botella ¿Botella? se había ido al baño a retocarse el peinado y había algo más de sitio. Tuve que consolar al de la barba, al más alto, que no dejaba de llorar, yo creo que por lo de la princesa. Le confesé que a mí también me gustaba en el telediario de Urdaci, aquel pequeñajo con mala leche que decía C-C-O-O. Me miró sorprendido. Yo también le pedí a mi padre que llamara a la tele para ver si quería salir conmigo. Mi padre me dijo que no tenía el teléfono y que qué les iba a contar. El padre del de la barba, el más alto, le dijo que claro, que ahora mismo se la hacía traer a Palacio. Creo que ahí se enamoraron y a mí me dejó tirado. Todavía hay clases, me dijo, y que lo del barbudo despeinado que enseñaban en la escuela era una milonga. Por fastidiarle le he dicho que ahora no me pone tanto. Me gustaba más gordita y sin tanta cirugía. No me mola ni la nariz, ni los pómulos, ni siquiera su hoyuelo en el mentón que más se parecía a la punta del glande de un judío en Varsovia que a otra cosa. Me ha dicho que te follen y se ha ido a por más vodka.

Ana Botella ¿Botella? volvió del baño, el peinado seguía más o menos igual pero se había puesto más colorete en las mejillas. Parecía una cabaretera de gira por casinos de pueblo pero no se lo dije. Lo estaba pasando mal. Seguía empeñada en hablarme en inglés. Afortunadamente esto es como todo, con un poco de tiempo, si vocalizan y te lo dicen despacito, vas entendiéndolo casi por completo. Ya comprendía café con leche, plaza mayor, sol y toros. Y juraría que algo había dicho de una pandereta. Sentí pena por su marido, por su hija, por sus bigotes, por el yerno y sus otros seis o siete hijos. No andaba lejos un alcalde de Barcelona con el pelo blanco y los ojillos medio cerrados que ya no recuerda que un día ganó una votación parecida a la de ayer. Preguntó por tanto alboroto y algo de lo que iba yo pillando de semejante jaleo le conté. Que si le hubieran llamado a él... otro pelo nos luciría, murmuró bajito. Éste me hablaba en catalán pero podía hablar con él con bastante fluidez. Es que es una lengua romance, me dirá un día la vecina del octavo que estudia lenguas muertas y supongo que vivas también. Pascual, Pasqual, anda a descansar un poco y no líes más la cosa, le dije con cariño y una palmadica en las espalda. Los del Barça somos así. Ana Botella ¿Botella? se ha ido a chivar de lo que pasa a uno pequeñico con gafas que parece que manda. Lleva una chaqueta azul, una corbata roja y el inevitable pin en la solapa. Interrumpe su discurso sobre victorias, esfuerzos, proyectos, marcas y qué felices seremos, hace un puchero y dice que se lo va a contar todo a los deportistas que abarrotaban el boeing 747 Madrid-Buenos Aires. Me encojo de hombros y pienso en las esculturas griegas.

Los deportistas de la delegación me rodean. Encabeza el grupo uno muy alto con barba, mucho más alto que el otro alto con barba y que el de la barba menos alto que el otro más alto de la barba y que seseaba un poco. Lleva una chaqueta azul, una corbata roja y un pin muy chulo que en su solapón parece la cagada de una mosca en el mantel de un bar de barrio de menú diario. Una nadadora de ojos azules que parece alemana me enseña sus dos medallas de oro colgadas al cuello y yo no dejo de admirar su pecho olímpico. La que lleva la voz cantante, porque me están gritando todos en un coro poco amigable, es una canijilla que hace vela, windsurf o algo así. Me chillan pero no les entiendo, me deben hablar en español y yo ya me he acostumbrado al inglés. Miro a Dª Ana Botella ¿Botella? y ella me va traduciendo. Se lo agradezco con un disimulado pellizco en el culete. La velista, o se dirá velera, me dice que si me parece bonito reírme de su labor, que se ha tenido que trabajar a los 94 miembros del COI, me traducen como CIO, o a los miembros de 94 COIS o no sé muy bien qué me cuenta. Es un lío no tener unos casquitos con traducción simultánea. Cuando voy a decir que yo no me río de nadie, que no entiendo a que se debe este alboroto en mi cabeza, les recuerdo que están en mi cabeza sin mi permiso, me interrumpen y me hacen poner de rodillas con dos tomazos de la biografía del Barón de Coubertain en cada mano. Me explican que han madrugado un montón para venir hasta Buenos Aires, de qué me están hablando si yo vivo en Zaragoza, y que en el avión se han acabado las botellitas de alcohol a medio vuelo y que el sandwich de ternera búlgara estaba asqueroso. De verdad que lo siento. A mí lo que me mata las tripas son los bocadillos de salchichas picantes. Cuando llega el alto de la barba pero no tan alto como el marido de la princesa y mucho menos que el deportista de la barba que por lo menos mide tres metros, se hace el silencio.

España es un gran país. Un país muy bonito. Con gente muy amable y guapa. Tenemos sol y playa. Y gente amable. Porque España es un gran país que tiene una bonita bandera:roja-amarilla-roja. A mí me gusta España. Y a todos los que nos visitan porque somos un gran país. Lo demás no me consta. Si nos eligen a nosotros no se equivocarán. Si eligen a los chinos, ustedes sabrán. Ellos son más grandes pero solo en terreno. Lo malo es que tienen menos playa y la gente es más fea. En sus manos me encomiendo. Y tal. Este es el resumen del discurso que me lanzó el señor de la barba alto pero menos que el otro que era más alto y menos que el más alto que también llevaba barba que llegó más tarde. Yo solo escuché lo de "España es un gran país". De rodillas y con los brazos en cruz, me hipnotizó con su lengua viva, envidia de mi vecina del octavo, y con sus guiños del ojo derecho, claro. Lo que transcribo es gracias a lo que luego me tradujo Dª Ana Botella ¿Botella? y que me contó en un aparte mientras se retocaba el peinado y decía que qué pena, que qué injusticia y que los miembros del CIO estaban dopados. El señor de la barba que hablaba bonito, el mediano de estatura, seguía soltando su discurso a quien lo quisiera escuchar. Antes de olvidarse de mí me reprendió por haberme olvidado de la medalla de oro que ganamos en ciclismo sobre aceras paseando perro con cara de mala hostia a la vez. Le trasladé mi admiración por dicha modalidad deportiva y le dije que sobre todo admiraba a los que además hablaban por el móvil al mismo tiempo. Deberían darles un ministerio de economía más merecidamente que a otros uno de educación sin haberla conocido y a otras uno de empleo sin haber tenido uno en la vida. No me toques los cojones, niño, me dijo. Y se fue a predicar en el desierto.

Me contaron que en el avión se montó un pollo cuando el señor de la barba que hablaba bonito, el que era el más pequeño y no el mediano como me pareció cuando me habló estando yo de rodillas, se empeñó en fumarse un puro tumbado a la bartola en bussines class. Los guardaespaldas tuvieron que convencer a la azafata recordándole el montón de parados que había ahí abajo. Como el caviar que le sirvieron le resultaba algo pastoso y el vodka dijo que sabía a pipí de monja, se empeñó en pedir una pizza familiar con doble de pepperoni y que le subieran unas botellitas de albariño en el Air Force One. Dijo que conocía al puto amo de los USA y que si no te valía para esto el haber llegado tan alto, para que te iba a valer. El otro de la barba que era más alto que éste que era más bajo pero hablaba muy bien intentaba dormir en su butaca de oro. Bajo su antifaz se acordaba de los consejos de su padre que andaba, es un decir, algo cascado y en todo el amor que había en sus ojos cuando le dijo: y no la vayas a cagar ahora que te corto los huevos, con su habitual campechanía y el gracejo de los de su estirpe. Este chaval andaba triste, la princesa acudiría directamente desde Ginebra, Suiza, porque le habían obligado al grito de no te vamos a ingresar la nómina, y él la echaba mucho de menos. Cómo sería su nuevo culo. Los dedos se le hacían agua pensando en eso aunque temía que la rechazaran en la frontera al no coincidir el careto del pasaporte con la nueva cara que acababa de terminar de ponerse. Envidiaba a su padre, tan ricamente en Palacio, con su amiga la princesa alemana tan guapa, a la que no se acostumbraba a llamar mamá pero que seguro acabaría queriendo. Su madre de verdad andaba de rebajas en Londres y ni en las felicitaciones de Navidad se quería poner para la foto. Ha venido con su tía, me explicaba Dª Ana Botella ¿Botella? que ya me sonreía y me hacía ojitos, una vieja de pelo blanco y cara de estar colgada en El Prado, el museo, tú sabes. El Patriarca la ha mandado a vigilar y pa que no la cague, me dijo con su acento de Oxford que tanto estaba empezando a gustarme.

El avión no dejaba de moverse. Los atletas andaban en la clase turista haciendo la conga y tirándose gusanitos de un asiento a otro. El de la barba, el que era el más alto de todos, tanto que tuvieron que sentarlo en el suelo para que no se diera con el techo, no fallaba ni una en el lanzamiento de palomita salada al escote de la azafata maciza. Las de bussiness estaban más buenas pero eran más ariscas, las guapas ya se sabe. La nadadora con pinta de alemana entraba y salía del baño para mojarse la cara pues no estaba acostumbrada a estar tanto tiempo seca y no dejaba de molestar a uno que corría 1500 metros en su juventud. Tenía cara de pueblo, regordeta y colorada, y de no entender nada aunque se lo subtitularan. El comandante del avión dijo por megafonía que se bajaran del escenario pero ni por ésas. Ellos a lo suyo. Había una actriz rubia recién embarazada, antes de subir al avión, que nadie sabía muy bien qué pintaba pero que adornaba mucho. Y una chica de color negro que juraba que era atleta pero nadie pudo averiguar si era cierto. El resto de los seiscientos pasajeros eran figurantes y miembros de los más variados comités de siglas dificilísimas. El fiestón era de aúpa y se acordaban mucho de lo graciosos que eran el tenista con problemas en el calzoncillo y el de la Fórmula 1 que tenía aquel cuello tan gordo. No habían podido venir porque les tocaba currar. Una putada. Al fondo, en una esquina, los periodistas de la tele que no dejaban de hacer fotos y cantar oé oé oé. Qué tristes se quedaron al día siguiente. Yo no lo entiendo. Mola más irte a Japón que tener que volver a casa a cenar después de narrar el tiro con arco. El más apenado era uno que presentaba telediarios y lo hacía tan mal que lo pasaron a deportes otra vez. No sabía leer lo que le dictaban. Una pena. Cuando Dª Ana Botella ¿Botella? dijo que por las ventanillas de la derecha se veía la muralla china, o algo parecido, el boeing 747 casi se da la vuelta como un escarabajo pelotero.

Otra vez he dormido fatal. Bueno, no os mentiré, he intentado no dormir para ver si la pesadilla desaparecía de mi cabeza. Estoy agotado.Pero es difícil no dormir aunque solo sea un momento. Y entonces allí estaban ellos. El tiempo onírico es distinto al del ordenador y el café con magdalenas. Cerraba los ojos cinco minutos y vivía un infierno de horas. He visto a un tipo de largas barbas blancas y gafas redondas. Me ha dicho que él tampoco podía dormir el sueño de los justos. Los japoneses habían organizado tanto alboroto, en el cementerio que visitaban para hacer fotos, que se había removido de su tumba. Se llama Valle-Inclán y juraba que ni en los mejores momentos de Max Estrella y Don Latino había visto tanto esperpento. También había un tipo apocado, gris, bastante tímido. Decía que era Don Anónimo, autor del Lazarillo de Tormes, y que salía de la fosa común a ver qué pasaba. Jamás en su corta vida conoció tanto pícaro junto. Le he dicho que no me creía que hubiera escrito la novela y se ha ido llorando, que siempre le pasaba lo mismo. Hasta el mismísimo Francisco de Goya ha salido de su panteón, y mira que está sordo como una tapia, con una camiseta negra estampada con uno de sus Disparates, cagándose en Dios que ni en el más allá puede estar uno alejado de los imbéciles. Esto ya me supera. Me despertaba, tomaba café, leía la obra completa que tanto me gusta de un amigo de Tellerda para seguir con los ojos abiertos y plof. Allí estaba un compañero de trabajo, rubio y fuerte como un estibador soviético, que me decía que no creyera al segundo más alto de la barba que se había ligado a la presentadora-princesa. La lucha de clases existe, el materialismo histórico, la dialéctica hegeliana. EL gordo de melenas y barba cana se sentía ofendido por el real barbudo moderno y estaba de camino desde su cementerio londinense para decirle cuatro cosas al gazmoño y su papá. Tardaría un poco pues había atasco en Dover. El del medio de los Chichos empeñado en tocarme una rumbita. He gritado que era en el octavo, que eligiera su agujero favorito y se colara en la morenaza de las tetas de mármol. Y Francis Matthews no dejaba de llorar cada vez que abría la boca Dª Ana Botella ¿Botella?

Relaxing cup of café con leche, repetía una y otra vez Dª Ana Botella ¿Botella? cuando aquel tipo dijo algo sobre Tokio. Un futbolista muy famoso, mientras tanto, comía sushi con una novia muy guapa que tiene, no tanto como la vecina del octavo pero no está mal, y se hacía fotos para que todos vieran que se puede ser de Madrid y tener amiguicos nipones. Y es que el de barba menos alto que hablaba tan bonito se enfadó mucho y quería declarar la guerra a China. Relaxing cup of café con leche. El pequeño de gafas que parecía que mandaba mucho y que tenía una bonita chaqueta azul y una corbata roja muy chula se quería morir. ¿Qué hago ahora con todo este circo? El de barba alto, pero no tanto como el otro de barba que era más alto que ninguno y viajaba en el suelo del avión y le habían tenido que poner dos sillas para que largara su parlamento bien sentado, se sintió liberado y miró a la presentadora-princesa con infinito amor al tiempo que su tía, recién sacada del museo de cera, pensaba en su hermano que no andaba, es un decir, muy flamenco, y en esa princesa alemana tan guapa que se había mudado a Palacio porque aquél, el padre del enamorado de la del culo suizo postizo amenazó con dejar de respirar hasta que no le concedieran su capricho. Relaxing cup of café con leche. Su hijo se acordaba de su cuñado, de lo bien que hubiera quedado desfilando por ahí a los acordes del himno nacional y que por su mala cabeza le había tenido que borrar del facebook. ¿Qué hora será en Suiza? ¿Vivirá ojitos azules cerca de la clínica en la que ponen culos a lo Shakira? Una nube cruzó su regia frente. La velera o velista apoyaba su cabeza en el hombro de una esquiadora morena que se deslizaba por los Alpes suizos que era un primor. Un día se rompió una rodilla y le salió culo sin necesidad de cirugías. Hemos perdido pero nos hemos divertido, alabí, alabá, alabimbombán. No me lo explico, no me lo explico, aydonunderstán, tanto frotar los 94 miembros del COI, del CIO o como se diga...para nada. Lo peor vino cuando llegó el fax con el membrete de una corona: se suspende la cena de gala y todos a la cama a dormir, sin postre. Firmado: una princesa alemana muy guapa. Relaxing cup of café con leche.

Los deportistas y el resto de la delegación española duermen en el avión de regreso. Están cansados pero contentos, exhaustos pero una sonrisa se dibuja en su rostros. A veces se gana y a veces se pierde, había sentenciado el de la barba que era alto pero resultó ser el menos alto de todos los que llevaban barba en el Hilton y alrededores. Afortunadamente parece que le han quitado la idea de bombardear China y se entretiene haciendo volutas con su enorme puro habano opositor. Cuando anunciaron la derrota, medalla de bronce, y les dejaron sin postre, nadie quiso subir a sus habitaciones. Invadieron Puerto Madero, una zona muy chic de Buenos Aires, y empezaron a pedir relaxing vodka con naranja, relaxing vodka con limón, relaxing vodka con vodka. Las penas con relaxing son menos penas. Bebían y bailaban, bebían y se tocaban, bebían y bebían. Entonces sucedió. Al de barba que era el más alto de todos, y cuya cabeza veían como un faro en la niebla desde cualquier punto de la fiesta, le dijeron que bailara el limbo. Se descojonaban pensando en su corpachón doblado hacia atrás para pasar por debajo del listón. Pero tuvo una idea mejor: él haría de listón. Se sacó su enorme miembro erecto y gritó con atronadora voz que ya podían empezar a pasar por debajo de su pirulo. Y así lo hicieron. Uno tras otro todos fueron rindiendo homenaje al mástil horizontal, envidiado y deseado a partes iguales. Vodka a vodka la ropa iba cayendo al suelo y aquellos jóvenes de cuerpos tersos y corazones resistentes dieron una lección olímpica al mundo entero. Juraría que Dª Ana Botella ¿Botella? dijo lo que yo entendí. Se quitó la bandera de España, roja-amarilla-roja, que no había abandonado en todo el día y se quedó vestida nada más que con un bonito collar de perlas, parecido al de mi perro Toby, y dos gotitas de Chanel number five. Quiero practicar sexo anal contigo, entendí. La miré, incrédulo y admirado por la tersura de sus pechos, y le pedí que pensara en su marido, en su hija, en los bigotes, en su yerno, en el arzobispo de Cuenca. Dijo que el anal si era con amor no era pecado y que además no había que utilizar los prohibidísimos anticonceptivos. No me dio tiempo a decirle que me acababan de hacer la vasectomía, no sabía cómo se decía en inglés. Nunca olvidaré los glúteos de aquellas chicas ni las manos de sus cirujanos. Chicos y chicas de todos los colores y estaturas, depilados y sin depilar, de clases e ideologías variopintas unidos para formar los aros olímpicos. Me emociona recordar el ejemplo que estaban dando al mundo entero que no nos supo entender. Se han acabado las gomas, gritaban los maratonianos. Conocidos son estos problemas que siempre suceden en las villas olímpicas. Making anal sex, relaxing anal sex, recomendaba nuestra musa con formidable acento del Soho londinense. No se vayan a condenar. Me desperté mojado y apareció un abuelo con boina.

El abuelo se apoyaba en la barra de un bar, bebía un chato de vino y fumaba celtas cortos sin boquilla. Ya no quedan hombres como los de antes. Llevaba una boina igualita a la del mío, la misma boina que yo llevaré un día para que no se me enfríe la cabeza. Estoy deseando que se me caiga el pelo. Me mira y me dice muy serio que si nos hemos vuelto todos locos o qué. Me encojo de hombros. ¡España no tiene el coño para ruidos, joder! ¿No tenéis nada mejor en que gastar el dinero, idiotas? Yo le digo que es una inversión, que ya salimos del túnel, lo de los brotes verdes, que la prima de riesgo... No has aprendido nada por mucha universidad que hayas pisado, me dice negando con la cabeza. Se parece un poco a mi abuelo, le pregunto que qué tal le va. Me dice que bien, que en el cielo ven todo el día partidos de la NBA en el que sale el negro ese pelao tan bueno, el 23 rojo. Empiezo a dudar que sea mi abuelo, no le imagino en el cielo, no era ni de santos ni de vírgenes. Me dice que aún se oyen las risas por todo el Paraíso después de los discursos de los politicastros, del principito y toda la camarilla. ¿A dónde vais con esa gentucha, hijo? ¿No os dais cuenta que jamás ganaréis nada con ellos? Le digo que no se ría de la delegación que fijo acaban todos en el cielo, quiera Dios que dentro de muchos años, con él. Se ríe y me suelta un ¡los cojones! que aún me retumba en mi cabeza hueca. Son un esperpento, unos espantapájaros, imposible que entren en el Reino de los Cielos. Me habla de una aguja y un camello. Luego le oigo algo sobre un gobierno honrado, una república justa y gentes de bien. El viejo chochea. ¿Quieres algo más, abuelo? Me divertía más con los ojetes de los olimpistas... Abro los ojos y ya no está allí. Ya no queda nadie. No voy a volver a dormirme, y si queréis un consejo, si yo fuera vosotros tampoco volvería a hacerlo. En Hollywood hay películas que lo explican. No recuerdo cómo acababan, qué hacía el bueno, o sea yo, para derrotar a los malos. Por eso voy a dejarlo aquí, estoy cansado para seguir escribiendo. Nunca más cerraré los ojos, no soportaría más lecciones de inglés. Por cierto, el sexo anal es cojonudo. Os lo recomiendo.


martes, 3 de septiembre de 2013

SOLEIL LEVANT



Los mendigos de París son los mejores mendigos del mundo. Están en las calles como esculturas humanas, los clochards son el contrapunto exacto a tanta belleza, personajes literarios que arrastran enormes carros de la compra, que se visten con montones de ropas harapientas, que llevan su soledad con dignidad aristocrática en sus caras cuarteadas por el frío y el sol, como el campo que ve pasar las cosechas y las estaciones que tampoco esta vez les dejarán nada. Piden resignados, casi por obligación, en un perfecto francés escrito en un cartón, al tiempo que leen un libro o escuchan una música invisible. Y es que una ciudad así exige unos mendigos que sepan estar a la altura, el Sena y sus múltiples puentes son el lugar idóneo para vivir y crear una pequeña ciudad infrahumana. Allí eructan vinazo en tetra brik  y se rascan el culo a su antojo. No tiene que ser fácil ser pobre en París donde todo es tan caro hasta para un bolsillo de un ciudadano medio. Ellos se saben admirados y respetados, que cumplen una función turística y social, y por eso desprecian a las hordas de pedigüeños del Este que pelean en cualquier lugar para conseguir un buen sitio donde dar pena a los visitantes, a las mujeres renegridas de inevitable pañuelo en la cabeza que se empujan e insultan cuando alguna quiere ocupar su sitio en el suelo en el turno convenido de ocho a tres. Son la élite del lumpemproletariado y algún día heredarán el Reino de los Cielos.

Detrás de Notre Dame hay un inevitable puente sobre el Sena y allí se reúnen los músicos de jazz para tocar y hacer más amena la espera de los turistas que comen un bocadillo en el parque contiguo o que aguardan para subir a la torre y admirarse con las gárgolas enmohecidas. Hace diez años había cuatro, ahora solo queda un pianista que toca melodías reconocibles aunque a ratos se deja llevar por la improvisación y sonríe de medio lado. Casi nadie le hace caso, como tampoco parecen escuchar al guitarrista cantante que afina alguna chanson  y vende un cd con su cara de los buenos tiempos, porque todos se paran delante de la barandilla para admirarse con los candados que la gente allí dejó como prueba de su amor de hierro. En el fondo del río las llaves, matarile rilerón, han debido formar óxido suficiente para matar al último pez despistado que pasara bajo sus ojos. Imagino que pronto los soldados que patrullan metralleta en mano alrededor de la Torre Eiffel, a las puertas del Louvre o en el aeropuerto, lo harán también en este puente de película para restablecer el orden y las buenas costumbres.

En la margen derecha del río, cerca de la catedral, se encuentra la librería Shakespeare and Company, un sitio realmente curioso que mi amigo Antonio Allueva me dijo que no debía perderme. Y de verdad que le agradezco el consejo. Lo que más impresiona al entrar allí es la cantidad de libros que tiene, ordenados en sus estanterías hasta el techo recorrido por vigas de madera. Es una especie de laberinto por el que hay que discurrir con mucho cuidado para no tropezar con los clientes y curiosos. Se respira algo especial, no hay duda. Parece ser que tal y como hoy está la fundó George Withman, un gran nombre, un americano que recaló en París tras la II Guerra Mundial, allá por 1951. De carácter aventurero y algo estrafalario, le llamaban el Quijote del Barrio Latino, logró convertir su negocio en una de las referencias de los artistas y aprendices de escritores que pasaban por la ciudad. En la segunda planta, a la que se accede por una estrecha escalera, hay una serie de habitaciones que en su día eran alquiladas a los que allí acudían a cambio de su trabajo en la librería. Sería algo parecido a una comuna en la que los jóvenes se cortaban el pelo con sus mecheros. Allí se encuentra la biblioteca personal, ordenada y comentada, de Sylvia Beach, otro gran nombre. Fue la primera propietaria. Impresiona coger uno de sus libros anglosajones, llenos de polvo en muchos casos, y hojear su contenido subrayado y anotado. Adjetivos enmarcados, imágenes que recordar, un libro vivido y seguramente amado. Varios carteles te dicen que puedes coger lo que quieras pero que debes dejarlo en su sitio tras su consulta o lectura. Gente bohemia se desparrama por el lugar sentados en sucios sillones, en un colchón testigo de historias de novela, cerca de una ventana pequeña y demacrada, al lado de una underwood  descacharrada. Salí de allí en silencio, como quien abandona una iglesia, pensando en las maravillas que esconden los libros y las vidas de los muertos.

Y es que en las iglesias, en las catedrales, en Notre Dame, se ruega silencio para que podamos seguir haciendo negocio dentro del recinto. Dos mil años después, un montón de evangelios y no hemos aprendido nada de nada.

Quise comprar una guillotina de recuerdo, pequeña, bien engrasada. En la tienda no tenían. Me extrañó no poder adquirirla, algunos llevan colgado al cuello sobre el pecho otros instrumentos de tortura y muerte, y me quedé con las ganas. Eso sí, en el libro de visitas de la Conciergerie, prisión en la que los monárquicos hacían tiempo antes de pasar por el cadalso, escribí mi queja exponiendo que en España nos estaba empezando a hacer falta una.

Una negra grande, de película, con la belleza que solo los negros pueden tener, atiende y ordena ocho horas al día a los visitantes que van a mear en el urinario público situado a espaldas de la catedral. Respiraba una alegría que solo volví a ver en el personal que trabajaba en los barcos que recorren el río, los bateaux mouches. Aquella negraza era feliz entre la mierda igual que los niños millonarios se mueren de aburrimiento y Armani.

Las viejas japonesas con su iphones del último número asesinan con sus flases los cuadros impresionistas en el museo de Orsay. Creen que les han estado esperando ciento treinta años para que les hagan una foto que no mirarán ni en Tokio ni en Fukushima. Si se gastaran algún puto yen podrían comprar una guía con todas las miradas asustadas que se salvaron de su estupidez. Recordará la foto movida y desenfocada por culpa de un español maleducado que le tocó el brazo y le dijo que no. El piloto del Enola Gay debió apuntar mejor y acertar en pleno salón de té de la casa de su madre, al lado del palacio del emperador.

En los museos como el Louvre hay que actuar con la estrategia de un cazador. Entrar en una de sus muchas salas, mirar los cuadros expuestos sobre cada centímetro de sus paredes y elegir una presa. Acercarse y buscar una cara, unos ojos, una mirada. Perderse en ella, cientos de años atrás, notar el calambre y ser feliz. Una vigilante, que huele a sudor y no levanta la mirada de su teléfono móvil, te responde cuando preguntas por la sala número cuatro sin mirarte, aburrida: est fermée. Está triste, sin ganas de hablar, parece una autista que pasó las pruebas de acceso por casualidad. Un poco más allá, su compañero dormita sentado en una silla. Los párpados se le cierran sobre los ojos, es lunes, y los felices turistas manosean a su antojo el mármol de las esculturas griegas y sienten un vértigo y un placer de más dos mil años. Al recorrer el patio, buscando la salida, nos encontramos con una tercera colega que no dejaba de gritar: don´t touch, please. Su voz nos asusta un poco pero no dejamos de admirarla en secreto.

En el Panteón, entre tanta tumba de hombres ilustres, puedes entender a los políticos de la actualidad. Qué les lleva a complicarse la vida, a ser criticados, dicen que mal pagados. Y no es ni más ni menos que la Historia. El recuerdo mayúsculo de la Posteridad que mucho tiempo después hará que les admiren los visitantes del futuro al ver la lápida en su tumba. Nadie recordará su inutilidad, ni su torpeza, ni si fueron buenos o malos. La muerte que iguala y los años que difuminan. Tan solo que un tal Mariano Rajoy Brey fue el último Presidente del Reino de España entre 2011-2013. Descanse en paz.

Podría pasarme el día entero viajando en metro, en el metropolitaine, pasando por sus estaciones todas distintas, admirando su mobiliario, los carteles publicitarios, las máquinas que venden chocolate blando y bebidas rojas, sintiendo el miedo a los descarrilamientos, a los apagones, a quedarme en medio de un túnel teniendo que bajar a las vías a notar las ratas entre las chancletas, oliendo a grasa y escuchando el chirriar sobre los raíles, cambiando de línea solo por capricho llegando hasta el final, sin entender cómo fue posible, cómo el río no lo anegó todo, mirando las caras de las gentes, a esos chicos que beben cerveza en lata y hablan fuerte, son jóvenes y hermosos, de muchos colores y modernos peinados, con las mismas marcas pero todos diferentes, que van al Bois de Boulogne a fumar y a bailar, como los grupos que lo hacen a orillas del Sena, salsa, tango o minué, espiando a las chicas que te golpean al pasar con su perfume en la cara, como la pálida delgadita de blanco que se sentó junto a su novio indio oscuro en el centro del barco, sin mirarle mientras él hablaba y le sostenía una bolsa de ropa cara, sin hacerle mucho caso, componiendo un perfil digno de fotografiar, poniéndose y quitándose sus gafas de sol rosas, pensando en qué estará haciendo ahora Scarlett Johansson a la que le han dicho que se parecería un poco si tuviera más tetas, podría pasarme el día entero aquí abajo hasta quedarme solo, hasta que un altavoz dijera que van a cerrar y tuviera que chuparme el dedo para encontrar una corriente de aire que me llevara a la superficie.

Uno de los trabajos más arriesgados del mundo es el de la persona que está dentro del traje de Minnie Mouse. En Disney todo es posible como nos dijo la vendedora de entradas con su gorro del veinte aniversario que hacía propaganda entre los aburridos turistas en la cola de la catedral. Te puedes curar, rejuvenecer, enamorarte, perderte, quedarte sin una moneda... Es difícil ser turista, jornadas maratonianas en sentido estricto, caminatas de nueve a seis. Forman un ejército triste que se arrastra por las calles y los sitios que hay que ver porque si no para que viniste hasta aquí. Se les ve cansados y aburridos, añorando su sillón orejero y una tortillita de patatas o vaya usted a saber. En Disney es aún más trágico. Los padres empiezan ilusionados y los niños también, hacen filas con una sonrisa bajo el sol sin miedo a los carteristas, pero a medida que pasa el día se multiplican las discusiones, los niños se aburren, se duermen, ya no saben qué más comprar y los padres les chillan para que se lo pasen bien, que para eso han pagado una pasta por las entradas, y les obligan a quedarse hasta que explote el último cohete de la gran traca final. Y la pobre Minnie aguantando los tumultos que se forman a su alrededor, grandes y pequeños, hombres y mujeres que se quieren acercar a ella y hacerse una foto, tocarla, darle un beso, una palmadita en el culo de la pobre chica, o chico, que está debajo y que ni siquiera puede lanzar un juramento porque les tiene prohibido hablar, un pobre lituano no entendería que Minnie dijera un improperio en francés, que ni a mear la dejan ir tranquila pese a los esfuerzos de sus escoltas que para sí los quisiera la mismísima Reina de Inglaterra. Ya ves, un problema que ya resolvieron los franceses hace mucho, mucho tiempo.